Tenías, realmente, dos ojos. Uno gris como los cielos de marzo. Verde el otro, como el trigo en primavera. De los dos era el verde el que me hablaba; el gris me mantenía, severo, a raya. Pero el otro, el izquierdo, era intenso y su susurro, cargado como la copa del sicomoro, tarareaba, como brotes, melodías.
Era casi divertido verlos pelearse en tu cara, sin movimiento aparente: forzando el uno a mirarme, el otro, a ver las estrellas. Era exigente tu ojo gris y aspiraba a perfecciones abismales. El verde era de la tierra, marrón seguramente, bajo el colchón hondo del césped. Hubiera, tal vez, reído, de no ser porque advertí tu sonrisa accidental. Te divertían mis ojos, parejamente pardos y contrariados, enojados entre sí por ver tus ojos. O tu boca, roja, que se reía de todos.
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