19 de septiembre de 2008

Las exigencias del amor





Recién después de diez años nos dimos cuenta de que estábamos realmente enamorados. Parece natural, pero resulta una situación bastante insólita, en este mundo de hipocresía, la franqueza. Ni siquiera tuvimos que decírnoslo. Sobre todo no tuvimos que decírnoslo. Después de diez años el lenguaje de las palabras cotidianas se cansa de significar.
La noche en que nos dimos cuenta de lo que en verdad sentíamos el uno por el otro, no hicimos el amor. No había necesidad. Otra cosa palpitaba y se llenaba de temblores, más que los cuerpos. Además, después de tanto tiempo, de tantas noches de agitación furtiva, de puro deseo satisfecho, el momento del amor llegaría solo. Así que apenas dormimos unas horas abrazados, como transmitiéndonos a través de los poros, ese fluido inquieto en una transfusión de aire primaveral. De hecho entraba una brisa tibia y perfumada que agitaba rítmicamente las cortinas azules.


A la noche siguiente llegué con un enorme ramo de flores. No tenía vergüenza por esto que puede parecer cursi, ni sentí culpa por el gasto ni por ninguna otra cosa. Yo esperaba que ella se sorprendiera y que no comprendiera el sentido verdadero de mi gesto. Pero estaba equivocado. Sí se sorprendió: los ojos se le abrieron de un modo tal que noté por primera vez que tenían diferentes tonos de gris. Pero además ocurrió algo que no esperaba: entendía -creía entender, más bien- perfectamente lo que yo había hecho. Porque así, abiertos, esos ojos se humedecieron, como anuncio de lo que vendría. De pronto, lloraba mirando el ramo. Le acerqué una silla para que se tranquilizara y la abracé con fuerza y fui diciéndole todas las cosas lindas que se ocurrían. Ningún aire movía las cortinas. El ramo se aplastó bastante, pero no sentí culpa porque estaba enamorado y pocas cosas podían importarme.


Cuando ese sentimiento alcanzó el límite del gozo –unos dos o tres días más tarde-, la pasión fluyó como un río torrentoso, y nos dejamos arrastrar; queríamos ahogarnos en esa corriente sin freno, dejar que nuestros cuerpos fueran como plantas acuáticas de largos y flexibles tallos, enredados, trenzados por esa adorable violencia.
No hablamos. Casi no hablábamos en el último tiempo. No había necesidad de articular nada y sentíamos que era exactamente así como queríamos estar.


Unos días después fuimos a comer afuera y le dije cuánto la amaba, busqué las palabras que había perdido y me esmeré en construir una pasión verborrágica. Ella volvió a llorar levemente. Se notaba que no había conocido una felicidad semejante. Sé que nada es perfecto y debo confesar que el hecho de que ella se pusiera en ese estado me disgustaba levemente. Pero cuando se está realmente enamorado, esos detalles son minucias. Y a decir verdad yo estaba contento. Había un sol espléndido y la comida era excelente. No me puse mal por haber hecho semejante gasto ni por haber elegido almorzar ni nada.
Mientras comíamos, ella habló de nosotros, del tiempo transcurrido, de que quizá había sido bueno no tener hijos y de que en el fondo siempre había sabido cuánto la amaba yo. Hasta de cambiar las cortinas blancas, habló. Pidió también que supiera perdonarla porque estaba tan sensible, pero que era a causa del amor, dijo, del amor que yo por fin le estaba demostrando.
-Entiendo todo- dijo-. Todo. Éramos muy jóvenes y apenas entendíamos la vida. Pero pasaron veinte años y hemos aprendido ¿no? Es cierto que papá nos lo dio casi todo: la casa, tu trabajo...
Yo la miraba con una sonrisa imperturbable y perfecta.
-...No quiero hablar de eso. Perdoname. Me pongo como una tonta ¿no? Te amo. Soy feliz.


Esa noche nos entregamos con absoluta plenitud. El sudor de su cuerpo me lavó las impurezas del día.
Nos entregamos sin pensar en nada, sin decirnos nada, atentos mis oídos a sus jadeos apenas susurrados.
Fumamos un cigarrillo compartido. Eso también forma parte de las exigencias del amor; quizá tuvimos ganas de hablar.
-Es raro sentirme tan bien- le dije.
-Me pasa igual- dijo ella-. Es la primera vez en diez años que disfrutamos tanto.
-Pero siempre lo disfrutamos.
-Sí, pero es distinto.
-Sí- dije.
Quizá era yo el que tenía ganas de hablar, aunque no quería estropear el momento con palabras; deseaba que todo ese silencio tan hinchado de sugerentes sensaciones siguiera lloviéndonos encima. Pero no sé. Me puse locuaz.
-Hoy la llevé a almorzar- dije.
Definitivamente era yo. Ella no dijo nada; se entretenía dándome suaves mordiscos en el cuello. De nuevo la brisa hacía bailotear el azul profundo de las cortinas.
-La llevé adonde nos conocimos- dije.
- Le gustó mucho-dije.
- Lloró-dije.
Me quedé callado. No iba a permitir que las palabras vinieran a ensombrecer ese momento de luz.



3 comentarios:

Pau dijo...

"quizá tuvimos ganas de hablar"


Genial!!! me gusto muchisimo.

esa frase es muy.... no se.... Cortazar?

muy muy buenos cuentos,


Un beso grande



Pau

Ariel dijo...

Gracias, Pau, me alegro de que te haya gustado lo que hay acá. Espero que me sigas leyendo. Besos.

Anónimo dijo...

Coincido con un cierto eco cortazariano en el texto, pero más me gusta tu originalidad. Fue el que más me gustó hasta ahora de todos los textos. Dentro de la narración tuya siento un ritmo también, me produce una sensibilidad diferente de otras narraciones. Después trataré de analizarlo para contarte por qué.
Un Beso y gracias por escribir.
Luli.