4 de agosto de 2008

PROYECTO DE NOVELA






El nudo (dos capítulos)






V


Podría decirse que al barrio vuelvo todos los días, pero no es exactamente así. Vengo a trabajar a la escuela que está aquí cerca, pero nunca, hasta ahora, me animé a internarme nuevamente en estas calles, entre estas casas que no han cambiado más que en la pátina que el tiempo les ha ido pintando. De no haber sido por Lidia jamás hubiera regresado. Tampoco me hubiera ido jamás.
Hace calor este mediodía. Sin pensarlo mucho regreso al galpón cerrado y me siento donde ayer, esperando haberme equivocado de día y esperando lo que sé que no sucederá. Por la vereda pasan algunos chicos que vienen del colegio, hablando y haciendo gestos, aunque la mayoría prefiere caminar por la calle.
Una mujer que trae a una nena de la mano me mira como si tratara de reconocerme. Debe tardar más en saber quién soy de lo que yo tardo en reconocerla: es Elsa, la empleada municipal que vivía en una casa vecina a la nuestra.
-¿Cómo le va, Elsa?- le facilito la cosa.
Titubea un poco, pero finalmente sonríe, contenta de que la haya reconocido.
-¿Cómo estás? Hace mucho que no se te ve por acá, parece que sólo venís a trabajar y después te volvés al centro sin acordarte de los pobres.
No hay reproche ni resentimiento en su voz, o tal vez sí, pero trata de ser simplemente maternal y reprenderme como si fuera un chico travieso.
-Dando una vuelta- le digo-, quería ver cómo estaba todo esto, y quién sabe, encontrarme con alguien. Como ahora.
-Sí, de casualidad paso a esta hora. ¿Te acordás de Nina?
Se refiere a la nena y sí, la verdad que me acuerdo de que había tenido una hija y que le había puesto por nombre Vanina, pero cuando me fui no era más que un bultito rosado.
-Me acuerdo, cómo no. Qué grande está.
-Pasa el tiempo.
-Pasa- confirmo.
Balbucea algunas palabras sin significado ni forma, apenas para decidirse a decir algo.
-¿Supiste algo de Lidia?
Dispara la pregunta sin avisarme, como si fuera lo único por lo que valía la pena detenerse a saludarme. No termino de saber si quiere indicar que ella sabe algo que yo debería saber o si supone que yo tengo una información que ella no tiene.
-No la volví a ver- digo.
Y entonces su sonrisa se hace amplia. Evidentemente tiene mucho que contar y está feliz de poder hacerlo.
-Bueno- dice-, si querés venite por casa a tomar unos mates y te cuento. Te va a interesar.
No quiero cortar su entusiasmo contándole de la nota que Lidia dejó en la escuela para mí, eso simplemente serviría para llenarla de prevenciones, de miedo a creer que sé más que ella y que sólo quiero sacarle información gratis. Pero después de todo esa nota no alcanza para decir que sé algo de Lidia, que he sabido algo de ella en los últimos años. La verdad es que no sólo no he vuelto a verla, sino que tampoco quise hacerlo, al menos me esforcé en no quererlo.
Elsa me mira como diciéndome “sé que estás esperando que te cuente”; le doy el gusto de hacerle ver que estoy realmente interesado. Lo estoy.
Me saluda y se va porque, dice, tiene que cocinar y se le hace tarde. Veo cómo se va remolcando a la nena que todo el tiempo ha permanecido indiferente. Elsa tiene la espalda ancha y encorvada, seguramente resultado de los largos años en la municipalidad, en sillas incómodas, atendiendo a gente a la que hay que explicarle todo muchas veces. Yo no quiero que me explique nada. Quiero oír lo que tiene para contarme como si se tratara de un documental silencioso, con imágenes que se yuxtaponen y obligan al espectador a reponer, a construir, más bien, el sentido que permanece mudo.
Debe ser más de la una, porque el sol ha iniciado su declinación; me doy cuenta por la sombra que proyecto en la vereda, que va estirándose con lentitud imperceptible. Además estoy hambriento y debería comer algo si voy a quedarme otra vez hasta la tarde, si voy a pasar por lo de Elsa a que me cuente lo que, dice, me va a interesar.
Me incorporo y camino en busca del almacén de Noli. Inconscientemente me muevo en esa dirección, de pronto niño o adolescente que va a cumplir un encargo, un mandado, con los billetes enrollados en la mano fuertemente cerrada, no sea cosa que vayan a perderse, y tratando de repetir en voz baja la lista de cosas que no he querido anotar. Al doblar la esquina veo a Lidia de once años sentada en la vereda, con la mirada perdida y sé que no va a hablarme, ni siquiera va a verme pasar; Lidia tan sola que no me atrevo a decirle nada, y sigo mi marcha, avergonzado, acalorado y con el corazón saltándome a causa de mi propia cobardía o mi excesivo respeto por su soledad, con furia porque no entiendo cómo se puede ser tan distante con quien hace apenas unos días recibió de su boca el primer beso tibio.
