26 de diciembre de 2020

 

El hijo

 

En mi casa armábamos todos los años el arbolito. Teníamos uno viejísimo que les habían regalado a mis padres con motivo de su primera Navidad, y que, a juzgar por ciertos comentarios, no era de primera mano. Pero mi papá odiaba las fiestas, y sobre todo la Navidad. Siempre me pregunté cuáles serían los motivos, y las respuestas fueron siempre insuficientes. Supongo que sucede así, y que para él no era diferente. Detestaba en realidad muchas cosas, que las así llamadas Fiestas,  en esos días calurosos, de un calor insoportable a decir verdad, implicaban, cuando, además del cansancio propio de todo un año de trabajo, había que someterse a la locura colectiva. Las dos fiestas, pero sobre todo la Navidad. Recuerdo que, las semanas anteriores a la nochebuena, mientras con mis hermanos y mi mamá armábamos el arbolito y hacíamos colgantes con vasos de yogur y papel glasé, mientras hacíamos el pesebre y mamá volvía a decir que su primer hijo había nacido rubio, y nos reíamos porque era algo difícil de creer, y colocábamos las imágenes de yeso, sin el niño Jesús -porque él llegaba a la hora del brindis-, papá, que muchas veces nos ayudaba con el establo, porque sentía por la madera y la carpintería un amor genuino, volvía de trabajar todos los días malhumorado. Sus comentarios, que hacía entre mate y mate, cortando o clavando maderitas, indefectiblemente, tenían que ver con los precios de las cosas, que aumentaban hasta lo inverosímil; con el oportunismo de los comerciantes, raza vil que sólo piensa en acumular; con la crispación de las señoras, que volvían, como mi papá, de trabajar, cargadas de paquetes de regalos baratos –livianos pero voluminosos- y alborotaban el colectivo con sus maniobras; con los parientes que vendrían, si es que vendría alguno, a festejar, simulando un afecto para la ocasión, y a los que había que hacer regalos, comprados o a mano como nuestros vasitos de colores. Tarde o temprano, los mandatos del consumismo hacían estallar a papá.

Pero a mí me parecía que su enojo exagerado pretendía disimular otros motivos, que sospechaba más hondos. “Por qué no nos dejarán en paz”, se quejaba él; “Si no hacés lo mismo que todos, te miran raro”.

Ése era el asunto. Porque ser mirado como un “raro”, ser mirado de mala manera, a pesar de que uno tuviera la convicción de estar haciendo lo correcto, era la génesis de todos los males. Mi papá sabía de eso. Él, que no había conocido a su padre biológico, debió ser, durante toda su infancia, el mal mirado; el hijo bastardo que recibió la gracia de un hombre superior, su padre de crianza, al que no le importó su origen, y le dio su apellido y su cariño hasta donde pudo, porque murió muy joven. Ese pecado, original no por insólito sino por haberlo cometido sin moverse, sin hacer, de hecho, nada, ese pecado original había marcado a mi papá para siempre. No había bautismo que pudiera borrarlo. El drama de venir de una madre díscola y de un hombre oscuro, de condición y de piel, de haber tenido que sufrir, todos los días de su infancia, frente al espejo, un rostro parecido al de un perfecto extraño, y soportar en la calle la miradas de los otros, eran cosas de las que mi papá no podía hablar; hacía apenas algunas referencias inconexas, cada tanto. Esas cosas yo las había ido averiguando a instancias de mamá, que me las contaba en voz baja, cuando él estaba ausente.

Quizá por eso mi papá tenía tan alta valoración de la paternidad. Se jactaba de haberse cuidado siempre para no tener por ahí “pedazos” de sí mismo, creciendo en soledad y vituperio. Por eso haber traído al mundo a sus propios hijos, haberlos traído y aceptado y criado y querido  era para él la oportunidad, si no de redimirse, al menos de evitar la perpetuación de la falta ¿Y qué fecha más sensible para un padre que la Navidad?

