Esta noche va a volver, ya me lo ha dicho. Si no fuera porque estuvo la noche pasada, sería lo de menos. Prefiero verla con poca frecuencia, pero así son las mujeres.
Hoy no trabajo así que tengo el día completo para esperarla. Aunque esperarla no me gusta. Prefiero que llegue de súbito, sin aviso, y entre como suele hacerlo, como un torbellino, y se arroje sobre mí. Es así como me gusta, porque no me da tiempo a pensar nada. Me doy cuenta de que ya no soy joven porque me da demasiado por pensar. Parece que con los años uno se vuelve más reflexivo y piensa y da vueltas sobre lo que ha hecho o dicho. Conciencia cobarde, leí alguna vez. De cualquier manera, nada de eso tiene verdadera importancia, según creo; sobre todo porque pensarlo no me impide hacerlo.
No voy a pensar, definitivamente. No voy a pensar en Emilia ni en su cuerpo elástico y fibroso, ni en su pasión revelada. Es mejor que ponga la cabeza en cosas menos complicadas. En cosas de las que alguien como yo debe ocuparse, mejor. El auto que debo retirar del taller, por ejemplo, o lo que comeré esta noche para dormir bien.
Me levanto de un salto y voy al baño y me meto debajo de la ducha. Siempre prefiero bañarme antes de comenzar la mañana, me ayuda a lavar los restos de noche, de sueño y de pereza. A veces me urge despojarme de los resabios de Emilia. Anteayer, por caso, o sin ir más lejos, mañana. Ella prefiere bañarse de noche, antes de venir a la cama, para lo que vendrá. Yo también lo hago, pero para dejar atrás el día, lo que fue. Somos diferentes, está claro. Pero yo diría que en la cama nos entendemos más que bien. Yo diría que esos momentos dan vuelta todo lo que podría estar mal y lo convierten en algo definitivamente bueno. Por los dos, lo digo. ¿He sentido acaso antes a una mujer disfrutar como a ella? De hecho lo pasa mejor que yo, diría. He estado con muchas mujeres, sé de lo que hablo. Es más: yo le hago a ella un bien mayor del que ella puede hacerme a mí. No es que quiera justificarme, pero es así, me parece.
Me cuesta no pensar en Emilia, que esta noche vuelve a venir.
Seco cada pliegue de mi cuerpo con dedicación. Es importante. He sentido un olor desagradable que emana de las zonas húmedas. Hay que rendirse a la evidencia: ya no soy joven. Pero sí vigoroso y lleno de vida. No tengo nada que ver, por decir algo, con José, mi vecino. Él sí que está vencido. No creo que me lleve demasiados años. Diez o quince, a lo sumo. Pero si tengo que compararme, sería como si yo fuera su hijo. O no tanto, pero su sobrino, digamos, aunque no sé si hay gran diferencia entre una cosa y otra.
Todavía desnudo, apenas cubierto con la toalla, acomodo algunas cosas del living. Es un buen departamento, éste. Mucho mejor de lo que he venido alquilando en los últimos años. Tiene un hermoso ventanal con un balcón que da a la avenida. Desde aquí, durante las noches de verano, me gusta ver pasar los autos y la gente. Sobre todo las chicas que van por la otra vereda. A Emilia la vi así por primera vez. Ella pasaba dando pasitos cortos, llevando en la mano la bandeja llena de tacitas con café, bajo la campana de plástico. Movía con gracia su culito de un lado para el otro. Creo que la visión me dejó boquiabierto. Dos veces la vi y fueron suficientes para decidirme a pedir algo en ese bar. Que me lo traiga la chica de pelo azul, creo haber dicho, como si pudiera haber otra. Es chico el bar. Ella vino, le hablé, me sonrió. Al mes ya no trabajaba más, ni le hacía falta porque estaba yo. Y la descubrí tan obscena que casi me dejo intimidar. Impensable, en alguien como ella.
