I
No ocurre con frecuencia,
pero a veces los opuestos encuentran zonas de contacto, puntos del
tiempo o del espacio donde riman, y comprueban que son frágiles
después de todo, los opuestos, y que un instante desarma para
siempre la seguridad empecinada en que se mueven.
Por ejemplo Abril,
usualmente frío y húmedo, de pronto da lugar a una sutil
primavera, que sorprende al otoño de corales hojitas. Un soplo
venido desde dónde, que altera la declinación de las cosas con
alientos de ascensión.
Así, el frente de las
casa de las Jorgelinas reverdece también por unos días y demuestra,
a quienes las conocen, que coincidencias hay siempre, y que por más
que ellas se odien, ese remedo fugaz de Octubre les ha puesto en sus
jardines colores parecidos.
Viven una enfrente de la
otra y las dos se llaman Jorgelina. Angosta como un canal, una calle
de tierra las separa. Y mucho más. Hace años que no se dirigen la
palabra, ni se cruzan, si pueden evitarlo. En esa cuadra, la
rivalidad que las enfrenta ha fundado una geografía peculiar, y los
vecinos consideran que es mejor dejar en paz ese inestable país.
Nadie sabe bien de cuándo
viene la disputa, ni conocen los motivos. La versión más difundida
habla de un trofeo masculino, impreciso y que nunca nadie vio. Las
dos vivieron solas desde siempre, y si han tenido ocasionales
romances, sólo algún afortunado supo de ellos. Pero el rumor del
hombre disputado no es creíble: hay muchos años de diferencia entre
una Jorgelina y la otra, al punto que las llaman, por la zona, para
distinguirlas, la “Jorgelina joven” y la “vieja”. Pura
exageración: no llega a los cincuenta la Jorgelina vieja, ni la
joven está por debajo de los treinta. Pero las conocen así.
No hubo nunca acercamiento
entre las dos, salvo la pelea de una vez, en medio de la calle y a la
hora en que todos podían verlo.
La Jorgelina vieja lleva
apellido inglés y en sus costumbres trasluce la flemática actitud
que describen las novelas francesas; y la joven, nieta de franceses,
se ríe a buen volumen, y seguido, y conversa exagerando
gesticulaciones, como dicen y describen los ingleses en sus libros.
En suma, puede parecer un poco antojadiza como idea, pero algunos
imaginan que algo, anudado en la Europa de otros siglos, sigue
vibrándoles por dentro, como una cuerda tensa que hace oír su
propia nota.
El modo de ser de cada
Jorgelina se traduce en un comportamiento coincidente. La vieja, por
ejemplo, recibe pocas visitas, y cuando alguna aparece, lo hace sin
estridencia; a lo sumo, esa tarde la pasa acompañada en el jardín
delantero, conversando con el huésped sorbiendo tazas de té. No
trabaja y no se sabe cómo se mantiene. La joven, en cambio, que es
empleada en algún lado, lleva vida menos silenciosa: recibe a sus
amigos como se reciben las tropas victoriosas. Esas tardes, el
bullicio se escucha hasta la noche y a la hora de marcharse lo hacen
todos con el ánimo encendido por el vino que descorchan. Pero, para
ser justos, el tiempo ha menguado las visitas de la una y de la otra,
de manera que hace mucho que las dos pasan los meses a solas, la
joven ocupada en su trabajo, la vieja en labores hogareñas.
Una sola vez, como se ha
dicho, se enfrentaron cuerpo a cuerpo en el medio de la calle. Fue a
una hora concurrida y resultó inolvidable el espectáculo. Cómo
empezó, nadie lo sabe, pero todos recuerdan la manera en que las dos
se trenzaron en combate y los insultos bien pensados que se dirigían
mientras, en la tierra, dominaba una a la otra, y la otra a la
primera, en una danza de rudeza memorable. La pelea atrajo a hombres
y niños y mujeres, que prefirieron observar a la distancia mientras
ellas, de las mechas, tironeaban con furor y sus cuerpos apretados
turbaban a los jóvenes. Fue curioso observar a aquellas dos mujeres,
por lo común reservadas, deshacerse en palabrotas y en sudores
inciviles.
