(UNO)
Los fines de semana, las tardes en el centro de la ciudad entran en un tiempo de letargo. Durante las horas en las que el sol declina, y hasta algunas después de haber oscurecido, el movimiento habitual se frena sensiblemente produciendo una rara sensación de paz o de hastío.
Lo sabía bien, porque el cuartucho semi derruido que alquilaba, estaba en el último piso de un edificio en vías de demolición en la calle Hipólito Yrigoyen.
El sábado, temprano, había salido a caminar un poco, a comprar algunas cosas necesarias para simular siquiera la apariencia de la higiene. La animación habitual había mermado, pero la gente, caminando apurada -un poco menos que de ordinario- reforzaba el clima urbano que se respiraba, inconfundiblemente mañanero.
De todos modos, el cielo abierto y la luz que difundía sobre la calle, siempre le habían resultado turbadores, imprecisos, la condensación de las ambigüedades; eran otros los momentos que lo afirmaban sobre el mundo y que le daban a los espacios exteriores la solidez de lo cierto.
Hacia la tarde un silencio de ausencias fue creciendo desde el asfalto, inundando las veredas y ascendiendo después como un vapor somnífero hasta las alturas imprecisas de los departamentos, encajonado entre las paredes grises.
En días así acostumbraba dormir la siesta, un poco inspirado por la sensación exterior de aburrimiento y otro poco para recuperarse del cansancio de la semana. Dormir hasta tarde era un permanente proyecto frustrado por la costumbre.
Pero ese sábado, cuando iba a acostarse, tocaron el timbre. En el último tiempo, que alguien llamara por teléfono era una verdadera anécdota, así que el hecho de que le tocaran el timbre podía considerarse sin duda una de las cosas más extraordinarias que le sucederían aquel mes.
Levantó el tubo del portero eléctrico y preguntó quién era. Siempre era peligroso hacer una cosa así, pero esos no eran peligros que lo intimidaran. Volvió a preguntar, al no oír respuesta. Nadie contestó tampoco su tercera interpelación. El portero no funcionaba hacía años y él lo sabía, pero no dejaba de tener una extraña esperanza, como si los aparatos que dejan de funcionar sin motivo aparente, se arreglaran por lo mismo.
-Ahora bajo- agregó aún, confiando en que si no podía escuchar al visitante, tal vez éste sí pudiera oírlo a él.
Ocho pisos sin ascensor para ver quién le tocaba el timbre, a su edad, le parecía una cosa excesiva, y bien pudo haberse hecho el distraído, pero la curiosidad fue más fuerte que la fiaca fervorosa que tenía.
Bajó con la certeza de que quien hubiera venido ya se habría marchado, desalentado por la demora. Pero – y era el primero en una serie que, sin saberlo, se estaba iniciando- estaba en un error. A través del vidrio sucio de la puerta podía distinguir el rostro de un hombre que creía conocer. A medida que se acercaba la nitidez de la imagen crecía y su memoria iniciaba una trabajoso proceso de reconocimiento que aún no estaba del todo completo después de abrir la puerta y enfrentarse cara a cara con el visitante.
Cuando estuvieron frente a frente ninguno supo qué decir; el hombre tenía una sonrisa leve, como la de quien se disculpa por una travesura; él -cuando la tarea de reconocimiento estuvo completada- meneó la cabeza, gratamente desconcertado.
-Esto sí que no me lo hubiera esperado nunca- dijo.
Entraron, fatigados, luego del largo ascenso. El dueño de casa se sentó en la única silla que acompañaba la mesa y el otro lo hizo en un banquito plegable destinado generalmente a las rarísimas visitas.
-¿Estás de paso o andás buscando dónde quedarte?
-Estoy buscando a alguien.
-No me digas...un laburo...
-No. Más o menos. Es una mujer...
-¿Vos buscando una mina? Eso no te lo creo.
-Tiene algo que quiero.
-Cualquier mina lo tiene.
-Es algo que me robó.
-¿Querés café?
-Bueno.
Se incorporó y fue a hurgar un rato en la alacena repleta de tarros que sonaban vacíos.
-Bueno, con el café no vas a tener suerte...¿unos mates?