Papá nunca fue católico, o lo fue vagamente, pero conocía, desde luego, la historia que sus hijos recreábamos en el pesebre año a año, con ese Jesús bebé, ausente hasta la nochebuena, su madre, la virgen María, y su papá, José.

Su papá José, que no era, hablando claramente, “su papá”, sino uno que lo recibió, como un hombre superior, y le dio su protección y su amor y le legó, años después, su oficio. Pero ese niño, rubio en el pesebre, circundado por una María rubia, como él, y un José moreno y putativo, conocía muy bien a su propio Padre, creador de los padres y los hijos, creador del mundo, la Navidad y los comerciantes, creador, para decirlo breve, de todo. Ese niñito, como hijo de dios, nada tenía de bastardo, ningún pecado original lo manchaba, ningún destino de obrero negro malpago le esperaba, sino el poder y la gloria eternos, no importa que un poco tuviera que sufrir, quién no. Ese niñito nunca se parecería a mi papá.

Era a José a quien él observaba atentamente, ese obrero de verdad, algo mayor, anónimo y pobre, que se vio un día casado con una mujer cuya primera infidelidad lo hizo padre; José, el carpintero, al que quisieron consolar con el cuento del espíritu santo y blabliblú. Ese carpintero agitaba en mi papá un terror propio, que ya debía haberse sosegado, pero que la Navidad actualizaba: el miedo a la estafa, y peor, a la obligación de aceptarla sin chistar, como pago de la deuda con su padre adoptivo.

Porque aunque sus hijos estábamos ahí, sobre una vieja alfombra, haciendo adornos para el arbolito; aunque él acompañó a su mujer, ya no virgen, durante cada embarazo y asistió a los nacimientos, el primogénito, cuyo pelo por fortuna se fue oscureciendo y ondulando, después de haberlo obligado a dar enojosas explicaciones frente a las señoras en la calle, que cuestionaban su paternidad, ese primer hijo había nacido, para ocasionarle tristes reflexiones, un veinticinco de diciembre; y la mamá de ese niño, su mujer tan modosita, había barajado, para el niño navideño, entre otros menos rotundos, el nombre de Jesús, un nombre que mi papá podía interpretar como señal nefasta, como acertijo ladino, que lo obligaba a colocarse en el lugar de José, el carpintero engañado, que ya mismo podía ir tallando su cornamenta en madera de peteribí.

Los terrores, quién lo duda, son insensatos. En eso radica su condición aterradora. A veces, cuando uno consigue nombrarlos, se aplacan, disminuyen o se van. Mamá, por suerte, ingenuamente, ayudó a papá a espantar el miedo, accedió a sus ruegos y cambió el nombre poderoso de Jesús por el Ariel más prosaico. Qué nombre más insulso, habrá pensado mamá; no significa nada, no tiene ningún significado para nadie.

11 de diciembre de 2020

 

En la casa


Tenemos la suerte de que la casa sea grande. No podríamos imaginar la vida que llevamos de otro modo. Vemos lo que ocurre en los edificios cercanos, y bendecimos nuestra buena estrella. Tres plantas, un patio, terraza y mirador. Es mucho más de lo que se puede pedir en esta ciudad. Será por eso que llevamos el encierro con cierto alegre alivio. Antes de todo esto teníamos un vínculo, convencional y negligente. Sin embargo, aceptamos la convivencia y aprendimos a domesticarla. Distribuimos los espacios, establecimos normas de buen uso, colgamos cartelitos de las puertas, ajustamos los horarios. Todo lo hicimos según las necesidades individuales, siempre complicadas. Hubo roces, pero el tiempo hizo lo suyo y en estos largos meses moderó las pasiones, estrechó los lazos, los ajustó hasta suavizar nuestras diferencias. El roce cotidiano raspó la epidermis y abrió nuestros poros como brazos. En el verano pasado se apagaron las últimas manías, y así, deseos y necesidades confluyeron en un estuario común. Por fortuna, la casa produce una sensación de confort que vuelve todo más simple, como si no hubiese puertas, corredores, escaleras, y un único salón no envolviera.