Pero, salvo esa
ocasión -que terminó cuando alguien se abalanzó a separarlas-,
no se han cruzado; y hoy se evitan a conciencia. Se espían, a lo
sumo. Así el odio se renueva, apacible en lo exterior, pero
obstinado como las estaciones.
II
Esta noche, la vieja
Jorgelina, en su rutina de mirar por la ventana, ve a la joven llegar
del brazo de un hombre elegante. No se asombra para nada. No es la
primera vez que la otra hace sus cosas en casa, con completo
desprecio del buen tono. Al menos lo hace de noche, amparada por las
sombras, piensa la vieja, como ella misma lo ha hecho algunas veces,
cada vez con menos frecuencia y casi nunca en los últimos años.
Reprime Jorgelina una envidia en gotas, dentro del pecho. Hace tiempo
que no retoza con un hombre; algunos recuerdos placenteros se le
agolpan. A veces quisiera tener menos respeto por la opinión de la
chusma. No se siente vieja para divertirse con un joven bien dotado.
Al contrario, si debe ser honesta con sus convicciones, sabe bien que
esos momentos, desde hace rato sólo fantaseados, serían ahora más
intensos que los de antes. Algo de su propio cuerpo, que empieza a
decaer, se le antoja ahora más deseable que el de épocas pasadas.
Pero lo cierto es que la
joven ha vuelto a casa con un desconocido, alto y elegante, maduro,
según puede notar la Jorgelina vieja; un hombre que ha de andar
rondando los años que ella tiene. “Un viejo”, se dice,
exagerando, “un viejo verde con plata”, se inventa. Va
hacia el cuartito del fondo, donde tiene el escritorio. Se sienta,
abre el cajón, saca un cuaderno. Revuelve
un poco en una cartuchera y toma una pluma, con la que empieza a
escribir:
Esta noche viene del
brazo con un viejo. Puta hay que ser para esconderse en las sombras.
Puta, digo; y puta es la palabra. Los billetes del otro van a
cubrirle la cama. Dinero, pobrecita, y no amor, y acaso ni deseo. Ni
ganas de coger porque no puede sentir eso, estoy segura. ¡Por puta!,
diré hasta la saciedad. Un macho puede dar placer, y cómo no. Y
mucho se parece el placer a la felicidad. Pero cuando una verga de
hombre decidido es manija para abrir una caja de caudales, es fría
como un picaporte a la intemperie. Triste, pobrecita, de tan fría. Y
encima la de un viejo. Manija de goma blanda, que da hasta asco
agarrar fuerte…”
Se detiene un momento,
pensativa. Retoma, luego, con una sonrisa y continúa armando frases
que la divierten. Lo hace siempre que la otra se aparece con alguna
novedad. La vieja registra todo en su cuaderno para leer después y
reírse sola; de la otra, que es imbécil hasta lo ridículo, y
también de las palabras que ordena en los renglones y en las que
ejercita una poética del desprecio. Escribe hasta bien entrada la
noche. Varias páginas de letra prolija. Cuando se cansa se acuesta.
Agotan también los placeres.
III
La joven sabe que la otra
la espía por las noches y que la ha visto llegar muy tarde con su
amigo. Pero no le da importancia. En qué puede afectarla una mujer
resentida y envidiosa que, si alguna vez los tuvo, ya habrá olvidado
a los hombres, tan ocupada como está en mofarse de ella y fisgonear.
Esa mujer, piensa la joven, se retuerce de rencor cuando la ve volver
acompañada. Algunas veces piensa formas de hacerle llegar los
gemidos que profiere con sus machos, los chirridos de la cama donde
ella se solaza. Y ahora más, que ha conocido a un hombre de verdad
que de verdad la quiere. El primero de muchos que le da todos los
gustos. Qué le importan a la joven los compromisos civiles de su
amante, sus dos hijos y su esposa no son asunto de ella, que por
primera vez se siente enamorada. Escribe algunas noches en la libreta
nueva que ha comprado especialmente para los arrebatos románticos.
