¿Qué atracción especial sentimos los porteños por esos lugares poblados de mesas donde se sirve café y alguna minuta y que, antes que desaparecer, se multiplican a un ritmo lento pero regular? Todas las manifestaciones de fervorosa adhesión a la causa de los bares antiguos señalan algo simple y rotundo: la defensa de la memoria colectiva.
El café –el bar, más precisamente- es el espacio de la circulación y el intercambio. Circulación de la palabra, intercambio de ideas. Se trata de un ámbito de afirmación de la identidad ciudadana y por lo tanto, ¿cómo no defenderlo cuando se lo siente peligrar ante el avance de ese “crecimiento urbano” que más que construir destruye? Porque si de algo se puede estar seguro es de que la urbanización avanza con completo olvido del valor simbólico de lugares específicos de la ciudad..
De este atropello del “progreso” ciego sabemos bastante los argentinos en general y los porteños en particular. Existe una práctica recurrente en la historia de la ciudad: la borradura de huellas del pasado. Basta recorrer el casco histórico de Buenos Aires para darse cuenta de que no abundan los edificios verdaderamente históricos. Quiero decir, aquellos que tendrían hoy la edad del Cabildo. El caso de la Recova es el más conocido, pero también el del fuerte, símbolo, si los hay, del propio origen. Cuando el Estado Nacional se constituye definitivamente, es decir a partir de la década del ochenta del siglo diecinueve, la ciudad es sometida a un increíble proceso de modernización, insólito tanto por la desmesura edilicia como por el tiempo récord en que se llevó a cabo. Martínez Estrada ha dicho que en Buenos Aires “la velocidad es una taquicardia, no una actividad”; pues bien, esa fuerza ciega se preocupó por el parecido visual con Europa, sin que eso implicara otro tipo de semejanza. La ciudad se convirtió pronto en una escenografía antes que en una realidad consolidada. Buenos Aires es, en muchos sentidos, una fachada.
Y la fiebre transformadora no se limitó a aquellos años. La construcción caótica de torres y rascacielos, la conversión de edificios históricos en shoppings y las neo-denominaciones barriales –con un Palermo que quiere convertirse en un tumor en la cabeza de Goliat- , muestran a las claras que vivir en Buenos Aires se parece menos a habitar una ciudad de casi cuatrocientos años que a vivir en un espacio que requiere de un permanente ejercicio de la resistencia. El resultado es una megalópolis donde la mayor constante es la insólita combinación de sus diferencias formales con persistencia de viejos malos hábitos. Martínez Estrada (otra vez) es contundente: “Lo que no han podido derribar en Buenos Aires son los monumentos más antiguos que el Cabildo, el Fuerte y la Recova; por ejemplo: los baldíos.”
Pero volviendo a aquellos años en los que la República Argentina misma era una novedad, digamos que los mismos que impulsaron ese vertiginoso camino de transformación fueron sensibles a la compulsiva transformación de Buenos Aires. En Buenos Aires desde setenta años atrás, José Antonio Wilde intenta ya salvar del olvido lo que hasta hacía unos pocos años constituía la imagen cotidiana de la ciudad. Es el rescate para la memoria de espacios urbanos que definen a una determinada clase social porque en ellos se desarrollan diversas prácticas cuyo valor simbólico construye una identidad.
Pero Wilde no fue una rara avis, la misma actitud puede leerse en Santiago Calzadilla y su Las beladades de mi tiempo, o en Lucio V. Mansilla y su Retratos y recuerdos, lo que da como resultado el reconocimiento de específicas prácticas de socialización portadoras de sentido para una clase determinada, en este caso la oligarquía terrateniente. Esas prácticas tienen su desarrollo en ámbitos también determinados: el teatro, el hipódromo, el club, las casas de buena familia. El lugar que ocupaba el café era otro; era principalmente la escala obligada a la salida del teatro, como el mismo Wilde comenta en otro capítulo de su libro delicioso. Ser parte de la elite significaba poder circular de pleno derecho por determinados ámbitos urbanos.
