19 de octubre de 2008

Incrédulo




Soy un agnóstico con crisis frecuentes de fe. Si el día es demasiado bello, o si es demasiado triste; si alguien ríe hasta el desmayo o si sufre hasta la punta; si hay luna amarilla y llena o si la refleja un charco; entonces me sube la duda a la garganta. No tiene nombre, lo grande, no tiene forma ni altura. Me ataca de enmudecer, la crisis. Me exilia de todo. Dejo de no creer entonces, lo confieso. Esos instantes me espantan, y todo tiembla mi cuerpo. Pero vuelvo prestamente a mi devoción desierta. Regreso a mi entrañable medianía humana. Me digo que ha sido culpa de las desmesuras: en esos bordes tambaleo. Por eso preciso oler, tocar, mirar, gustar sabores, oír los ruidos de la calle o de las casas. Y darte la mano para desconocer, a ciencia cierta – es un decir-, qué hay en los extremos.

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