Igual que a muchos, al principio el confinamiento obligado nos trajo cierta exaltación, causada por la novedad; por más insólita que sea, una novedad siempre emociona. Pero a los pocos meses el entusiasmo entró en un lánguido declive, y después, cuando toda actividad se hizo más lenta, una molicie se apoderó de todo, y la dejamos extenderse.

Pero todavía queda lugar para la sorpresa. A veces, cuando la chispa se enciende, del juego, de la risa o el amor, sentimos que se despabila algo, algo para lo que no tenemos nombres, parecido a la ansiedad por cosas dulces. Pero es efímero y pronto nos vemos otra vez dando vueltas por las galerías, entregados a minucias que no nos brindan ya mayor consuelo, mirando los carteles de las puertas, con esos nombres -Emilia, Dioneo, Marcia- que podemos leer pero que ya no sirven para llamarnos.

Pasamos muchas horas en las ventanas altas, contemplando la ciudad sombría y, cuando no podemos dormir, prestamos atención a los sonidos de la madrugada, en busca de un pliegue en la uniformidad, que nos recuerde el tiempo: un grito, un disparo, un cambio en la voz de los megáfonos, un suicida que salta de su balcón. Ahora es difícil que estas cosas nos conmuevan, pero a veces ocurre, y ese movimiento interior es dulce, no importa si produce risa, angustia o miedo; pero no tenemos con quién compartirlo, porque estamos solos en la casa, nadie entra y no salimos a comprar más que lo indispensable, con la mirada baja y los pasos ágiles.

La mayor parte del tiempo, para qué negarlo, estamos tristes. Aunque si la noche es clara y la brisa anima un poco el brillo natural de las estrellas, subimos al mirador de la casa a oler el aire, a sentirlo puro en medio del contagio, a endulzar la pena.

La radio nos conecta con la amargura cotidiana: el colapso sanitario, las terapias fallidas, la cifra de muertos; pero también nos ha permitido conocer los rumores: se dice ahora que la estabilidad de la plaga permite abrigar esperanzas; que esto se termina, se dice; que se prevé el fin del encierro para dentro de unos meses. Un nuevo entusiasmo fácil corre de balcón a balcón, como ha ocurrido tantas veces por cosas diferentes. Conocemos lo que sigue, y no compartimos el fervor general.

Se habla mucho de volver, de recomenzar, cuando esto se termine. Algunos han usado sin pudor la palabra renacer. Creen demasiado en una vida que llaman suya, como si fuera un sendero, trazado de antemano, que quedó por ahí, escondido pero el mismo de siempre, amarillo y seguro.

En cambio, nosotros no sabemos ya qué vida es la que hay que recuperar, porque la que tuvimos se disolvió. Nadamos en un barro chirle, más parecidos a grumos que a peces. Pero algunas noches, en el mirador, cuando la luna sale y está llena, nos da por recordar los nombres, que siguen colgando en las puertas de los cuartos –Emilia, Proteo, Neifile-, los viejos nombres con los que amigos y padres nos conocían; entonces los repetimos en voz alta, con nostalgia; pero también con esperanza: que el día que volvamos a salir los recuperemos sin mezclarlos; que podamos abrazarlos para volver a decir “yo”; que ninguno se interne sin brújula en la tierra inexplorada.