Es difícil, me digo, sacármela de la cabeza. Me preparo un café sin azúcar –hace tiempo que me cuido con el azúcar- y me siento en el sofá a tomarlo mientras hago un poco de zapping. Prendo la tele y me encuentro con unos dibujitos animados espantosos. ¿No volví a prender la tele desde la noche pasada? Cambio buscando algo, pero no encuentro nada que valga la pena ver. Siempre es igual; creo que la tele solo la usa Emilia. La apago, termino mi café de un sorbo, me visto y abro la puerta.
En el pasillo casi me llevo por delante a José, que trata de introducir la llave en la cerradura.
-Hola, José- digo, por cortesía.
-Hola, querido- responde; el “querido” me resulta confirmatorio.
-¿No entra?- pregunto, señalando la llave.
-Nunca entra- dice; ni siquiera juega con el doble sentido. Está de vuelta.
-A ver- le digo y le doy una mano.
-Gracias, viejo. Tengo que cambiar los anteojos.
Bajo las escaleras y al cuarto o quinto escalón escucho de nuevo la voz de José.
-Escuchame –grita un poco- ¿No querés venir a casa esta noche? Me reúno con amigos. Viene Emilia.
Me detengo un instante y sonrío furtivamente antes de volver a subir, para que no me vea el gesto.
-No creo que pueda, José. Tengo gente yo también.
-Bueno, fijate, lugar hay.
-Me fijo.
Voy escaleras abajo sonriendo y pensando que si me aparezco esta noche en lo de José con mi Emilia, se caen todos de espalda. La Emilia de José es una psicóloga un poco pasada de cigarrillos. No voy a decir que no tiene los suyo, pero los años no han dejado de actuar sobre su cuerpo, que me imagino blando y vagamente áspero. La pobre cree que con haberse hecho las tetas puede volver al ruedo como si nada. Me echó el ojo, como quien dice, hace un par de meses. Y a decir verdad yo le seguí un poco el juego. No hay que andarse con vueltas cuando una mujer tira una línea. Pero la verdad que la pobre no puede competir ni en sus sueños con la mía, mi Emilia que repartía cafés y que va a venir esta noche, justamente.
Salgo a la calle pensando que por qué no, por qué no caer con Emilia a lo de José y largarla delante de sus amigos y de la Emilia que me ofrece. Voy a pensarlo mejor. Algo me dice que no vale la pena.
En el taller Luis me dice que el auto está a punto caramelo.
-Un violín- insiste, cambiando la metáfora.
-Me lo llevo, entonces, esta noche lo saco.
-Claro. La chiquita –dice revoleando los ojos.
Entonces entiendo por qué mejor no la llevo esta noche a lo de José. No quiero que nadie le diga como Luis, La chiquita. Si no le digo nada es porque lo conozco de años y no quiero que la próxima vez me haga un lío en el coche y después me cobre como un prestamista.
Subo al auto y me voy a dar unas vueltas por la ciudad. A esta hora es lindo pasear, escuchar música y ver a las mujeres andar ligeras de ropa porque el calor ha llegado pronto este año.
Creo que podría ir, después de todo.
Podría ir solo. Podría decirle a Emilia que tengo mucho trabajo y que no puede quedarse. Le doy unos pesos y a lo mejor se va de farra con las amigas. No sé por qué me preocupo si al fin y al cabo son todas tan parecidas. La Emilia que me espera en lo de José esta noche tiene lo suyo. No va a costar nada, seguramente. Y mi departamento está a dos metros. Y además no voy a encontrarme con los dibujitos, después, si prendo la tele.
Voy a ir, esta noche. Solo.
Como algo rápido en un bar y vuelvo a casa. Hace calor. No me gusta dormir la siesta, porque me parece cosa de viejos, pero la verdad es que estoy agotado y finalmente me tiro un rato. Pongo un poco de esa música que Emilia detesta y me tiro un rato. Doy una vuelta. Doy otras, mientras pienso excusas para decirle a mi Emilia.