Anoche estuvo él y me
dijo que me amaba. Lloré y estoy llorando todavía de emoción. Los
hombres que no expresan lo que sienten de inmediato, los que callan
muchos días con recelo, y se abren al final, como portones de un
castillo antiguo, son los hombres que no mienten. Quisiera en este
mismo instante gritar mi alegría, como de primavera, que llega,
germinal, en este abril muy poco frío. Gritárselo a la otra, a la
malvada, que odia el amor y de cuya soledad me río...
Sólo nombrarla es ya
enfadarse. Cierra la libreta cuando la vieja se cuela en los
intersticios de las oraciones. La aborrece, en el fondo, sin motivo,
o al menos sin razones que ella misma pueda ver, pero pensarla sola
como un perro le provoca sosiego; aunque tal vez deba admitir que la
otra le da miedo, porque parece juzgarla con varas que son de la
experiencia. Quizá teme ser un día ella misma la odiadora del amor.
Pero aparta esas ideas como podría espantar un olor feo, con las
manos agitándose en el aire.
IV
La Jorgelina vieja ve que
bajan un piano de un camión. Se ríe por lo bajo. Ahora se le ocurre
a la otra, piensa, aprender música. Imagina ya los ruidos
fastidiosos que los dedos torpes de la joven arrancarán al
instrumento, como las manos del verdugo al torturado. Pero esa misma
noche es otra cosa lo que oye. Música que invade los rincones de su
casa a oscuras. Es el hombre de la otra el que ejecuta melodías
arrobadas, incluso, a ratos, de sobreactuada pasión.
Resulta ahora que la
puta se hace coger por un pianista. Y martirizan mi noche con música
insufrible. Preferiría escucharlos jadear sobre el colchón. Al
menos así inspirarían mi cama. Puta y romántica, según se oye.
Nada peor.
Pasan varios días y la
vieja Jorgelina se acostumbra a las veladas musicales de la otra. El
otoño está en marcha; el frío ha vuelto y las flores, que la brisa
hizo estallar en los jardines, se marchitan despacito. Una nostalgia
dulzona asalta a Jorgelina, la vieja, cuando enciende el hogar; no le
importan los falsos leños de piedra sin cenizas y las llamas, como
de cocina, azules; algo que le viene de muy lejos, de otras
latitudes, la hace sentirse más diáfana. A la luz del fuego escribe
sus diatribas contra la joven con alegría infantil. Casi no cena en
estos días, o cena frugalmente, y se queda hasta muy tarde leyendo o
escribiendo.
Una de esas noches,
después de las once –ha visto llegar a la joven con su amante-,
oye gritos en la calle. Sobresaltada deja sus cosas sobre una mesita
y corre a las persianas indiscretas. Nada ve, sin embargo, en la
vereda; ni tampoco en la calle. Pero los gritos persisten y la vieja
comprende que vienen de la casa de la otra. Grita la Jorgelina joven,
pero no de gozo, y se oyen cosas que se caen. Alguna discusión,
piensa la vieja. Aguza el oído para distinguir las voces, para ver,
como en un texto, lo que dicen.
Pero es difícil: son nítidos los gritos
pero las palabras, borrosas. Azorada, como frente a una sorpresa,
vuelve a sus quehaceres. Tan pronto, piensa, y ya el romance
desencadena en batalla. Una consternación inesperada la asalta
mientras vuelve las páginas de un libro, unas preguntas sin forma se
le agolpan. Quiere reír como cuando la otra es grotesca, quiere
pensarla con desdén de mujer que ha visto mucho a lo largo de sus
años. Pero acaso la hora y el tedio de la páginas que lee –no ha
de ser otra cosa, se repite- le impiden dibujar con los labios la
mueca satisfecha. Se va a dormir de inmediato, como enojada con la
noche.