Acá lo leo

3 de diciembre de 2020

 

Recortes


Mariana piensa, ahora, que sin duda su mamá usaba tan frecuentemente la expresión “cortado por la misma tijera” porque se dedicaba a la costura, y tal vez porque hacía todos sus trabajos con esas tijeras maravillosas. Las clientas estaban todas “cortadas por la misma tijera”. Los proveedores, igual. Esa frase la repetía en el cuartito minúsculo en que trabajaba, medio tapada por los recortes, los moldes y los patrones. Justamente, porque todas las modistas estaban “cortadas por la misma tijera” era que ella, su madre, trabajaba de manera original, atendía diferente, usaba materiales únicos. Las tijeras, por ejemplo, las más caras, único regalo del abuelo Andrés. Ahí residía el secreto: ser la mejor modista consistía solo en ser distinta. Mariana entonces era apenas una adolescente, pero quería aprender, quería que su mamá le enseñara todo lo que sabía, porque a ella también le gustaba la costura, pero más le gustaba la idea de poder irse por su cuenta, no para dejar a su mamá, sino porque tenía sueños que, a esa edad, quién no los tiene; como su hija ahora, por ejemplo, que no ha terminado la escuela, pero anda con los pájaros alborotados. 
Atardece y ha dejado de llover; las nubes se están deshilachando; asoma la piel azul de un cielo frío. Aunque la ventana está cerrada se cuela un airecito helado, un chiflete que ya huele a noche despejada. Mariana ha hecho una pausa en el trabajo. Ha dejado a un lado las tijeras y el enorme costurero de mimbre y se ha puesto a matear. Uno tras otro, los mates la han puesto pensativa, y al fin, ¿no? de una manera algo inconsciente, ya ha decidido cerrar su jornada. En un rato saldrá del tallercito y cruzará los metros de patio que la separan de la casa; entrará por la cocina, se dejará envolver por el olor de la comida, saludará a su hija con un beso, se sentará a mirar la tele. Ha sido suficiente por hoy. Paró la lluvia y ella merece disfrutarlo. Puede permitírselo, a estas alturas: tiene su lugar propio, su propio taller, su buena clientela. Puede decirse que aprendió, Mariana, que su mamá le enseñó bien: ella es buena, la mejor modista del barrio; puede darse el lujo de elegir a sus clientas, de cobrarles bien, por su trabajo y también por su nombre, por su tiempo, más valioso que el de otras, por los nombres de sus clientas. Y ha conseguido eso porque es distinta, como lo era su mamá; porque aprendió de ella una verdad, su secreto profesional mejor guardado; una verdad que podrá parecerles a otros una tontería pero que le costó mucho recorrido comprender: todos somos distintos, y por eso ser distinto es tan difícil; Mariana debió tener, como se dice, mucho coraje, mucha humildad, para llegar a ser realmente ella, es decir, realmente distinta. Después, obtuvo lo que obtuvo; para algunos mucho, para otros nada; suficiente para ella. Para ella y su hija ¿no?. Como le ocurrió a su mamá. Mariana piensa ahora que su propia vida tiene mucho de vida anterior. No lo piensa por el oficio, sino por su condición de mujer sola. Como su mamá, ella padeció muchas traiciones, muchos abandonos. Ése fue el precio que pagó por ser distinta. Qué hombre toleraría a una mujer realmente diferente. Ninguno, porque como su madre le enseñó, blandiendo en el aire las tijeras del abuelo Andrés, los hombres, todos, del primero al último, no importa de qué época ni de qué lugar, sí que están cortados por la misma…¿no?. Y quién sabía más que su mamá de tijeras y recortes. Hombres. No dejó nunca de buscarlos y de darse la cabeza contra la pared. Hasta que la frase de su madre se le reveló un día en todo su sentido: cortados por la misma tijera. Una verdad simple y demoledora como todas las verdades. Ahora Mariana piensa en eso. Acaso porque conoció hace poco a un hombre, un hombre casado con el que sabe que no empezará nada serio. Los hombres buscan sólo una cosa de las mujeres y la clave para retenerlos algún tiempo es desear lo mismo de ellos. Eso trata ella de enseñarle a su hija, que aún no promedia el secundario y que ya estuvo llorando por un novio; es parte de la vida: muchas veces traicionada y abandonada, hasta que comprenda.
Mariana ceba sus mates y piensa en estas cosas, porque está distendida, porque ha decidido dejar de coser por hoy. Tal vez también porque esta tarde ha cortado mucha tela, o porque las tijeras de su madre necesitan afilarse, o porque anoche, mientras consolaba a su hija le prometió dejarle en herencia esas tijeras tan valiosas. 
A su mamá, los hombres la maltrataron mucho. También el padre de Mariana. Y cómo no, si estaba cortado por la misma tijera que los demás: los que conoció después, los que conoció Mariana, los que conocerá su hija; porque esa es la fatalidad de los hombres, que son como las telas, piensa ahora, con las mismas hilachas en los bordes, recortados todos con el mismo filo.
Mariana, ahora, en el tallercito, está rodeada de recortes; se le ocurre de pronto, divertida, que son hombres. Todos esos retazos, esos recortes que se amontonan en el suelo, en bolsas, sobre la mesa de trabajo, son hombres de todos los géneros y colores, pero al fin y al cabo tan iguales ¿no?, cortados todos por esas tijeras excelentes, esas enormes tijeras que siempre tiene al alcance de la mano; lo mejor, lo más real que su mamá le dejó.

