29 de julio de 2008

PROYECTO DE NOVELA

El nudo



III


El último sol de la tarde se cae de una nubosa franja violácea. Queda suspendido entre dos franjas oscuras, como una bandera anómala. No extraño este lugar más que por los atardeceres de horizonte generoso y por el olor a tierra y a vida vegetal. Unos charcos menguados en medio de la calle de tierra son el recuerdo espejado de una lluvia que mañana será historia. Me invade una nostalgia de algo que no es el barrio.
Lidia dijo que estaría y no ha venido.
Tancredo ha vuelto a pasar frente a mí varias veces con sus bolsas llenas, pero ha preferido la vereda del frente, quizá para no contrariarme en mi espera inútil. Sentado en la caja del gas estuve la tarde entera. De a poco el estruendo de la luz se fue aquietando y hasta mi memoria entró en un letargo expectante que me convirtió en pura materia.
Lidia no ha venido y sin embargo su nota era tan clara. Transparente, su letra me invitaba a un reencuentro sorpresivo al que no podía negarme. La vería al cabo de pocos años largos como décadas e intentaría suturar esa herida del tiempo.
Pero estoy aquí, sentado, la espalda recostada sobre el muro irregular, y nada. Debe ser mentira que he venido a verla. Mi orgullo está más dolido que mi afecto. Ha de ser mi vulgar vanidad de varón la que me trajo. Y ella no ha venido porque siempre lo entendió todo.
Cuando entiendo esto vuelvo a desearla; por su libertad madura vuelvo a desearla; por su alegría de pájaro. Pero hay más: si esto que medito llegara a sus oídos, ella no evitaría una sonrisa tierna y compasiva.
Me quedo un rato más, hasta que las sombras del crepúsculo acaben por inundar lo que queda de luz.



Lidia vivía cerca de la plaza. Cerca del baldío al que llamábamos plaza o canchita. Era el borde del barrio: más allá había unos descampados hasta el horizonte, que nos separaban de otros barrios de nombres fantasmáticos que, de chicos, nunca visitamos. Sólo una calle mal asfaltada que cortaba esas extensiones vacías y que era recorrida por unos colectivos no menos fantasmagóricos indicaban que podía llegarse, si se tenía ganas, a un lugar diferente. Pero más bien la idea que teníamos era de que no había más mundo que éste, pequeño, conocido, vagamente entrañable, como todo lo que no se elige.
La casa que ocupaban Lidia y su familia no era de material, era una casilla prefabricada que, hasta el incendio, mostraba su piel negra de cartón embreado. Estaba sola en un terreno sin árboles, sin una alambrada que marcara sus límites, como si el campo pelado le disputara al barrio esa construcción precaria, que no se sabía si estaba yéndose de nosotros o si pugnaba por llegar.
Más de una vez, en la bruma dulzona de la mañana, sentado en un cantero cercano a la canchita, yo la veía aparecer, literalmente, de entre esa borradura húmeda, con sus cuadernos bajo el brazo, linda como la veía. Entonces me ponía, tímido, a hojear mis cosas hasta que ella estuviera cerca, para espiar de soslayo su figura delgada y endeble, que no revelaba la fuerza que después le conocí.
Yo quería acercarme a ella pero no sabía cómo hacerlo. Podía haberle hablado seguramente más de una vez, pero sabía que mis palabras debían tener una precisión que no encontraba. No me daba igual decirle que me gustaba y que quería ser su amigo –a esa edad la palabra tenía un sentido más íntimo-, que explicarle lo que realmente sentía por ella. Y si no sabía cómo decirlo era en parte porque ni yo mismo entendía qué me pasaba con esa chica tan poco llamativa, de mirada tristísima y piel tostada. Lo único que para mí estaba claro era que deseaba acercármele y, de ser posible, sin palabras, establecer en silencio una comunicación que me permitiera ver lo que había detrás de esa fragilidad que me conmovía con su belleza contenida. Lo raro era tal vez que no me importaba lo que ella pudiera ver en mí, porque de algún modo difícil de explicar, yo tenía la certeza de que la necesitaba para poder, también yo, verme.
Pero durante mucho tiempo apenas me conformé con contemplarla de lejos, como no queriendo; y llegué a percibir en su rutina un ritmo pausado como el de las ramas que la luz del atardecer traspasa, mientras se agitan mansas en la brisa aromosa; era una cadencia en la que participaban todos los sentidos como en una celebración.
Por esos días yo comenzaba mis estudios musicales y volcaba mi esfuerzo en el arduo aprendizaje del violín. Estudiaba cerca de la escuela, en la casa de don Ezequiel, violinista eximio que había tocada en importantes orquestas del mundo y que había vuelto, pródigo, a vivir sus años últimos al lugar que lo vio crecer, “cuando esto era un campo de verdad”.
Recuerdo que algunas clases, el viejo concertista, después de llenarme los pentagramas con escalas y de haber logrado que se me acalambraran los dedos y brazos exigiéndome la postura correcta, sonreía satisfecho como después de una buena comida:
-Está bien por hoy. Ahora el postre.
Y tomando su violín, sin levantarse siquiera del banquito desde el que dictaba sus indicaciones, desencadenaba algún concierto barroco que me erizaba la piel y me hacía pensar en Lidia y en el color de sus ojos.
Don Ezequiel tocaba con los párpados cerrados y se movía, rejuvenecido, como un junco a orillas de un arroyo, dando profundas inspiraciones que hacían de su pecho una caja acústica. A mí me daban ganas de llorar, por la música y por la mirada de Lidia.
Ahora que no hay más luz que la de los escasos faroles, me doy cuenta de que tengo las mejillas mojadas de lágrimas. Aunque voy a irme, le agradezco a Lidia que me haya hecho venir. Había olvidado sensaciones de aquella época. No me quedaban más que imágenes fotográficas, silenciosas y quietas. Será porque estas calles de barro fácil nunca tuvieron un violín que les dedicase, al menos, una sonata.

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