La Emilia de José es divorciada. No tiene hijos y hace rato que, según parece, busca a alguien. No digo que no tenga lo suyo, pero está un poco pasada de cigarrillos y en el cuerpo esas cosas se notan. Aunque también he notado que tiene una voz agradable y es delicada y femenina y puede hablar de muchas cosas.
Al final me levanto y me preparo un trago, liviano, por tomar algo. No sé por qué la música me trae el recuerdo de esa Emilia que vendrá esta noche a lo de José y que ya me ha echado, como dicen, el ojo, hace un par de meses. Me imagino que mañana, cuando se vaya de aquí me va a prometer llamarme. O peor, va a hacer que yo le prometa llamarla. Así son las mujeres. Hasta Emilia es así, que pasa un día y ya quiere volver. Y vuelve, en definitiva, cuando se lo propone. Vuelve meneando las caderas y revolviéndose a cada rato ese pelo corto y azul, la chiquita. Siempre igual a como la vi cuando trabajaba en el bar.
Suena de pronto el timbre del portero eléctrico. Es Emilia que ha salido temprano, dice, y vino directo. No sé por qué le abro. No es capaz de respetar los horarios que ella misma pone.
La espero nervioso, porque al final me estaba convenciendo de ir esta noche a lo de José y ahora quiero que Emilia suba, ya, y se bañe y nos vayamos a la cama.
Pero cuando abro la puerta doy un paso atrás. Me da bronca que haya venido con la carpeta bajo el brazo, con los libros bajo el brazo todo envuelto en esa prenda blanca que ni quiero nombrar. Aparece así, como si no importara nada. Que yo sepa de dónde viene no significa que me lo arroje a la cara.
-Hola, lindo- me dice y es tan obscena.
-Hola, ¿no me hacés pasar?- dice y se levanta la falda.
-¿Me extrañaste?- pregunta y da un paso adelante.
Otra vez me digo que ella no me da tiempo a pensar. Y también se llama Emilia.
Hoy no trabajo así que tengo el día completo para esperarla. Aunque esperarla no me gusta. Prefiero que llegue de súbito, sin aviso, y entre como suele hacerlo, como un torbellino, y se arroje sobre mí. Es así como me gusta, porque no me da tiempo a pensar nada. Me doy cuenta de que ya no soy joven porque me da demasiado por pensar. Parece que con los años uno se vuelve más reflexivo y piensa y da vueltas sobre lo que ha hecho o dicho. Conciencia cobarde, leí alguna vez. De cualquier manera, nada de eso tiene verdadera importancia, según creo; sobre todo porque pensarlo no me impide hacerlo.
No voy a pensar, definitivamente. No voy a pensar en Emilia ni en su cuerpo elástico y fibroso, ni en su pasión revelada. Es mejor que ponga la cabeza en cosas menos complicadas. En cosas de las que alguien como yo debe ocuparse, mejor. El auto que debo retirar del taller, por ejemplo, o lo que comeré esta noche para dormir bien.
Me levanto de un salto y voy al baño y me meto debajo de la ducha. Siempre prefiero bañarme antes de comenzar la mañana, me ayuda a lavar los restos de noche, de sueño y de pereza. A veces me urge despojarme de los resabios de Emilia. Anteayer, por caso, o sin ir más lejos, mañana. Ella prefiere bañarse de noche, antes de venir a la cama, para lo que vendrá. Yo también lo hago, pero para dejar atrás el día, lo que fue. Somos diferentes, está claro. Pero yo diría que en la cama nos entendemos más que bien. Yo diría que esos momentos dan vuelta todo lo que podría estar mal y lo convierten en algo definitivamente bueno. Por los dos, lo digo. ¿He sentido acaso antes a una mujer disfrutar como a ella? De hecho lo pasa mejor que yo, diría. He estado con muchas mujeres, sé de lo que hablo. Es más: yo le hago a ella un bien mayor del que ella puede hacerme a mí. No es que quiera justificarme, pero es así, me parece.
