8 de febrero de 2015

Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal

Marechal es un escritor maldito sui generis. Lejos de las drogas y demás excesos, con un fervor religioso por momentos santurrón, e ideas políticas acusadas, con razón, de ingenuas, se parece poco a los “malditos” que cierta crítica bendice. Y sin embargo, maldito es. Yo recuerdo que Adán Buenosayres era un libro más nombrado que leído por mis profesores de ideas nacionalistas. Había algo en el título de esa novela que los eximía de mayores precisiones. Decir Adán y, al toque, Buenosayres, era como proclamar un santo y seña. Todos debíamos saber de qué se hablaba. Esto me sucedía en el secundario, donde el impulso justicialista del rector nos arrastraba a todos por la fuerza propia de su épica declamatoria. Después, Marechal casi desapareció. En la facultad era nombrado, pero no leído. Los teatros y centros culturales del conurbano, que detentaban su nombre, desalentaban, con su aspecto, su lectura. Yo leí Adán Buenosayres cuando fui bibliotecario en la misma escuela que me lo dio a conocer y que no contaba con ningún ejemplar. Lo compré en una librería de la calle Corrientes, porque así lo creí más atinado. Al llevarlo a la biblioteca lo sellé de inmediato, porque temía robármelo inescrupulosamente (después lo hice: nadie nunca lo pidió). No sé cuántas veces leí las primeras páginas, que me parecieron de una felicidad malsana. En efecto, yo cursaba ya la carrera de letras, y la felicidad del escritor era un tema tabú, cuando no su sufrimiento. Pero a medida que avanzaba, y las sorpresas no se detenían, y la risa estallaba aquí y allá por pura picardía del lenguaje, tuve que rendirme. Me di cuenta de que no sólo estaba frente a una novela alegre y elegante, de las más refinadas que se escribieron en la argentina, sino también frente a un manifiesto retrospectivo de los años juveniles, aunque el idealismo de Marechal ahogue un poco la frescura del primer amor. Adán Buenosayres es una novela de la amistad, y más aún, de la camaradería. Los episodios de la tertulia de Saavedra y del velorio, el encuentro con Samuel Tesler y el diálogo de la Glorieta derrochan un fervor de la escritura difícil de encontrar en otros libros, incluso del mismo Marechal, que sometió más tarde esa alegría a un didactismo torpe y palabrero. Una sola vez leí la novela completa, es decir incluidos El cuaderno de tapas azules y El oscuro descenso a la ciudad de Cacodelphia. Me quedé para siempre con las alternativas de la primera parte, con esos personajes queribles, por chambones y entusiastas, que hablan la lengua feliz de la juventud, cuando ser irresponsable es un deber.

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