23 de agosto de 2016

De pronto el sol ardiente










De pronto el sol ardiente
se vela hasta perderse
y el mundo es un silencio
que un estruendo casca
y se desprende
como un diálogo de miles
la lluvia
              y cae
encima de los techos
fresca hoguera
donde enero se consume

Salen los sapos
y preparas, madre
friendo en tu sartén
que suena a chaparrón
la eucaristía

Sentémonos bajo el alero
donde la tarde se fríe
con padre ausente
desde hace cuánto
de este enjambre luminoso

20 de agosto de 2016

Nave nodriza



Llovía mucho y nos pusimos a jugar con las sillas. Los días de lluvia no podíamos salir de casa y sin embargo salir habría sido tan lindo. Pero era imposible. El patio se llenaba de charcos y a mamá le daban miedo las gripes que flotaban en el aire, pero más sobre las aguas, como dios en el principio. Siempre estaban ahí las gripes plurales dando vueltas. Dios no.
En días así nos poníamos a jugar a lo que fuera, a imaginar que el suelo era un mar lleno de islas de zapatillas tiradas y almohadones y había que, a los saltos, evitar el agua y a los tiburones; inventábamos que bajo las cobijas volvíamos a la panza de mamá y que allí profetizábamos lo que íbamos a ser de grandes, aplaudiendo cuando mamá comía cosas ricas y sintiéndonos llevados por ella cuando iba en colectivo. En la panza de mamá no había nada para sentarse, pero se estaba tan bien.
Esa tormenta de finales del invierno nos tenía acomodando sillas delante del ventanal, equipando el tablero de la nave. Era enorme el ventanal y daba al frente, al patio delantero y a la calle de tierra detrás de la que se estiraba un baldío gigantesco como un campo, hasta el horizonte más negro que todo lo demás, de donde la tormenta seguía llegando y llegando. Mi hermano sostenía la bolsa de los juguetes rotos, e iba sacando de ahí los controles. Los botones de colores, las señales luminosas, las palancas y el timón iban tomando su lugar sobre las sillas en semicírculo. Era enorme el tablero de la nave y más enorme el ventanal y la tormenta hasta la línea última del campo.
Mamá pasó y estaba triste. Le dije que no se preocupara, que iríamos al rescate, que teníamos ya la nave armada y que lo traeríamos en menos de lo que se dice vuelvan. No sé si ella escuchó, pero lo dije con los puños en la cintura, que es como un almirante espacial anuncia sus más valientes decisiones. Ella siguió de largo hacia la pieza. Le dije a mi hermano que había que salir cuanto antes, que dispusiera todo para el despegue. Era mi hermano menor y yo lo veía siempre como un ayudante. Porque yo soy el hombre de la casa, pensaba. Y eso me decía mi mamá muchas veces. Era el hombre pero a veces no sabía lo que implicaba ser eso, porque yo me veía chico. Pero cuando el hombre no está, vos ocupás su lugar. Es lindo, pensaba a veces, ser un hombre. A veces pensaba todo lo contrario.
Estamos listos, dijo mi hermano, y yo le dije perfecto. Mamá no salía de la pieza. Sabía que estaba triste porque el hombre de la casa no llegaba y aunque yo ocupara su lugar no era lo mismo. Eso me hacía sentir que algo de todo eso no eran más que palabras, que ella prefería al hombre de la casa de verdad y que lo mío era una simulación triste, de juguete, como nuestra nave. Igual, estaba genial la nave de sillas y juguetes rotos que habíamos construido; tenía todo lo que necesitábamos y si algo se nos había olvidado, no había problema, porque lo sacábamos de la bolsa de juguetes rotos y listo.