El almacén de Noli sigue estando en el mismo lugar de siempre, pero lo han renovado. Está vistoso con sus colores estridentes y su cartel luminoso que ha de irradiar por las noches una alegre certidumbre. Unas trémulas mesitas apostadas en la vereda le dan el aspecto de bar voluntarioso. Me acerco y entro como si nada. Noli está como siempre, detrás del mostrador. Al verme abre grande los ojos reconociéndome pero sin recordar mi nombre, creo que nunca lo supo; sin embargo su expresión indica que me ha reconocido, que sabe al menos que soy alguien que frecuentaba el almacén, que soy de los que se puede decir “lo conozco desde que era así”, acompañando la frase con un gesto peculiar, el brazo tendido hacia abajo y la mano en ángulo recto, dando a entender que “así” no explica un modo de ser sino meramente una estatura que daría a entender más o menos la edad. Me reconoce, digo, Noli y me pregunta con familiaridad cómo estoy. Le respondo con una sonrisa rápida que bien y le pido cualquier cosa para comer. Afuera, le digo. Salgo y me siento a esperar. El sol está un poco fuerte, pero no me importa, prefiero soportarlo a tener que hablar de Lidia. Porque me he dado cuenta de que la mujer, que ahora debe estar preparando lo que le pedí, me recuerda por Lidia. Supongo que de todos modos va a preguntarme algo, pero sin esperanza de que le responda mucho.
Poca gente anda por la calle a esta hora. Todos deben estar en sus casas, almorzando y mirando televisión. De hecho, si agudizo un poco el oído puedo oír las voces, la música de los noticieros del mediodía, porque en los barrios la televisión se escucha a un volumen inverosímil.
Veo a Tancredo que se dispone a comer también, en la esquina, pero en la vereda de enfrente, bajo un fresno que ha vuelto a verdear después de haber quedado desnudo durante el invierno. Parece que me ve y que elige ese lugar justamente porque desde aquí puedo verlo. Recuerdo la impresión que ayer me causaron sus ojos claros y vuelvo a pensar en Lidia. Bueno, va a ser una forma de almorzar juntos. Establezco inmediatamente una línea que va de mi mesa a su árbol, una conexión más profunda que la de la coincidencia en el momento de comer.
Aunque tal vez trazo esa línea porque en la misma vereda en la que me encuentro, media cuadra más allá, entre Tancredo y yo, de manera que podría trazarse -con nosotros como vértices- un triángulo un poco irregular, hay un policía. Está de pie y mira hacia ningún lado, como si lo encontrara en un instante de reflexión, en un gesto –y me cuesta desterrar de mi mente sarcasmos prejuiciosos- de insondable pensamiento. Es un tipo joven, no debe tener muchos años más que yo, pero la expresión que alcanzo a ver fragmentariamente, de modo que debo adivinar o imaginar el resto, parece la de alguien mucho mayor. Mira, digo, algo que no está en la dirección a la que apuntan sus ojos. “O no está de servicio, aunque lleva el uniforme, o hace mal su trabajo” pienso, severo. Sin embargo pronto suavizo mi actitud para preguntarme qué ideas rondarán por su cabeza. La ocurrencia de imaginar los pensamientos de un policía me hace sonreír apenas. Me resulta en extremo difícil no juzgarlo. Me digo que eso mismo es lo que más aborrezco de alguien, de cualquiera, de un policía, por ejemplo, y que lo único que me distingue de él en este caso es que mi juicio no conlleva necesariamente un castigo material. Pero pronto abandono estas cuestiones para concentrarme en el aspecto como desvalido del agente que tenemos en un vértice del triángulo Tancredo y yo. Está uniformado con prolijidad, pero parece vencido por una fuerza desconocida, cansancio, nostalgia o qué. Da con frecuencia suspiros profundos, no de enamorado, sino de alguien que está ajustando cuentas con su propia vida. En el momento en que estoy por considerar de qué naturaleza son esas cuentas me distrae Noli que llega sonriente con un plato lleno de algo grasoso que huele, sin embargo, bien. Me distraigo dándole las gracias y cuando vuelvo a buscar al policía, veo que se está alejando, modificando la forma de nuestro triángulo hasta que, al doblar la esquina, lo destruye por completo.