A la mañana siguiente el
cielo está nublado. Hay una niebla débil que borronea las cosas. La
vieja Jorgelina se despierta, acaso porque un frío repentino entra
en la casa. Mientras prepara el té mira la hora. Está a tiempo aún
de ver salir a la joven con su amante. Una súbita curiosidad la
invade. La llama la ventana. A través de la delgada luz de las
persianas, espera que se abra la puerta de la otra.
Pero la ve salir sin él.
Lenta, como evaluando si no ha olvidado nada, la Jorgelina joven
cierra con llave y camina hacia el portón. La vieja se sorprende
nuevamente cuando la ve con ese enorme par de lentes tan innecesarios
en la mañana plomiza. La joven sale con apuro, mirando los pasos de
sus pies, se sabrá mirada a través de las rendijas, y tal vez
sienta vergüenza por la hinchazón de su cara. Pero la vieja no
atina más que a contemplarla, el paso humillado y rápido. No piensa
nada y vuelve a sus tareas ordinarias. Su imaginación, a diario tan
frondosa, está callada.
El amor está plagado de
vaivenes, así que algunos días pasan hasta la vuelta del amante. Lo
sabe la vieja que espía todo el tiempo. Regresan por la noche las
músicas dulzonas, y acaso algunas risas se escapan de la casa de la
joven. La vieja Jorgelina está expectante. Ha pasado días y días
en silencio. Duerme la pluma junto al cuaderno, que no ha vuelto a
abrirse. Hay un malestar sin nombre que la viene trabajando sin que
pueda deshacerse de él: el asombro –si debe ponerle un nombre- de
no sentir nada; ella, que a menudo se solaza en su propia ebullición,
que descarga sus pasiones por escrito, ahora, está extrañada de ese
mismo asombro que la ha vuelto mineral. Mientras la música en la
casa de la otra vuelve la noche más otoñal que nunca, ella espía.
Se siente de pronto ante una inminencia que no quiere definir, pero
que es casi visible.
Cesan la música y las
risas sin aviso. La luz es tenue en la casa de la joven y apenas
ilumina desde dentro las cortinas. Hay sombras que se mueven, de
pronto, con urgencia; de un lado a otro las sombras hacen gestos o
movimientos con los brazos. Silencio, pese a todo. Entonces se oye
claramente el estallido de un vaso, o algo parecido, contra el suelo;
y golpes de madera y cosas que se caen. Hay una calma breve donde no
se escucha nada. Y entonces un gemido ahogado, y un jadeo, y golpes
que regresan ya sin la vibración de la madera bajo el puño, sino de
algo más blando que absorbe la golpiza. Y al final, un largo grito
como un trueno que desata el llanto tormentoso. Unos instantes más
tarde, la puerta de la casa de la joven se abre y sale el hombre,
tambaleándose, etílico, y gana la vereda y se pierde de vista.
La vieja Jorgelina se
pregunta si todo lo que ha oído ha sido verdadero; le llama la
atención la claridad de los ruidos a metros de su casa; le llama la
atención que nadie haya salido a ver lo que pasaba; le llama la
atención seguir atenta detrás de las persianas, inmóvil.
Baja la vista, entonces, y
dan sus ojos con sus pies. Más bien con los zapatos sin taco que usa
a diario, con los que nunca pisa la vereda. Son los de siempre, los
zapatos, y están gastados, como sabe de hace tiempo. Lo raro es que
uno es blanco, el izquierdo, y negro el otro que cubre el pie
derecho. Se pregunta en un segundo cómo ha podido equivocarse. Pero
no se responde esa pregunta sino otra que no se había formulado: el
error flagrante y atinado que le envuelve los pies le dice algo; ese
par complementario pero al mismo tiempo opuesto le hace ver cosas,
que aunque no tienen forma definida tienen peso, una gravedad que
configura un suelo firme donde sabe que empezará a pisar.
Un rato después está la
vieja Jorgelina dormida en su cama, soñando con escenas que al
despertar olvida.
