Muchas veces me he encontrado, como profesor, con angustiadas preguntas acerca de los libros, que los alumnos más inquietos hacen casi siempre: ¿Cómo lo analizamos? ¿Por dónde comenzamos? ¿de qué nos “agarramos”? permítanme comenzar esta pequeña reflexión con el relato de una experiencia personal. Cuando era chico, no mucho, ya un pre-adolescente, leía poco. En realidad estaba siempre rodeado de libros, me encantaba apilarlos, hojearlos, ponerlos en el estante que había en mi habitación. De algún modo los leía, quiero decir, al menos hacía una lectura fragmentada. Elegía, digamos, un libro de carpintería –había esas cosas en mi casa- y me ponía a leer tratando de llevar a la práctica lo que allí podía aprender. El resultado era generalmente desalentador, por lo que cada vez más me sumergía en las páginas polvorientas de esos libros que habían pasado por la experiencia del polvo eterno de las casas en construcción (como lo fue la mía, durante todos los años que la habité, hasta que se vendió). De manera que a medida que pasaba el tiempo y las actividades manuales –a las que mi padre me incitaba con una vehemencia algo exagerada- iban revelándose imposibles para mí, los libros fueron ganando como quien dice terreno sobre cualquier otra actividad. Ahora bien, como dije, yo no era de leer demasiado, al menos no en el sentido estricto del término. Se supone que un lector es alguien capaz de pasar horas delante de un libro. Podía pasarme muchas horas delante de muchos libros, tocándolos, oliéndolos, leyendo fragmentos que me hacían fantasear. Nada de sistematicidad, nada de disciplina. Un mero contacto físico con la materialidad del papel y el cartón y las letras impresas. Una vez mi abuela nos regaló – a mi hermano y a mí - cuatro libros juntos. Se trataba de la primera entrega de la colección Mis libros, que comenzó a salir por los comienzos de los años ochenta. Era la primera vez que me regalaban libros así. Mi papá compraba a veces libros de cuentos para nosotros. La mayoría de ellos los conseguía de los vendedores ambulantes que subían al tren en el que viajó dos veces por día, seis días a la semana, durante más de treinta años; de manera que esos libros no eran de los que uno consigue de primera mano, en librerías del centro o en librerías a secas, sino saldos, libros descartados por sobrantes, esos que ya no se pueden vender en ningún local más o menos decente porque han dejado de ser requeridos por los compradores, al menos en la cantidad que toda editorial espera para cerrar con ganancia sus números. Esos libros llegaban a veces a mis manos y para ser sincero a mí me fascinaban. Por supuesto, mucho antes de saber leer me fascinaban. Pero los libros que aquella tarde mi abuela nos trajo (ella cuidaba que a sus nietos no les faltara nada, nada de lo que a ella le faltó posiblemente de chica -libros, entre otras cosas, aunque es casi seguro que los libros no fueran algo de lo que ella entendía-, así es que semana a semana, los lunes sin faltar uno solo, venía a casa, desde San Isidro, donde vivía y trabajaba, en la casa de una familia rica, cuidando a un enfermo crónico), los que nos regaló, entonces, fueron para mí el primer contacto físico con libros “de verdad”. Quiero aclarar que esa denominación respondía a la idea de que un libro era tal sólo si tenía una cantidad considerable de páginas y si las ilustraciones ocupaban en él apenas un lugar subordinado. Eran cuatro, como ya dije: El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle; El rojo emblema del valor, de Stphen Crane; Las minas del rey Salomón, de Henry Haggard y Primer amor, de Iván Turgeniev. Eran libros de tapas duras, además, lo que los volvía una posesión inestimable. Lo primero que hicimos, o hice, más bien, recurriendo a mis supuestos derechos de hermano mayor –así me los habían inculcado- fue repartir el botín. Codiciaba el libro de Haggard, porque aunque yo no tenía idea de la historia su título me inspiraba aventuras sin límites; pero también codiciaba el de Crane y el de Doyle. En suma: el único que no me llamaba la atención era el de Turgeniev, Primer amor me sonaba a cosa de niñas y yo sabía –eso sí que me lo habían inculcado, tatuado, marcado a fuego- que no debía acercarme a las cosas de niñas, porque sea como fuere acabaría convertido en una. Así las cosas opté por una solución salomónica, tal vez inspirado en el libro de Haggard (es imposible, yo no sabía entonces quién era salomón, ¿o sí?) y decidí hacer un reparto basado en cierto sentido de la simetría: los libros se apilaban de dos en dos, por tanto, cortando el nylon por el medio tendríamos dos parejas de libros justamente repartidos: El mundo perdido y El rojo emblema del valor, por un lado; Las minas del rey Salomón y Primer amor por el otro. Mi hermano era más pequeño y aunque protestó por la parte que le había tocado –encima el libro de aventuras y debajo, como oculto, el romántico- no tuvo chance de oponerse al dictamen de sus mayores, en este caso yo. Así que me quedé feliz con mis libros bajo el brazo, pergeñando el modo de apropiarme lo antes posible del que se me había escapado.
1 comentario:
Me encantó...como decidiste por ser mayor, jaja!
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