25 de mayo de 2008

Un impulso ciego

La noche es tibia y tranquila. Hay una luna enorme y amarillenta que cuelga del cielo inminente. Por el camino vienen ellos, tomados de la mano, ensimismados aún y con vértigo, a causa del primer beso. Son jóvenes. Niños, casi. A los lados del camino de tierra, los terrenos baldíos se suceden, erizados de cardos medio secos por el sol fuerte de los últimos días.
Son flamantes enamorados, estrenan una pasión ingenua cargada de vapores, intimidantes pero difíciles de resistir.
Ella lo conoce de años, de cuando comenzó a darse cuenta de que su propio cuerpo tenía lugares más dulces que otros. Como se dice, le había echado el ojo apenas verlo: alto, delgado, con un pelo lacio y ligeramente largo que agitaba en el vaivén de su andar. No lo supo hasta un tiempo después, pero se había enamorado. Así también, inconscientemente, fue enviándole señales, breves mensajes que rebotaban en él y volvían a ella con insistencia, hasta que supo que lo quería sólo de desear que él la quisiera; le parecía hermoso y hubiera dado todo con tal de abrazarlo y oler el perfume de su pelo.
En él fue todo mucho más repentino.





Su mamá insistía en llamarlo Edy, así, con Y griega, porque decía que sonaba mucho mejor que la latina y porque de ese modo no tenía que llamarlo Eduardo. A Edy le disgustaba un poco, porque lo hacía sentirse más pequeño de lo que en realidad era, según lo veía él. A fin de cuentas era el hombre de la casa, el que llevaba lo pantalones. Su hombrecito, decía la mamá. Y él lo creía con todo el orgullo de sus pocos años, sin importar que en el colegio hubiera chicos de quinto o sexto que, porque eran mayores, lo maltrataran; grandulones que le decían cosas horribles y que no perdían oportunidad de burlarse de él. Quién sabe: lo verían demasiado pegado a la madre y eso les haría creer que era un flojo. Pero Eduardo sabía que no era así. Si estaba tan pendiente de su mamá era porque ella sólo lo tenía a él, porque era él quien la cuidaba, quien le calentaba su cama por las noches para que ella encontrara, al volver del trabajo, las sábanas tibias; era él quien la abrazaba por las noches, tendido a su lado en esa cama enorme, cuando ella tenía pesadillas o murmuraba su nombre –nunca su apodo- inquieta y sudando.
Él era todo para ella. Era su hombrecito.
Edy, insistía la mamá.
Eduardo, prefería él.





Sin pensarlo se han ido adentrando en una zona oscura, donde la luz de la luna se pierde de tanto esquivar ramas. A ese lugar arbolado los chicos del pueblo lo llaman El parquecito; es ahí adonde van lo más grandes cuando buscan intimidad, cuando quieren que ni la luna vea lo que hacen; parejitas recientes que averiguan si son verdad las cosas que dicen lo hermanos y amigos mayores.
A ella el corazón ha empezado a latirle con fuerza; y a él, la mano, que ella tiene entrelazada a la suya, le tiembla y le suda.
Pasarán de largo, piensa ella con miedo y ganas de que no sea así. Seguirán porque apenas acaban de darse el primer beso, y aunque ella esté segura de que no fue un beso de nena, aunque se estremezca al recordar que más que sus labios le ofreció la boca entreabierta y húmeda y carnosa, ha sido apenas el primero de muchos que vendrán y que los llevarán finalmente al Parquecito, y no por casualidad. No como ahora que van a pasar por ahí por puro azar.
Se ve que él también está nervioso, con miedo y ganas de quedarse bajo los árboles con ella.