Después de primer Centenario, la llegada de Yrigoyen al poder significó la entrada de una nueva clase social en la vida política nacional. Una clase que venía formándose desde hacía muchos años pero que aún no había logrado adquirir la suficiente entidad u organización como para ser reconocida como activa participante de la vida nacional. Esto significa que en los años previos se fue conformando como clase a partir de nuevas prácticas sociales que comenzaron a brindar espacios de reconocimiento (el huevo o la gallina: prácticas que se establecen en lugares o lugares que engendran prácticas). Si el lugar de encuentro de las elites era, durante gran parte del siglo XIX, el Salón distinguido en donde se llevaban a cabo las famosas tertulias y, con el advenimiento de la generación del ochenta, ese espacio se traslada –masculinizándose incluso- hacia el Club, las nuevas mayorías encontrarían en el estadio de fútbol y en el café, espacios semejantes.
El tango con toda su mitología urbana se encargaría de incorporar esas nuevas prácticas y espacios de encuentro público a su temática, en la que tanto el fútbol como el café ocuparían un lugar privilegiado (El caso del hipódromo quizá sea levemente diferente, en virtud de su prosapia señorial).
La década de 1920 constituye un momento clave para comprender por qué el café se tiñe de los atributos de un romanticismo literario que perdura hasta nuestros días. Por aquellos años se desarrollaba en Buenos Aires una de las más clásicas disputas estéticas, en un país que no tuvo tantas. Los grupos de Florida y Boedo se enfrentaban y trataban de imponer sus propias concepciones artísticas de vanguardia sin sobresaltos. En realidad se trató de un enfrentamiento entre dos clases sociales: una, tradicional, de pasado fuerte, que trataba de renovar su sensibilidad para mantenerse vigente; la otra, recienvenida, descendiente “de los barcos”, que luchaba por instalarse en el campo literario, como hacía poco se había instalado en el campo político. Probablemente sean los poetas de aquellos años los que elevaron al café a la categoría de cocina literaria y cultural. La poesía de Girondo, la de Gonzáles Tuñón, la de Nicolás Olivari y Álvaro Yunque, así como, posteriormente la de Baldomero Fernández Moreno, hicieron del café el lugar de los poetas y de la poesía por excelencia.
Y Discépolo hizo el resto: convirtió el café en “lo único en la vida que se pareció a mi vieja”, “la escuela de todas las cosas”, el que da “en oro un puñado de amigos”.
En los años ’60 el café se convertiría en el lugar de las discusiones políticas que desvelaban a los estudiantes universitarios y a los intelectuales de toda línea. Ya estaba consolidada su función de usina cultural y no sorprendió a nadie que el primer tema del rock Nacional tuviera su origen en el baño de La Perla del Once.
Los años ’80 fueron pródigos en Snack Bar(es), los ’90 en Pizza Cafés, esta primera década del siglo XXI prolifera en Resto Bar(es). No importan demasiado los cambios de denominación, el ámbito mantiene, pese a los cambios inherentes a cada época, pese a la multiplicidad de los grupos o tribus, casi intacta su impronta de agón porteño, de lugar en el que el principal tipo de comercio no es material sino lingüístico.
Sentirse perteneciente a una ciudad es poder participar plenamente de diversas experiencias específicas y de recintos en los que se desarrollan y adquieren densidad simbólica; esas experiencias son múltiples y conforman un verdadero índice de pasiones porteñas que el café alberga: la conversación, la lectura, la confesión, el debate estético, la discusión ideológica y la polémica futbolística, la rememoración de tiempos pasados, las dificultades y peripecias de la seducción, la escritura, la conspiración, la contemplación, el silencio, la espera.
En una Buenos Aires que corre y se acelera permanentemente -sin que eso signifique ir a ningún lado en particular- resistir significa, entre otras cosas, desacelerar; no detener, en una actitud simplemente conservadora, sino permitir que las transformaciones se vayan produciendo a un ritmo lo suficientemente moderado como para digerirlas, comprenderlas y asimilarlas, de modo que queden incorporadas a la propia identidad como nueva faceta y no como un maquillaje fugaz que impide alguna vez mirar bien frente al espejo qué rostro es el que se pinta.
Tomemos un café y hablemos. Lo demás huelga.
(Publicado en la revista Espereando a Godot nº 16)
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