26 de septiembre de 2008

El pretendiente



Más que un lector de poesía, soy un lector de poetas; y más que un lector de poetas, soy un lector de poemas. Me coloco en la línea, en el camino que algunos abren -a pasos lentos o a violentos machetazos- con su fraseo meticuloso. Esa vía me lleva hacia la música del poema. Y me gusta memorizarlos. No es que me asalten melancolías de alumno primario, es solo que los versos –así los siento siempre- son conjuros, imperiosos como mantras, con el poder de desgajarme de lo circundante. Así, me muevo entre las texturas que mi lengua y mis dientes y mis labios van tejiendo. Me enredo en ellas como entre plantas carnívoras. Acaso no lector, y ya aspirante. Pero el tiempo del que estoy hecho me subyuga de tal modo, que apenas logro sustraerme a sus urgencias. La narración me empuja, me dispara hacia arriba y hacia abajo. El poema, en cambio, juega a ilusionarme con una detención perfecta. Tal vez por eso me quedo repitiendo esos versos, andando surcos de estrofas parejas o dislocadas. Más que un lector de poesía, soy un sumiso oyente de lo quieto.

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