VI

El sol está alto y hace picar la piel bajo la ropa, sin embargo no podría decirse que hace calor; es más bien una tibieza hormigueante que adormece los sentidos. Es temprano todavía para tomar mate, el mate de la tarde; pero no he podido esperar más tiempo, no por impaciencia, sino porque no hay en el barrio un lugar donde quedarse horas a esperar. En la ciudad es diferente y cualquier café puede convertirse en sitio apropiado para la espera. Aquí las casas lo ocupan todo y las calles de tierra hacen que sea imposible quedarse un tiempo corto: o uno se mueve, pasa, va hacia algún lado, o sencillamente entra en alguna casa y se queda. Así de determinante es este lugar. Ni siquiera pueden verse vidrieras porque los negocios están tan alejados entre sí que el paseo sería frustrante. Además a esta hora todo está cerrado.
Por eso es que he llegado temprano a casa de Elsa. Dos o tres casa más allá está la que habitábamos con mi familia.
Antes de llamar veo sobre la pared medianera, paseándose ajeno a las horas y a los días, un gato enorme. No me mira, aparenta no registrarme pero sé bien que no escapo a su atención. Se mueve lentamente, estirándose a cada paso como a punto de echarse a dormir bajo el sol. Me pregunto si será un gato de la casa o si viene de otra parte y está aquí de casualidad. Perezoso, gira la cabeza para mirarme y abre los ojos amarillos. Pienso en Tancredo, pienso en Lidia, oigo que mis manos llaman y a los pocos segundo se abre la puerta.
La hija de Elsa, Nina Vanina, sale a abrirme el portoncito bajo. Es una formalidad, porque la entrada no tiene ni siquiera traba y se abre y se cierra sola con cualquier brisa. Pero yo me quedo de pie en el contrapiso que prefigura una vereda futura casi conjetural.
-Hola- dice la nena, simpática, y agrega-; pasá nomás.
Me alegra que no me haya tratado de usted y paso. Hay un caminito de ladrillos hasta la puerta y por allí vamos, Nina guiándome como si fuera a perderme.
Elsa me recibe con exagerada amabilidad, me da un abrazo y un beso como si no me hubiera encontrado hace unas horas, como si sólo pudiera tener esas muestras de afecto en su casa. Me hace sentar en un sillón y me dice que justo la agarro terminando de limpiar la cocina. Es temprano para el mate.
La casa tiene un olor fuerte a comida y Elsa se pone a echar un perfume de ambientes disculpándose pero dejando en claro que he llegado antes de lo previsto.
-Ahora te preparo algo- dice- ¿querés unos mates o preferís un café?
Pese a que es temprano le digo que mate está bien, si le parece.
Va hacia la cocina y desde allí trata de decir algo para que el silencio de la tarde no me incomode, o no la incomode a ella. De todos modos, desde afuera, ha comenzado a llegar una vaga música, seguramente proveniente de alguna de las casas cercanas, no se reconocen más que los bajos profundos y continuos de una cumbia cualquiera, a la que probablemente seguirán otras con su síncopa indiferenciada.
Pasa un momento durante el cual no pienso en nada; Elsa vuelve al cabo trayendo una bandejita con un termo, el mate y algunos bizcochos en un platito azul. Se sienta en el otro sillón y coloca la bandeja sobre la mesita ratona.
-Me viene bien sentarme un rato- dice-; estoy tan cansada, no sabés. Todo el día de acá para allá. Parece que no, pero Vanina, con lo tranquila y responsable que es, igualmente requiere toda la atención del mundo y la verdad que a veces sólo pienso en dormir. Me agota. Vos no te casaste ¿no? No tenés hijos. No sabés lo que son. Divinos, sí, pero terriblemente agotadores.
Sigue contándome de sus problemas cotidianos como una manera de entrar en la conversación, como pudo haber hablado del clima o de cualquier otra cosa. Yo hago lo propio, comentando con monosílabos y frases cortas cada una de sus aseveraciones. En un momento determinado, cuando han pasado unos cuantos minutos, me doy cuenta de que está esperando que sea yo el que le pregunte algo sobre Lidia, como si no hubiera sido ella la que me invitó a hablar del asunto diciendo que tenía algo, o mucho, para contarme. Pero acepto el lugar en que me pone, después de todo el que ha vuelto a buscar a Lidia o a encontrar algo que me permita saber de ella soy yo.
Cuando le pregunto qué era lo que me iba a contar sonríe agradecida y se dispone a narrar. Para eso me cede el termo y el mate y me invita a seguir cebando, parece que necesita las manos libres para completar con gestos significativos lo que diga. Yo quiero saber si es verdad que va a interesarme lo que me cuente.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Carlos, la verdad, me intriga mucho qué ocurrirá, asi que espero que pronto subas la continuación. Lográs una narración atrapante, además, muchas de las imágenes que mostrás (el barrio con calles de tierra, ese calor de primavera que anuncia el verano, la "vereda de contrapiso que anuncia un futuro piso conjetural")son cercanas porque las he vivido y sé lo que se siente. Por cierto, me gusta mucho el sentido casi imperceptible de la música, la cual acompaña de algún modo el ambiente en el que se desarrolla la historia. Esperaré ansioso la continuación, un gran abrazo.
Diego Ortega

Ariel dijo...

Gracias, Diego, por tu comentario. Espero que puedas seguir leyendo. Me interesa mucho tu opinión. Un abrazo.