1 de agosto de 2008

PROYECTO DE NOVELA

El nudo



IV


No sé cómo el nombre de Lidia comenzó a pronunciarse en casa. No sé si la habré nombrado sin querer o si era demasiado evidente que me sentaba en el cantero para verla pasar. No sé si, descuidado, había escrito las letras de su nombre en algún papel borrador en el que garabateaba sumas o escalas. Lo cierto del caso es que de pronto en casa se hablaba de Lidia con la mayor naturalidad. O tal vez siempre se habló de ella y yo simplemente no lo había advertido, como no la había advertido a ella hasta hacía tan poco.
Los comentarios eran descuidados, como si no hubiera nada de notable en hablar de ella. Lidia era despojada ante mí, sin que lo hubiera pedido, del halo evanescente de misterio del que yo la había rodeado. Confieso que la trivialidad de las frases en las que era evocada me disgustaban de tal modo que no hacía nada por disimularlo. No quería ver en ella a una vulgar chica de barrio, con su casa humilde y su padre borracho. Para mí era casi inmaterial.
Me hizo falta tiempo para darme cuenta de que sublimarla era mi mejor excusa para no acercármele.
Le hablé por primera vez en un recreo. En poco tiempo más terminarían las clases y pensaba que si dejaba pasar la oportunidad no tendría más remedio que hundirme en la melancolía. Quiero decir que fue a Lidia a quien le hablé, no a la compañera de aula con la que había cambiado algunas veces unas pocas palabras. Para mí Lidia existía desde la fiesta en casa de Marconi. Esa vez la había recortado del grupo que formaba con las demás chicas y a partir de entonces ella se me apareció como iluminada entre las demás, de forma que las otras pasaban a ser, cuando la veía entre ellas, figuras más o menos borrosas que enmarcaban a la que yo miraba.
Ese recreo memorable nadie había querido salir del salón, porque caía una llovizna insólitamente fría para esa época del año. La maestra había organizado la cosa trayendo unos juegos de mesa y agrupándonos para que nos entretuviéramos sin gritar. Pero yo había querido ir al baño y salí a la arenisca húmeda que apenas mojaba pero cuyo frío era lo primero que la cara y las manos sentían.
Cuando volvía al aula, atravesando el patio sucio de barro líquido, vi que Lidia estaba de pie junto a la imagen de Santa Rita, cruzada de brazos, como esperando. A mí se me aflojaron las piernas al verla, porque me inventé que quizá fuera a mí al que esperaba. De cualquier modo hube de borrar esas ideas para tener el valor de hablarle. Era raro verla junto a la estatua de la Patrona de los Imposibles, la santa que da pero también quita. Lidia parada llorando cruzada de brazos, como una réplica en miniatura de Santa Rita, pero no en actitud de ruego, sino de resolución. Me acerqué y le pregunté si le pasaba algo, y no me importó ser obvio. Se quedó mirándome fijo y yo me estremecí, porque noté en sus ojos algo que hasta entonces no había advertido: más allá de su tristeza bella, más allá del claro resplandor de miel de sus ojos, no había delicadeza, ni fragilidad, ni ningún atributo del cristal, sino una firmeza de tótem, de pila de roca que hundía en la tierra su base.
Pero quisiera ser lo más preciso posible: no era dura la mirada de Lidia, sino honda y llena de intermitencias de otra edad, de una madurez que no se correspondía con esa figura un poco endeble que me había quitado el sueño.
Le pregunté si le pasaba algo y me contestó al cabo de un rato en el que pareció escrutarme hasta lo más íntimo, como si buscara un indicador que le permitiera dejar a un lado la desconfianza.
-Quiero irme de mi casa.
No pregunté cuál era el motivo de su deseo porque me di cuenta enseguida de que se reservaría la respuesta. Nunca lo supe a ciencia cierta, aunque conjeturé muchas cosas y tal vez ahora he regresado a esta historia incompleta para llenar los vacíos.
Por el momento, eso fue todo.
Al salir de la escuela un viento frío soplaba del sudoeste y secaba las veredas llevándose del aire la humedad; el cielo gris se agrietaba, luminoso, y yo sabía que al día siguiente un sol nítido entibiaría de perfumes todo el barrio. Sonreí por eso, pero también porque era la primera vez que Lidia me esperaba en la esquina y me invitaba a hacer el camino de regreso juntos. Comenzamos nuestra relación volviendo. Igual que en un cuento, las primeras líneas prefiguraban las últimas, las que tal vez he venido a escribir.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy desesperada que va pasar más adelante. Comienzo me gusta, los primeros emociones, como lugar de niñez nunca se olviden, se guarden en un lugar de la memoria y de corazón más profundo, pero a veces pide salir afuera con unos imágenes, recuerdos buenos o malos, pero guardados, vividos.

Ariel dijo...

Gracias, Oksana, por el comentario y por estar siguiendo la novela. Es muy cierto lo que decís sobre los recuerdos, siempre se mantienen guardados, sobre todo cuando de amores se trata. Espero que sigas enganchada con estos personajes a los que quiero mucho.

Anónimo dijo...

Mi Querido Ariel:
Sigo tu novela de prosa clara, suave, límpida (el contrario justo de Mujica Láinez), con gran interés y resuelta a leerla y dirigirte mis impresiones sobre ella. Es tan melodiosa la prosa de este fragmento de novela, que no existe la posibilidad de saltearse partes como hace uno con las notas de los diarios, sino que uno se ve imbuido como al roce de una seda italiana, tan puramente seda, tan melodiosa tu prosa. Respecto de Lidia, me asustan un poco sus recuerdos de infancia vividos junto a un padre borracho, algo tan puesto en evidencia en una sociedad enfema y corrompida por momentos.
Te mando mi mayor afecto y quedo a la espera de nuevos capítulos!!!

Camila Ossorio