Salimos al espacio en el momento en que empezaron los relámpagos. Se había puesto muy negro el cielo y las luces intermitentes pretendían asustarnos. Le dije a mi hermano que se quedara tranquilo, la nave era buena y aguantaría cualquier clima. Pero yo tenía un poco de miedo, la verdad, porque esos flashes me dejaban secuelas en los ojos, como si todo quedara iluminado después. No iba a ser fácil ver bien. No importa, me dije, allá vamos.
Qué grande es el espacio en una nave como la nuestra, con ese ventanal al frente. No hay muchas cosas, lo que hay es espacio, pero igual es tan grande y las nubes son tan lindas que para mí resultaba una aventura. El campo ahí adelante, la lluvia cayendo, los charcos con sapitos que saltaban desde el agua. Y los relámpagos que venían mudos. Seguramente por eso, porque solamente había el ruido de la lluvia, pude escuchar el llanto de mamá, y fui a ver. Estaba en la pieza, sentada en la cama. No se tapaba la cara sino que parecía mirar nada hacia adelante; y lloraba. Las lágrimas le caían por la cara, los mocos se le agolpaban en la nariz. Lloraba mamá, como el día. Pero no teníamos una nave para salir a buscar adentro de mamá y además eso hubiera sido inútil, porque cuando estábamos en su panza todo era lindo.
Mamá, le dije, por qué llorás. Ella me dijo por nada hijo y siguió llorando.
Yo volví a la cabina porque no quería dejar a mi hermano solo con los controles tanto tiempo, al fin y al cabo yo era el capitán y tenía que supervisar todo. Y sí, también era el hombre de la casa, pero en ese momento ya me importaba menos, porque veía que no podía hacer mucho si mi mamá lloraba.
Vamos a buscarlo, le dije a mi hermano. Sí mi capitán, gritó él y yo le dije no exageres.
Era mejor dejarla a mamá que llorara a su antojo, porque cuando se ponía así no había manera de cambiarlo. Además lo hacía tranquila, sola en la pieza, mientras nosotros podíamos seguir jugando a lo que fuera. Claro que a mí me ponía un poco triste, pero qué le podía hacer. Mi lugar en la casa era un poco de mentira, aunque quisieran hacerme creer lo contrario. De todos modos estábamos ahí nomás, en el living, así que ella estaba protegida; por el ventanal se veía todo lo que pasaba en la vereda. Igual no pasaba nadie porque la lluvia a esa hora de la tarde era tan intensa que a quién se le ocurriría salir.
Nosotros seguíamos la búsqueda, pero nos dábamos cuenta de que era más difícil de lo que habíamos imaginado. Adónde lo íbamos a encontrar. Trabajaba muy lejos, y a veces, no sé por qué, llegaba muy tarde. Y siempre viajaba mucho. Pero él tenía que hacerlo en colectivo y no tenía una nave supersónica como la nuestra. Así que era una lástima depender del tren y del siete cuarenta que siempre andaba mal y repleto. La lluvia arreció. Era un estruendo que escondió un poco el llanto que mamá no escondía. Tal vez porque dejé de escucharla, volví a la pieza a ver cómo estaba. Fui tranquilo, porque le dije a mi hermano que activara los controles buscadores y pusiera el piloto automático, así era más cómodo.
Mamá se había quedado dormida y creo que recién entonces noté su panza. Claro, me dije, es el hermanito. Me puse mal porque recién entonces yo me acordé de que venía un hermanito y que el hombre de la casa decía a veces que cuando viene un bebé mamá se pone especialmente mal y llora y llora. A lo mejor era por el hermanito. Pero igual era tarde porque ya estaba oscureciendo y seguíamos los tres, bueno los cuatro, solos en la nave.
Volví y le dije a mi hermano sonamos, mamá se quedó dormida. Él abrió grande los ojos, y quién va a hacer la leche. Entonces entendí que yo sí podía ser el hombre de la casa, después de todo, así que le dije no te preocupes, para qué estoy yo.