V
Es la mañana y la
Jorgelina joven no va a trabajar. Dolorida y llorosa, tras una noche
difícil, muchas vueltas da en la cama sin tomar la decisión de
levantarse. Se estira bajo las cobijas evaluando las zonas más
golpeadas y extiende el brazo para tantear en el cajón de la mesita.
Saca su cuaderno, saca el lápiz, e incorporándose apenas lo abre
para escribir algunas líneas que siente dictadas por la inspiración.
Las mujeres que amamos
demasiado aceptamos sufrimientos intolerables. Es el precio de
entregarnos plenamente, de abrir el alma y el cuerpo y dejarnos
invadir por la pasión. Pero hay hombres que desprecian este tesoro y
nos venden por amor lo que no es más que energía destructiva. Es el
desengaño mordedor ¡Bienvenido! El tesoro despreciado ha de
guardarse para siempre, bajo quinientos cerrojos.
VI
Una puta que no vende a
buen precio lo que ofrece ni siquiera puede ser llamada puta, mujer
de culo fácil que los hombres aprovechan y usan igualmente con
desprecio, con el desdén que se siente por las gangas. No hay, para
mujer, mayor ofensa que ser tenida por desesperada, famélica
buscadora de vergas a las que recubre de palabras floridas como de
colonia barata, cuando lo que necesita no es más que un buen macho
que consuele la comezón de la entrepierna, y le valiera más
recubrir esa espada con la funda lubricada de la concha que con
poemas de a centavo. Indigna la mujer que no se vale. Me ofende el
cuerpo.
La vieja Jorgelina cierra
el cuaderno y se va a la cama, tensa, como si hubiese discutido
largamente. Y aunque piensa que será noche de insomnio casi
enseguida se duerme. Ha pasado el día inquieta, yendo por la casa
sin salir ni al frente ni al fondo. Aunque no haya mirado hacia la
casa de la otra sabe que hoy se ha quedado. Hasta un momento antes de
acostarse no había vuelto a abrir el cuaderno. Ese estarse
intranquila le ha impedido escribir y aún ahora que lo ha hecho le
queda, mientras el sueño profundo la gana, la sensación de haber
callado, de no haber dicho nada con aquellas frases que mañana sin
duda habrá de tachar.
Pero por la mañana se
siente mejor. Tal vez sea que el sol ha vencido a la niebla de las
primeras horas, y ha secado el rocío abundante; lo cierto es que
toma su té en la cocina, con la hornalla encendida calentando un
tostador, y que escucha bajito la radio. Se abriga un poco después y
sale ya al frente a ver sus plantas y murmura, como suele, halagos y
reproches cariñosos, mientras corta aquí o allá, mientras remueve
la tierra.
VII
La Jorgelina joven sale de
su casa. Los anteojos enormes y el pañuelo encarnado no disimulan
mucho las marcas violáceas. Ve que la vieja está en el frente y no
quiere que la mire, no quiere que le duelan las heridas con la mirada
de odio que la vieja Jorgelina le dispara siempre. Quiere marcharse
rápido al trabajo y olvidar: las malas noches, la soledad, el odio
del mundo y de la otra, su pianista que a pesar de todo aún quiere.
Pero la vieja levanta la
vista y la mira porque ha salido para eso. Le busca los ojos morados
detrás de los lentes oscuros. Tiene una fuerza esa mirada que por
más que la joven se resista, por más que simule que no está y que
es posible tal vez pasar inadvertida, al final la vence, esa mirada,
como una línea de pesca cuyo anzuelo en la nariz misma se clavara.
Se detiene, la joven, pues, y acepta –no hay opción- los ojos de
la otra. No comprende exactamente qué le dicen, no entiende qué se
cifra en ese lenguaje invisible; no encuentra, sin embargo, lo que
espera, que es burla y desprecio nacidos como plantas de un sustrato
de odio firme. No. Como una cuerda vibra de pronto la línea de
miradas y hasta la joven llega el temblor y ahora lo ve con claridad
pasmosa. Lo entiende, en una inteligencia que lo da vuelta todo. La
vieja la mira para decirle lo que no se puede poner en palabras. Y es
una luz tan clara que la joven, un instante, se encandila. Y baja la
cabeza. Y acepta.