Su mamá trabajaba todo el día en el almacén del señor Correa. Temprano se iba y volvía al anochecer, cansada por el día de trabajo y por el peso de las bolsas de mercadería que eran un cuarto de su sueldo.
Pero por suerte él siempre estaba para recibirla; y también estaba cansado, por la tarea y los quehaceres de la casa y por la cena que siempre tenía lista. Mariquita, le decían los chicos más grandes; pero a él no le importaba, porque las palabras de su mamá lo hacían sentir más hombre que ninguno.
-¿Cómo te fue hoy, Edy?
-Bien, mamá. Ya hice todo.
-Abrazame y besame, amorcito mío, mi hombrecito.
Eso siguió hasta la época en que él supo que, a veces, los pantaloncitos cortos le incomodaban más que otras veces, porque había crecido y ya casi no era un niño.
Aún entonces era feliz.
Pero un día llegó a casa un hombre que se llamaba como él y que decía ser su padre.





Una nube cubre la luna y la oscuridad se acentúa bajo los árboles del Parquecito.
-Hace calor, ¿querés que nos sentemos un ratito a descansar?
-Está muy oscuro y es tarde. Si me demoro demasiado, papá no me va a dejar salir más.
-Un rato, quiero sentarme con vos.
-Bueno.
No ha podido resistirse. Él es suave y le ha hablado tan dulcemente como cuando la besó.
Teme y quiere otro beso en esta oscuridad donde quizá sus brazos no sólo la rodeen, sino además intenten otros movimientos invisibles en la noche. No sabe de dónde le viene ese deseo que por momentos es una simple necesidad de abrazarlo, de cuidarlo, de tenerlo, se imagina, dentro de ella; en su vientre como a un bebé.
-Eduardo.
-¿Sí?
-Te quiero.
-Yo también.
-¿No me vas a dejar nunca?
-Vamos a estar unidos para siempre.
Antes de que él la bese, ella ya sabe que se desbarrancarán y el miedo crece tanto que la seduce de manera irresistible.





Fue rápido y catastrófico. El padre pronto ocupó todos los rincones de la casa, como si en lugar de humano, fuera una sustancia líquida. Edy ya nunca más pudo aspirar a que su mamá en algún momento comenzara a llamarlo Eduardo, como realmente se llamaba. Eduardo era ahora él, el otro, que había vuelto quién sabe a qué, ni de dónde.
Y su mamá estaba tan cambiada. Desde que el otro apareció, no hacía más que reír con él y dejar que la manoseara.
De repente usó su cuarto –casi no recordaba haber dormido allí nunca- porque la madre ahora dormía con el otro, que ahora regresaba a echarlo a él de su lugar, de su cama que era también la de ella.
Las cosas habían cambiado tanto que ya no sabía qué debía hacer. Su habitación le parecía el lugar más frío y solitario de la casa y, si no fuera porque le llegaban durante las noches, desde el otro cuarto, los jadeos y los gritos ahogados, se hubiera juzgado completamente solo en una casa vacía.
No le costó odiar a su padre. De hecho se dio cuenta de ello al poco tiempo. Pero aparentemente, a Eduardo, el odio de su hijo no le importaba demasiado. Se había instalado en la casa y en la cama de su madre y no hacía más que leer el diario local.
No hablaba mucho.
Edy dejó de hacer todo lo que hacía. Se encerraba en su habitación y se quedaba tirado en la cama hasta que su madre volviera de trabajar, y oía los reproches que ella le hacía ahora por su falta de colaboración.
-Debe estar molesto porque volviste- oía que le decía al otro.
-Ya se acostumbrará. Cuestión de tiempo. Como lo nuestro, ¿no, chiquita?
Y luego le gritaba, además.
-¡Nene! Vení a ayudar.
Si no fuera porque su madre lo iba a odiar, arreglaría las cosas; él, que no había necesitado ningún padre, porque era un verdadero hombre, capaz de ser amado por otras.





Él tiene la boca cálida, tierna y dulce; ella tiene los labios ansiosos. De haber sabido que besar era un ejercicio tan placentero, se hubiera abandonado a él mucho antes; lo hubiera buscado sin vergüenza ni temor y le hubiera hecho saber su deseo. O tal vez hubiera probado el sabor de un beso con algún otro, con quien quisiera complacerla. Algunas amigas le habían propuesto practicar, pero a ella le parecía que la boca de un varón era suficiente para aprender. Y no se equivocaba. Su poca edad le alcanzaba para entender que hay placeres impostergables.
Se besan como hace un rato. Mejor, porque ahora se encuentran recostados sobre la hierba perfumada que crece bajo los árboles. La calidez del verano se les pega al cuerpo, que emana aromas desconocidos.
Ella siente que las manos de él la requieren más de lo que esperaba y que la buscan en zonas que sólo sus propias manos conocen.
-Me gusta-dice ella y tiembla al oír sus propias palabras.
Pero aún no tiene miedo.