Dejamos la cabina de la nave porque total estaba en piloto automático. Fuimos a la cocina. Hacía frío así que tuve que cerrar la puerta. Mi hermano me miraba con alguna desconfianza y yo trataba de actuar como si no pasara nada, con toda la seguridad que me daba ser el Capitán. Lo primero que hice fue encender la hornalla, y cuando el círculo se rodeó de lengüitas azules a mí me pareció que todas me felicitaban y me decían que lo más difícil ya había pasado. Saqué la leche de la heladera, llené la hervidora, prendí la otra hornalla y puse a calentar el café. Todos esos movimientos los hice con una seguridad que hasta a mí me sorprendió. Era evidente que mis poderes de Capitán me permitían hacer todo aquello sin mayor dificultad. El hombre de la casa no llegaba pero ahora yo sí que estaba ocupando su rol y lo desempeñaba como si fuera él, con esa misma confianza. Mi hermano me miraba, ahora sorprendido. Sus ojos a mis espaldas, mientras yo cortaba el pan, prendía la tercera hornalla y ponía la tostadora, me ponían un poco nervioso. Ve a mirar cómo está madre, le dije, así como en las series. Él hizo la venia y salió corriendo. Sí mi capitán, y yo pensé qué ganas de repetir eso.
Las tres hornallas estaba encendidas y su brillo me hacía pensar que yo estaba en otra nave, en un pequeño transbordador que me alejaba de la nave nodriza, porque evidentemente todo había sido una estrategia para proteger a mi hermano, a mi mamá y al hermanito, ahora lo entendía. El hombre de la casa había estado todo el tiempo en un asteroide cercano, y era mi enemigo jurado. Yo no podía arriesgar la vida de mis seres queridos y tenía que ir sólo a enfrentarlo. Mientras mi hermano conducía la nave nodriza, yo me embarcaba rumbo a la pelea decisiva.
Pero mi hermano volvió y dijo que mamá seguía durmiendo y preguntó si faltaba mucho para que estuviera la leche. Le dije que sacara la manteca de la heladera y que pusiera la mesa, y le advertí que no dijera sí mi capitán. Entonces tuve la idea más genial de todas, la que me confirmaba como un almirante digno de admiración. Vamos a tomar la leche a la cabina, dije, así controlaremos si viene o no.
Fuimos y nos sentamos frente al tablero. Sacamos el piloto automático y nos dispusimos a conducir la nave. Era una gran máquina, de manera que sólo hacía falta apretar unos botones de vez en cuando. Ya era casi de noche. El cielo seguía lluvioso y negro pero en el horizonte se advertía un resplandor naranja. Mañana va a salir el sol, dije. Tomamos la leche en silencio, comimos tostadas con manteca. Por la vereda ahora pasaban unos planetas y galaxias, lentos y majestuosos. Él no aparecía. No hablábamos, mi hermano y yo, mientras continuaba el viaje. Se me ocurrió que a lo mejor no lo encontrábamos, que no volvía nunca y que mi duelo con él se perdería para siempre. Pensé que tal vez sería lo mejor.
Mamá se levantó y vino a vernos. No dijo nada. Corrió algunos controles del tablero y se sentó. Se sirvió una tostada y se puso a mirar por el ventanal. Era noche plena.
¿Vos preparaste la leche?, me preguntó. Le dije que sí. Las tostadas están ricas, dijo, y sonrió. Mi hombrecito, agregó. Pero yo no hubiera querido escuchar que me llamaba así, porque sabía que eso la iba a hacer llorar; aunque quién sabe, a lo mejor era otra vez por el hermanito. Lagrimeó un poco y estuvo a punto de repetir aquellas palabras, pero yo la interrumpí. Le dije que más bien yo era como ella, que no quería ser el hombre de la casa, porque él no estaba nunca y además yo había preparado solo la merienda, así que ahora era más bien como mi mamá, porque cuidaba a mi hermano, la cuidaba a ella y también al hermanito que venía, aunque no siempre pensara en él.