VIII
Porque el amor es enredado
y puede ser perverso, dos noches después vuelve el pianista. Con
rostro demacrado golpea y espera que le abran. La Jorgelina joven un
poco se sorprende. Tan alterado estuvo hace muy poco, tan cansado de
ella, como dijo, que no esperaba, francamente, que volviese. Ella lo
llamó, es cierto, pero fue sin esperanza y acaso con temor de que
dijera que sí. Lo cierto es que ahí está, llamando ahora
arrepentido a su puerta, la voz como quebrada, los golpecitos dulces
como quien a deshora despierta al ser querido. Vacila, la Jorgelina
joven. Pero vencen la sorpresa y un sentimiento inconfesable de
perdón. Al abrirle simula una dureza que no tiene. Sigue
instrucciones precisas, pero lo hace mal, porque no sabe actuar. Es
débil y piensa –aunque no quiera- que él quiere reparar con
palabras y caricias los golpes, los insultos. El pianista la abraza y
llora y se condena y se llama a sí mismo poca cosa. Si acaso ella
pudiese perdonarlo, si le otorgara, como dicen, el beneficio de la
duda, vería ella que él la ama, con un amor tan inflamado que le
arde en las entrañas. La Jorgelina joven finge una frialdad que a
duras penas es capaz de sostener. Es él, que la convence, o es ella,
que le cree. Y no pasa una hora que él ya está instalado. Y otra
más, no pasa, que ya están riendo. Ella se calla un momento y lo
mira con gravedad, porque sabe lo que tiene que decir.
Él ríe, entrecortado,
como en alegres tosecitas. Entonces ella le dice que se vaya y que no
vuelva.
Él la mira y empieza otra
vez a reírse, pero Jorgelina tiene los ojos bajos y respira profundo
aguantándose las lágrimas. La risa de él, muy rápido, pasa del
humor al desconcierto y al desprecio, y a ella se le ocurre que es
extraño que la risa sirva para cosas tan distintas. Al cabo se
levanta, el hombre, en toda su estatura. Ella no quiere mirarlo,
quiere que se vaya de una vez y que la deje hundirse en su dolor.
Pero tan brevemente como
ha reído el hombre desenvuelve una serie de argumentos sobre los que
se erguirá para golpearla, porque golpes sin motivos son de bestias
y él es hombre razonable que si pierde los estribos no pierde nunca
razones ¿De manera que ella cree que es tan fácil que él se vaya?
Y el brazo lo levanta y vuelve la mano puño.
Jorgelina tiembla y llora
y se cubre como puede. Temblor y llanto que tienen también muchos
motivos, pero acaso uno solo valga ahora. Llora y tiembla porque sabe
que ha entregado su casa para un acto reprochable que sin embargo ha
aceptado como se aceptan las cosas dolorosas pero inevitables.
Él descarga el primer
golpe. Y el segundo, y se entusiasma. Jorgelina recibe, grita y se
protege con los brazos.
IX
Vista desde cerca, la
escena tiene algo de farsa. Es raro comprobar que la imaginación
haya soñado las cosas tan precisamente. Por eso no ha salido, la
vieja Jorgelina, aún, de su escondite. Observa y es posible que un
buen humor la invada. Espera demasiado, tal vez, pero no importa; ya
saldrá de detrás de las cortinas, ya levantará el hierro pesado,
ya lanzará un insulto que tiene bien sabido. Y se pondrá a golpear
también, a descargar sobre ese cuerpo demasiado alto que ha de caer
completo sobre el suelo.
“Un desperdicio”,
pensará,”no es nada feo”, mientras apriete los dientes y se
agite y sienta cómo, golpe tras golpe, se ablanda el cuerpo caído.
“La puta llorará,
seguramente. No sabe hacer otra cosa.” Y hace su aparición.
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