7 de agosto de 2008

PROYECTO DE NOVELA

El nudo



VII

Mi relación con Lidia fue larga. Fue lenta y progresiva también. Los primeros años se limitó a una suerte de amistad íntima, que nos permitía contarnos varios secretos, aunque yo siempre supe que ella accedía a contarme sólo lo que no comprometía sus secretos mayores. Era un pacto tácito de silencio, porque se daba cuenta de que yo sabía. Pero con todo era lo más parecido que había experimentado hasta entonces que pudiera parecerse al amor de una chica. Algún abrazo o beso me reveló que no sólo mi interior se estremecía con su cercanía.
Así pasaron algunos años. Yo la esperaba en la placita, sentado en el cantero por las mañanas y juntos íbamos a la escuela y no decíamos nada si ella llegaba llorando. Algunas veces la invité a casa a estudiar y accedió sin reticencias y sin mayor entusiasmo. Mi familia parecía tomarlo como la cosa más natural, amén de algunos tíos que nunca faltan que solían hacer bromas sobre mi relación con ella.
Durante todo ese tiempo había ido acostumbrándome a verla como un ser querido, alguien con quien podía pasar horas en silencio sin necesidad de decir nada porque la simple compañía mutua era más que suficiente.
Lo poco que llegué a saber fue que vivía sola con su padre, de quien nunca decía palabra; que su mamá los había dejado y que les enviaba mensualmente una cantidad de dinero que apenas alcanzaba porque el padre solía gastar la mayor parte en bebida; que ella se hacía cargo de todo lo que hubiera que hacer en la casa, la que, dicho sea de paso, era prestada y pertenecía a un pariente lejano que la había construido con la idea de vivir allí hacía mucho tiempo y que se había ido del país sin concretar nunca su proyecto y sin terminar la construcción, que ni instalaciones tenía. Supe también que su madre le enviaba periódicas cartas a la dirección de la escuela, sólo para ella, en las que le hablaba de un futuro mejor que no tardaría en llegar, en cuanto pudiera establecerse y, según decía, tener un trabajo más digno. Nunca en esas cartas preguntaba por el padre, según parece, porque no había nada nuevo que saber de un borracho. Ella también le escribía y algunas veces me dejó leer esas cartas en las que con su letra despareja y sin errores le decía que todo estaba bastante bien y que no veía la hora de que llegara el momento de irse, o de tener edad suficiente para huir sola adonde fuera. En esas cartas no había muestras de afecto y eso a mí me llamaba la atención. Era como si Lidia sólo las escribiera para evitar que su madre se olvidara de ella y de su promesa de llevarla. Pero en los años que siguieron las cartas fueron haciéndose cada vez más espaciadas, aunque el dinero llegara puntualmente. No lo supe por Lidia, sino que debí darme cuenta de que ella de igual manera, poco a poco, fue espaciando sus respuestas.
Por esa época fue también que comenzó a mirarme de otro modo. Recuerdo que nos pasábamos horas enteras sentados en la entrada del galpón que ahora está cerrado, hablando de cualquier cosa o simplemente mirando pasar la gente, que volvía apurada del trabajo con sus bolsitos colgando; y un día me dijo:
-¿Cuánto hace que nos conocemos?
-Como cinco años- le contesté.
-No- me corrigió-, cuántos en total.
Se refería al tiempo completo que habíamos compartido la escuela.
-Bueno, si es así...nueve, hace nueve años.
-O sea desde que tenemos seis.
-Más o menos, ¿por?
-Nunca me diste un beso.
Lo que dijo me sorprendió, por dos motivos: el primero, que no era verdad que yo nunca le hubiera dado un beso, el segundo, que me responsabilizara de algo en lo que no sabía que debía tomar la iniciativa. Pero con lo que dijo a continuación me hizo ver que me conocía más que yo a mí mismo:
-¿Cuántas veces te morías de ganas de besarme y nunca diste el paso?
No supe qué responderle. Era verdad. Me había acostumbrado tanto a nuestra amistad que acabé olvidando que había querido iniciarla justamente porque sentía que estaba enamorado. Ahora ella se daba cuenta de que yo era un cobarde, un mediocre que prefería su cercanía relativa al riesgo de desearla y ser rechazado.
-Bueno, mirá...-comencé a decir, tratando de explicarme y seguro de no encontrar las palabras adecuadas porque no las había.
-Te digo nada más. No es para que te pongas así. Sólo que creí que finalmente íbamos a ser novios o algo así. Sería lo más natural.
