26 de julio de 2008

PROYECTO DE NOVELA

El nudo



II


Teníamos diez años cuando organizamos nuestro primer asalto, palabra hoy olvidada que usábamos para no decir fiesta, que siempre venía acompañada de “de cumpleaños”, eso era de chicos y nosotros ya no lo éramos. Pero exagero, el plural no es adecuado, el que organizó todo fue Marconi, que lo hizo para aumentar su popularidad, casi nula en esa época.
Recuerdo que fui nervioso, era un verdadero debut. Me había puesto mi mejor ropa y hasta la colonia Pibes que sólo usaba en ocasiones especialísimas.
Llegué temprano, lo cual es decir mucho, porque habíamos quedado en juntarnos a las cinco y media; el asalto duraría hasta las ocho, así que para nosotros era casi trasnochar. Temprano llegué, con una botella de gaseosa bajo el brazo, porque las chicas llevaban la comida.
Era raro ver a mis compañeros de la escuela vestidos tan diferentes de como los veía a diario. Sobre todo a las chicas, que hasta se habían maquillado. Así fue que por primera vez reparé en Lidia. No era su cuerpo lo que me llamó la atención, todavía no me fijaba demasiado en eso. Fue la expresión de sus ojos tan tristes. Tan tristes que daban ganas de llorar, pero no de compasión, sino de belleza. Era muy raro, sobre todo porque Lidia no era precisamente lo que los chicos llamarían una chica re-fuerte. Pasaba prácticamente inadvertida para todos, pero esa tarde a mí me intrigó tanto que no supe después explicar, como trato de hacer ahora, qué fue lo que más me gustó de ella. Tenía los ojos claros, no verdes ni azules ni grises, claros, tirando más a amarillo que a marrón. Llevaba, me acuerdo, un vaquero –así les decíamos- un poco gastado y una blusa rosa con hombreras que debía ser de su mamá. Y a mí me pareció, cuando la vi, que no la conocía, que la veía por primera vez y no, como era la verdad, todos los días en la escuela desde hacía por lo menos cuatro años.
Pusieron música de moda y los varones nos arrinconamos porque nadie se animaba a sacar a bailar a ninguna chica. Las chicas hacían lo mismo. La mamá de Marconi, como veía que la cosa no marchaba, empujaba al hijo para que tomara la iniciativa, como dueño que era de la casa, pero él nada. Así que cambió de estrategia y decidió hacer un juego: “Para romper el hielo”, dijo. Quería que jugáramos a la botellita, pero nadie se iba a animar a besar en público a una compañera, por lo que nos propuso que esperáramos, que ya volvía y que íbamos a hacer un juego buenísimo.
Todo ese tiempo yo me la pasé mirando de reojo a Lidia. Ella hablaba bajito con las amigas y tenía una sonrisa hermosa que no se le borraba nunca. Pero su mirada seguía siendo igual de triste y a mí eso era lo que más me gustaba, ese contraste inesperado que me daba ganas de llorar.
La mamá de Marconi salió al rato trayendo cuatro banquetas bajo los brazos y apremiando al hijo para que entrara a traer más. Íbamos a hacer el juego de la silla. La verdad que muchos se decepcionaron, porque queríamos intimar un poco con las chicas y no nos parecía que el juego de la silla sirviera para eso. Pero como por otra parte ningún otro acercamiento se producía, la mamá de Marconi se salió con la suya. De todas maneras, yo sí quería acercarme a Lidia y decirle por lo menos que se había venido muy linda, pero no quería quedar en evidencia frente a los demás, así que acepté el juego y decidí esperar otra ocasión para decírselo. Creía que con eso iba a quedar claro que me gustaba. Yo nunca le había dicho nada semejante a ninguna chica. Pensaba que eso bastaría para que ella se diera cuenta de que de repente había empezado a gustarme; y la verdad que el sentimiento era más fuerte de lo que me hubiera atrevido a reconocer, aunque ante los demás jamás habría reconocido algo así.
Recuerdo que dispusieron las sillas en un círculo enorme, tantas como chicos éramos, menos una. Esa silla que faltaba significaba un desajuste en el orden de las cosas que yo veía con claridad, sin poder explicar; era como una cornisa desde la cual cualquiera podía caer; esa incongruencia se parecía mucho a mis recientes sentimientos hacia Lidia.
La mamá de Marconi estaba contentísima con la idea de hacernos jugar; no sólo eso, quería ser la directora del juego, es decir la que decidía en qué momento cesaba la música y producía sin pensarlo una falta doble: la de la música y la de la silla, que paradójicamente daría como resultado un remanente. Ese resto sería uno de nosotros.
El tema musical que eligió no era una canción de moda, sino una muy vieja e infantil, una de cantaniños, creo. No puedo recordar exactamente cómo fue, pero en un momento yo me encontraba, al igual que los demás, dando vueltas al trotecito alrededor de la rueda de sillas, mirando permanentemente a Lidia, que no me veía siquiera. Era raro porque al mismo tiempo que giraba y estaba atento a sus movimientos delicados, al agitarse de su pelo de un lado a otro, fantaseaba con un duelo entre ella y yo; nos veía corriendo alrededor de la última silla como a las puertas de un refugio en el que sólo había lugar para uno más. Estaba convencido de que la dejaría ganar, sin hacerlo evidente; le cedería ese espacio, no por caballerosidad, sino porque así, al verla triunfante y sonriente con su eterna mirada triste, yo podría acercarme a felicitarla, a decirle que había jugado muy bien y que me gustaría darle un beso, como buen perdedor que era. Ese era el momento más oportuno, qué duda cabía, para tocar la piel morena de sus mejillas con mis labios y comenzar a soñar. Yo quería que ella ganara para poder decirle –y me estremecía de sólo imaginarlo- que además de buena jugadora me parecía muy linda.
Pero las cosas ocurrieron de otro modo y de repente la música cesó. Todos se abalanzaron sobre las sillas y yo había perdido de vista a Lidia, que no sé por dónde había quedado. Lo cierto es que la silla que me esperaba, la que debía iniciar mi duelo con ella, no sólo era la última que faltaba ocupar, sino que además Lidia –ahí fue que la vi- aún no se había sentado.
Me quedé parado, como un tonto, y ella ganó el lugar. Fuera me quedé, en la primera vuelta.
Nunca le pregunté si había pensado que yo no podía permitir que perdiera de entrada, porque la iban a mirar todos. Sus ojos tristes eran sólo para mí, aunque en ese momento tuvieron un destello de alegría indecisa. Lloré y pensaron que era porque había quedado sobrando.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Carlos, soy Diego Ortega, bibliotecario de Asunción, ex preceptor y seguidor de tu causa literaria, jaja..
El proyecto de novela me parece muy bien encaminado. Tuve el privilegio de leer otros trabajos tuyos (Lavinia, algún que otro cuento como "Los privilegios del amor", las notas en Godot, y algunas páginas de Los vasos comunicantes) y la verdad que en estos fragmentos encuentro un tono más personal y cercano a experiencias que yo mismo he vivido, porque también tuve 10 años y empecé a creer que era "grande" porque iba a los "asaltos", que para mi época, simplemente eran "fiestas", y también creí ver alguna vez ojos tristes, ojos cuyo color eran indescifrables. Esperaré con gusto los fragmentos que siguen. Un gran abrazo y nos mantendremos en contacto.