28 de mayo de 2008

El final de La grande, de Juan José Saer


No recuerdo ahora con exactitud quién dijo -probablemente más de uno- que La grande, de Juan José Saer constituye un brillante cierre para una de las obras literarias más coherentes que ha dado la literatura argentina después de Borges. Creo que comparto la opinión, aunque a simple vista se trate de un comentario de circunstancias, habida cuenta de que fue hecho -como tantos- tan cerca de la muerte física de su autor. La grande es una novela que ciertamente recupera no sólo a los personajes de siempre, transformados por la edad y los diversos avatares de sus propias vidas, sino que además se complace en presentar a otros personajes nuevos. Es el caso de Nula, el simpático vendedor de vinos de calidad con veleidades metafísicas; el de su esposa Diana, una diosa a la que le falta la mano izquierda; o Mario Brando, líder pasado de un más que extraño y delirante grupo vanguardista, lleno de talento para la figuración y de intenciones siniestras. También se las ingenia Saer para reafirmar lo que es una constante en su narrativa: el hecho de que cualquier cosa del mundo, por nimia que parezca y por pequeña que sea, es apto disparador de reflexiones sobre la condición del mundo, del tiempo, del ser.
Pero lo que más llama la atención quizá sea el conmovedor final de la novela. El último capítulo -el último día también, ya que la novela está estructurada en siete días- está formado por una única frase, la única que Saer llegó a escribir antes de morir: "Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino". Saer nos tiene acostumbrados a finales epifánicos, más relacionados con los sentidos generales esbozados a lo largo de la novela, que con la trama -que en verdad nunca sorprende, en el sentido de que la aventura siempre está en la construcción del sentido más que en las peripecias. En este sentido, La grande podría tener dos finales: uno que ocurre al final del capítulo anterior, "El colibrí", y el otro, el final propiamente dicho -con los reparos que ya he aclarado- del capítulo más que inconcluso, "Río abajo", la estremecedora última frase, no sólo de la novela, sino también de la producción de Saer.
En el momento culminante de "El colibrí", los personajes, que se han reunido en casa de Gutiérrez a comer un asado -otro brillante asado saeriano-, tienen una visión. La escena es muy divertida porque los personajes ven una especie de espectro que flota sobre los árboles, iluminado fantásticamente por los relámpagos de la tormenta que se ha desatado. Uno a uno van atribuyéndole diversas personalidades al fantasma, dándole los nombres de todos los muertos célebres que han ido siendo recordados en la novela. Finalmente sabemos que no se trata más que de una bolsa blanca de supermercado -de los supermercados Warden, broma exquisita- que revela de a poco su enorme doble V coloreada de azul, para que Tomatis -y con esa frase última se cierra uno de los personajes mayores de toda la literatura argentina-, sentencioso, declare: "Azul, vecino del negro". No quiero contar más -aunque ya está todo contado pero no todo dicho- para que los lectores puedan apreciar en toda su dimensión esa escena de antología.

Sí quiero detenerme un poco en la frase final, la del último capítulo: "Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino". Más allá de las consideraciones un poco patéticas que podamos hacer sobre la idea de final de la novela-final de la vida, lo que me interesa es señalar algo que muestra de cuerpo entero al Saer defensor a ultranza de su proyecto estético. Se trata de un final en el que domina sobre todo la idea de devenir, la noción de continuidad; la idea de que todo final -no importa que ese no sea el que Saer hubiera escrito- es una cosa puramente arbitraria, interpretativa: un final sólo puede vivirse como tal a partir de un ejercicio mental; en rigor de verdad, no hay finales porque sólo hay tiempo y transformación constante. De ahí que los epígrafes de la novela la presidan con sus ideas de fluir: Regresaba,/-¿Era yo el que regresaba? (Juan L. Ortiz), huyó lo que era firme y solamente/lo fugitivo permanece y dura (Quevedo). Así, la lluvia, el otoño, el tiempo del vino, se ordenan en una sucesión que no responde a la lógica causal, y que más que hablar de una sucesión coherente con algún tipo de proyecto o necesidad, muestra de un solo golpe la variedad irracional de todo lo que ese fluir permanente del tiempo arrastra. Una frase final, y en ella la condensación, el agolpamiento súbito de toda una obra que sigue fluyendo hacia ninguna parte cierta, independientemente de que ya no podamos leerla, porque se pierde en los territorios no menos fluyentes de la conjetura.

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