Nuevamente traté de decir algo, pero ella cambió de tema.
-¿Te acordás que la primera vez que te hablé te dije que quería irme de mi casa?
Asentí.
-Bueno, sigue siendo mi prioridad- agregó, misteriosa.
Más tarde, cuando nos despedimos, como siempre, en la placita, me tomó de las mejillas y me besó con pasión. Me sentí tan cobarde que no pude dejar de hacerlo, con un deseo de años de silencio y de cercanía; sólo quería que ella me permitiera seguir haciéndolo cada vez que quisiera. Pero había algo que no era como esperaba. Era su pasión un poco calculada, no sin verdadero gusto, sino con un gusto por algo mucho más grande y antiguo, algo que la venía hostigando y que hallaba ahora un espacio nuevo donde crecer.
Así nos hicimos novios.
Me costó asumir la relación que teníamos y recién al cabo de un año puedo decir que lo entendí: éramos una parejita adolescente que compartía muchas horas del día; el tiempo que estábamos en la escuela nos la pasábamos hablando de cualquier cosa como amigos que éramos desde hacía tanto; el tiempo que estábamos fuera lo ocupábamos en hacernos unos mimos un poco forzados, no porque no los deseáramos, sino porque nos resultaban exagerados, teatrales. A mí, por lo menos; ella parecía no darse cuenta de eso y redoblaba su apuesta de arrumacos, como si buscara que yo me soltara, que lo tomara con naturalidad, que le creyera su amor. Por supuesto que le creía, y no me equivocaba, ella me amaba realmente. Tal vez lo que entonces no entendía –y ahora intento vislumbrar- era el tipo de amor que podía darme.
De todas maneras, a esa edad es tan fácil llamar amor a cualquier afecto que me pregunto si en verdad es necesario determinar cómo nos amábamos. Queríamos estar juntos, nos gustaba sentir cerca el cuerpo del otro, la tibieza de la piel, el perfume de las bocas, ¿qué otra cosa pretendíamos? Yo, por lo menos, ninguna.
De las veces que nos encontrábamos fuera del horario escolar, debo confesar con un poco de vergüenza, yo prefería las que Lidia llegaba con los ojos enrojecidos por el llanto. En mi mezquindad también adolescente, sabía que esas ocasiones eran las más propicias para el regalo de los sentidos; porque era inevitable que Lidia buscara en mí un refugio, un solaz para su pena, para su dolor callado. En esas oportunidades su pasión no se disimulaba y yo me entregaba al disfrute y en más de una ocasión mis caricias pretendieron llegar donde aún no habían llegado; entonces ella se separaba de mí y me miraba de un modo extrañísimo. Era como si a través de sus ojos tristes pudiera verse una pasión que bullía sin decidirse a salir, pero era también como si ese freno fuera impuesto por una culpa que nada tenía que ver con el pudor o con la timidez; como si fuera en verdad a cometer una traición imperdonable.
Pocas veces vi a su padre y ya dije que ella no hablaba nunca de él; pero lo vi en más de una ocasión pasar por el frente de casa, tambaleándose a causa de la ebriedad que lo iba consumiendo. Más de una vez me pregunté si no sería que él la golpeaba cuando llegaba por las noches en ese estado calamitoso. Pero a decir verdad nunca tuve pruebas o elementos concretos que me llevaran a la certeza. Por otra parte, si Lidia no quería decir nada, yo no era quién para obligarla a hablar. Una sola vez hice un comentario infeliz: estábamos sentados a la sombra de un árbol, en una esquina alejada, donde solíamos ir las tardes templadas; la primavera había comenzado hacía poco y el perfume de los tilos era embriagador; habíamos estado allí por más de dos horas, besándonos en silencio, y recuerdo que al cabo de un momento durante el cual cada uno se había sumido en sus propios pensamientos, le dije –aunque era casi como si me lo estuviera diciendo a mí mismo:
-Tu papá debe ser un tipo bastante cargoso. Ayer volví a verlo pasar completamente borracho.
Me arrepentí enseguida de mi imprudencia, pero Lidia se quedó mirando el vacío como si no me hubiera escuchado. Solo dijo después de un rato:
-No vuelvas a hablar de mi papá porque no lo conocés. Nadie que no lo conozca como yo puede decir nada. Yo lo quiero y él me necesita. Y cuando por fin me vaya voy a venir a verlo siempre, porque es mi papá y no tiene a nadie más.
Después se levantó y se fue y no volví a verla hasta el día del incendio.

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