Me cuesta no pensar en Emilia, que esta noche vuelve a venir.
Seco cada pliegue de mi cuerpo con dedicación. Es importante. He sentido un olor desagradable que emana de las zonas húmedas. Hay que rendirse a la evidencia: ya no soy joven. Pero sí vigoroso y lleno de vida. No tengo nada que ver, por decir algo, con José, mi vecino. Él sí que está vencido. No creo que me lleve demasiados años. Diez o quince, a lo sumo. Pero si tengo que compararme, sería como si yo fuera su hijo. O no tanto, pero su sobrino, digamos, aunque no sé si hay gran diferencia entre una cosa y otra.
Todavía desnudo, apenas cubierto con la toalla, acomodo algunas cosas del living. Es un buen departamento, éste. Mucho mejor de lo que he venido alquilando en los últimos años. Tiene un hermoso ventanal con un balcón que da a la avenida. Desde aquí, durante las noches de verano, me gusta ver pasar los autos y la gente. Sobre todo las chicas que van por la otra vereda. A Emilia la vi así por primera vez. Ella pasaba dando pasitos cortos, llevando en la mano la bandeja llena de tacitas con café, bajo la campana de plástico. Movía con gracia su culito de un lado para el otro. Creo que la visión me dejó boquiabierto. Dos veces la vi y fueron suficientes para decidirme a pedir algo en ese bar. Que me lo traiga la chica de pelo azul, creo haber dicho, como si pudiera haber otra. Es chico el bar. Ella vino, le hablé, me sonrió. Al mes ya no trabajaba más, ni le hacía falta porque estaba yo. Y la descubrí tan obscena que casi me dejo intimidar. Impensable, en alguien como ella.
Es difícil, me digo, sacármela de la cabeza. Me preparo un café sin azúcar –hace tiempo que me cuido con el azúcar- y me siento en el sofá a tomarlo mientras hago un poco de zapping. Prendo la tele y me encuentro con unos dibujitos animados espantosos. ¿No volví a prender la tele desde la noche pasada? Cambio buscando algo, pero no encuentro nada que valga la pena ver. Siempre es igual; creo que la tele solo la usa Emilia. La apago, termino mi café de un sorbo, me visto y abro la puerta.
En el pasillo casi me llevo por delante a José, que trata de introducir la llave en la cerradura.
-Hola, José- digo, por cortesía.
-Hola, querido- responde; el “querido” me resulta confirmatorio.
-¿No entra?- pregunto, señalando la llave.
-Nunca entra- dice; ni siquiera juega con el doble sentido. Está de vuelta.
-A ver- le digo y le doy una mano.
-Gracias, viejo. Tengo que cambiar los anteojos.
Bajo las escaleras y al cuarto o quinto escalón escucho de nuevo la voz de José.
-Escuchame –grita un poco- ¿No querés venir a casa esta noche? Me reúno con amigos. Viene Emilia.
Me detengo un instante y sonrío furtivamente antes de volver a subir, para que no me vea el gesto.
-No creo que pueda, José. Tengo gente yo también.
-Bueno, fijate, lugar hay.
-Me fijo.
Voy escaleras abajo sonriendo y pensando que si me aparezco esta noche en lo de José con mi Emilia, se caen todos de espalda. La Emilia de José es una psicóloga un poco pasada de cigarrillos. No voy a decir que no tiene los suyo, pero los años no han dejado de actuar sobre su cuerpo, que me imagino blando y vagamente áspero. La pobre cree que con haberse hecho las tetas puede volver al ruedo como si nada. Me echó el ojo, como quien dice, hace un par de meses. Y a decir verdad yo le seguí un poco el juego. No hay que andarse con vueltas cuando una mujer tira una línea. Pero la verdad que la pobre no puede competir ni en sus sueños con la mía, mi Emilia que repartía cafés y que va a venir esta noche, justamente.