Edy se había guardado el cuchillo bajo la almohada. Era drástico, pero estaba decidido a hacerlo. No podía permitir que el otro lo desplazara de la vida de su madre, de su lecho. Apenas pensaba lo que podría significar hundir en ese cuerpo odiado la hoja fría y precisa. Se dio a visiones nocturnas no exentas de heroísmo en las que recuperaba para siempre a la princesa acechada por el dragón. No importaba cuán grande fuera la bestia, ni cuán difícil el acceso a su guarida. Mil caminos podían llevar siempre al héroe al éxito de su empresa.
Gozaba esos sueños. Les temía también. En una pesadilla los rostros del dragón y la princesa eran el mismo.
Pero no tuvo ninguna de las posibilidades que se imaginaba. Nada de lo que había fantaseado ocurrió. No hizo nada porque no se atrevía. Aunque no quiso pensar que era un cobarde, que era un mariquita, que los demás tenían razón, se resignó diciéndose que debía aceptar las cosas como venían, que había chicas a las que él podía querer como se quiere a una mujer, aunque no fueran más grandes que él.
Por un tiempo, todo estuvo tranquilo. Sólo se estremecía cuando por las noches los oía retozar en el cuarto de al lado y mucho más cuando oía que ella pronunciaba su nombre. ¿El suyo o el del otro?





Eduardo la toca y ella se estremece y no sabe si dejarlo que siga o pedirle que se detenga. Pero es que es tan dulce. No importa que de a poco vaya dejando atrás esa ternura, que vaya sacándole la ropa como si quisiera arrancársela.
Ella ahora tiene miedo, porque él no se detiene y de pronto olvida la caricia y el suspiro: jadea como un animal furioso, la desgarra sin dulzura; la luz de la luna se ha ausentado por completo y él sigue, lastimándola, y ya no bastan sus pedidos ni sus quejas ni sus gritos. Él ya no oye, embiste como si portara un arma mortal, se ensaña como si estuviera desquitándose.
-Eduardo soy yo- le dice a ella que llora apagadamente, sin fuerzas ya para resistirse.
-Eduardo soy yo- le repite una y otra vez, mientras las lágrimas le corren también a él por el rostro, abundantes, amargas, despechadas.
Romina llora de dolor, al principio . Luego, no sabe.
Cuando todo termina, ella oye los ahogados sollozos de Eduardo. Ha vuelto a ser dulce y frágil y está dolido seguramente por lo que acaba de hacer y por lo que ella no pudo impedir pero que en el fondo deseaba vivamente.
Y entonces, a pesar de su dolor, de la sangre que ha brotado, se dice que debe calmarlo, cuidarlo, que pese a todo lo comprende; lo ve desvalido, sin sostén: solo; y, más allá de lo que él ha hecho, siente una ternura infinita que la asalta, tan antigua y ciega que no puede resistirse.
-Bueno, mi chiquito, mi nene- le dice mientras lo abraza y lo palmea y lo protege-, bueno, bueno...

3 de Septiembre de 2007

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esta tan loco como voz, me encanta, gracias a las muzas por entregar un poco de Cultura, gracias por demostrar que todavia existen escritores, Cuando escribis tu libro de una vez para ver si terminamos de "culturizarnos"? ja ja

Anónimo dijo...

Me estremeció tanto que no sé explicar el escalofrío que recorrió mi cuerpo al leerlo, pero cómo explicar ese escalofrío que me obligó a avanzar en la lectura: ¿será porque Eduardo y Romina me recuerdan a personas que conozco muy bien? Pero em encantó, es una contradicción de sensaciones, increíble.

Romina