No importa que ella no haya dicho nada, que se pusiera otra vez a mirar por el ventanal para ver si él venía o no. No vendría, yo estaba seguro. Y si lo hacía, no lo dejaríamos entrar a la nave nodriza. Después de todo, el capitán de esa nave era yo. 

16 de agosto de 2016

Bartleby, el escribiente, de Herman Melville

Suelo pensar, cada vez con mayor insistencia, que, de todos los modos de resistencia posible, el de la resistencia pasiva es el más corrosivo. Se trata simplemente de devolver la “genitleza” del mundo que habitamos, creado absurdamente por el absurdo ser que somos, con todo lo que él mismo tiene de violento. Bartleby, el escribiente de Melville, pertenece a este tipo de sujeto que no sólo no colabora, sino que, en esa declinación aparentemente amable y hasta culposa, reparte agresividad a un lado y otro. Varias veces me pregunté por qué el narrador de este relato no golpea a su empleado. Yo lo habría hecho. Sin embargo, la genialidad del amanuense está en saber que su jefe, como representante acabado de este mundo feroz -que finge no serlo-, no se permitirá violar lo que su racionalidad proclama. El jefe defiende el orden en el que cree, cuida las fronteras que ese mismo orden ha fijado, para que nada de su naturaleza falaz se desborde dejando ver su rostro más real. Bartleby es un genio de la exasperación y eso lo convierte en una especie de héroe silencioso. No es absurda su conducta, sino verdadera. Quiero decir que hay más verdad en su acérrima negativa que en su inofensiva apariencia. En realidad, el escribiente es en sí mismo la prueba cabal de que todo aquello por lo que muchos han dado y dan la vida es un error. No es necesario hacer ninguna proclama, levantar ninguna bandera, realizar ninguna acción: sólo hace falta negarse a colaborar. Incluso su negativa machacona “Preferiría no hacerlo”, repetida hasta el hartazgo, es una obra maestra de la resistencia, porque no es sustractiva, no se escapa Bartleby de aquello que no hará, declara simplemente su elección, y si su jefe no lo insta con una orden directa del tipo “No me importa lo que prefiera usted, hágalo” es justamente porque si lo hiciera acabaría convirtiéndose en el monstruo que todos estamos siempre a punto de volvernos. Ese es el mundo donde vive Bartleby, un mundo de seres infinitamente violentos, infinitamente solos y absurdos. La nuestra no es una época menos feroz e insensata, es una época que ha disfrazado los actos más atroces con discursos de libertad, de igualdad, de amor por la vida, y que se complace en obsequiar muerte a todo lo que se le oponga; pero tal vez nos queda la prerrogativa del amanuense de Melville, la del que no se enfrenta, sino que elige, bajo todo punto de vista, no colaborar. Siento al desdichado Bartleby como el ejemplo acabado de una inacción hiperconsciente y destructora. Tal vez sea la inacción lo que necesita el mundo para finalmente derrumbarse. Y si alguien piensa que la muerte final del escribiente es un juicio del propio Melville sobre su personaje, sólo cabría recordar que la muerte de Bartleby no es menos muerte que la de cualquiera de nosotros, no menos fatal, no menos solitaria.