Hoy descubrí algo de mí. Recordé las achiras de mi casa de infancia. Hoy no se ven mucho pero entonces en casa estaban por todas partes. Mamá las regaba amorosamente y yo no entendía cuál era la fascinación que le provocaban, siendo, como son, plantas que parecen de pantano, de colores brillantes que
no compensan su aspecto inculto, de cebolla silvestre. Las regaba, mamá, siempre callada, con una concentración especial. Ese silencio, pensaba yo, es más pronunciado frente a las achiras que en cualquier otro momento. Porque mamá siempre habló poco y mal, cambiando irritantemente las palabras, agregando consonantes como si fueran condimentos; pero su silencio era ceremonial frente a esas flores desgarbadas. Mirándolas, yo pensaba que también a mí me sorprendían, aunque me parecieran horribles y no entendiera el secreto de su nombre ¿por qué llevaban uno tan feo? ¿no era suficiente con su aspecto de verdura? Achiras.
Durmió más de treinta años la pregunta, pero volvió esta mañana, de golpe, con las achiras de mi casa y mi mamá regándolas. Achira proviene del quechua, y significa “estornudo”, y más estrictamente palabra incontenible que se comparte, es decir relato.
La vida es literatura. Mamá había llenado el patio de achiras, rojas, amarillas, naranjas. Las regaba callada, para mí.
Papá, gran conversador, no era afecto a las plantas.
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