Salgo a la calle pensando que por qué no, por qué no caer con Emilia a lo de José y largarla delante de sus amigos y de la Emilia que me ofrece. Voy a pensarlo mejor. Algo me dice que no vale la pena.
En el taller Luis me dice que el auto está a punto caramelo.
-Un violín- insiste, cambiando la metáfora.
-Me lo llevo, entonces, esta noche lo saco.
-Claro. La chiquita –dice revoleando los ojos.
Entonces entiendo por qué mejor no la llevo esta noche a lo de José. No quiero que nadie le diga como Luis, La chiquita. Si no le digo nada es porque lo conozco de años y no quiero que la próxima vez me haga un lío en el coche y después me cobre como un prestamista.
Subo al auto y me voy a dar unas vueltas por la ciudad. A esta hora es lindo pasear, escuchar música y ver a las mujeres andar ligeras de ropa porque el calor ha llegado pronto este año.
Creo que podría ir, después de todo.
Podría ir solo. Podría decirle a Emilia que tengo mucho trabajo y que no puede quedarse. Le doy unos pesos y a lo mejor se va de farra con las amigas. No sé por qué me preocupo si al fin y al cabo son todas tan parecidas. La Emilia que me espera en lo de José esta noche tiene lo suyo. No va a costar nada, seguramente. Y mi departamento está a dos metros. Y además no voy a encontrarme con los dibujitos, después, si prendo la tele.
Voy a ir, esta noche. Solo.
Como algo rápido en un bar y vuelvo a casa. Hace calor. No me gusta dormir la siesta, porque me parece cosa de viejos, pero la verdad es que estoy agotado y finalmente me tiro un rato. Pongo un poco de esa música que Emilia detesta y me tiro un rato. Doy una vuelta. Doy otras, mientras pienso excusas para decirle a mi Emilia.
La Emilia de José es divorciada. No tiene hijos y hace rato que, según parece, busca a alguien. No digo que no tenga lo suyo, pero está un poco pasada de cigarrillos y en el cuerpo esas cosas se notan. Aunque también he notado que tiene una voz agradable y es delicada y femenina y puede hablar de muchas cosas.
Al final me levanto y me preparo un trago, liviano, por tomar algo. No sé por qué la música me trae el recuerdo de esa Emilia que vendrá esta noche a lo de José y que ya me ha echado, como dicen, el ojo, hace un par de meses. Me imagino que mañana, cuando se vaya de aquí me va a prometer llamarme. O peor, va a hacer que yo le prometa llamarla. Así son las mujeres. Hasta Emilia es así, que pasa un día y ya quiere volver. Y vuelve, en definitiva, cuando se lo propone. Vuelve meneando las caderas y revolviéndose a cada rato ese pelo corto y azul, la chiquita. Siempre igual a como la vi cuando trabajaba en el bar.
Suena de pronto el timbre del portero eléctrico. Es Emilia que ha salido temprano, dice, y vino directo. No sé por qué le abro. No es capaz de respetar los horarios que ella misma pone.
La espero nervioso, porque al final me estaba convenciendo de ir esta noche a lo de José y ahora quiero que Emilia suba, ya, y se bañe y nos vayamos a la cama.
Pero cuando abro la puerta doy un paso atrás. Me da bronca que haya venido con la carpeta bajo el brazo, con los libros bajo el brazo todo envuelto en esa prenda blanca que ni quiero nombrar. Aparece así, como si no importara nada. Que yo sepa de dónde viene no significa que me lo arroje a la cara.
-Hola, lindo- me dice y es tan obscena.
-Hola, ¿no me hacés pasar?- dice y se levanta la falda.
-¿Me extrañaste?- pregunta y da un paso adelante.
Otra vez me digo que ella no me da tiempo a pensar. Y también se llama Emilia.
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