-Está bien.
Cargó la pava y encendió la hornalla del anafe, después, mientras vaciaba el poronguito de yerba vieja ayudándose con la bombilla:
-Decime, Lucio, ¿cuánto hace que nos conocemos?- dijo.
El visitante hizo un gesto de duda, se veía que trataba de fijar numéricamente un espacio de tiempo que se le presentaba vasto y nebuloso. Pero advirtió, agudo, que no le preguntaban por la última vez que se habían visto.
-Como veinte años- aventuró.
-O sea que ahora debés tener unos...
-Veinte menos que vos.
-Es cierto, nunca me alcanzaste.
-En más de un sentido- dijo Lucio, enigmático.
-Verdad.
La pava silbó y el hombre veinte años mayor llenó el termo y el mate, cebó y chupó enérgicamente la bombilla; hizo un gesto de aprobación chasqueando la lengua; preparó otro y se lo ofreció a Lucio mientras volvía a acomodar su humanidad en la silla.
-No perdés la mano- dijo Lucio, luego de probar el mate.
-Así que te robaron.
-Así...
-¿Se puede saber qué?
-¿Qué va a ser?
-Claro. Y fue una mujer, dijiste.
-Una puta.
-Epa, no solías llamar mujeres a las putas.
-Puede que a esta le haya visto algo diferente.
-Puede..., y por eso te afanó.
-Puede...
-¿Y cómo entro yo en este asunto?
-Necesito que me tires algunos datos; te puedo dar el nombre.
El otro dibujó una sonrisa incrédula, nada más frágil que un nombre; después, más distendido, comentó:
-Si pensaba afanarte no iba a usar el nombre de siempre.
-No lo usó, pero se le escapó a la amiga cuando la saludó en la esquina en que la levanté. Habrá creído que no la escuché.
-¿Hay algo para mí o es por los viejos tiempos?
Lucio volvió a advertir que hacía una referencia a un pasado remoto.
-Hay, pero primero ayudame.
Hubo un momento de silencio, en el que ninguno de los dos dijo nada, sólo se oía el rumor homogéneo que subía, lento, desde la calle, ocho pisos abajo.
-Así que te metiste en un quilombo.
-...,más o menos.
-Siempre tengo que sacarte de apuros, pibe- dijo y se calló, arrepentido de esas palabras que sonaban demasiado autosuficientes; él también se había visto en apuros alguna vez. Miró a Lucio: se notaba que las palabras le habían dolido, pero también podía observarse, si se miraba detenidamente, cosa que él no hizo, que había en el fondo de la mirada como un fulgor oscuro, como una sombra de satisfacción secreta.
-Esta vez el asunto es grave, Santo.
Santo dejó de chupar el mate y miró al otro con ojos cansados, tristes casi, como si entreviera en todo el asunto una amenaza que alguna vez se había profetizado a sí mismo, y que llegaba en este momento de la vida en que se iba disponiendo, de a poco y sin apuros, ciertamente, pero con determinación, a iniciar un cambio de rumbo, si así puede decirse.
Pero la imagen del hombre que había venido a verlo, cuyo rostro trataba sin éxito de disimular la preocupación -o al menos así lo veía-, lo fue animando a aceptar la propuesta. Y había que animarse en verdad, porque sabía que una vez dentro, cualquier cosa podría pasar; sabía que al acceder al pedido de Lucio echaba a andar una farragosa maquinaria cuyo producto final nunca podía entreverse.
Levantó la vista y vio su propia imagen y la de Lucio distorsionada en la superficie de la pava. Esos dos también eran, quizá, ellos.
-Antes de que me digas el nombre de la mina- dijo Santo al cabo de un rato-, ¿de cuánto estamos hablando?
Lucio se estremeció un poco ante la pregunta, que era ya una respuesta favorable que lo lanzaba también a él a lo impredecible.
-Diez kilos- dijo.
Los fines de semana, las tardes en el centro de la ciudad entran en un tiempo de letargo. Durante las horas en las que el sol declina, y hasta algunas después de haber oscurecido, el movimiento habitual se frena sensiblemente produciendo una rara sensación de paz o de hastío.
Lo sabía bien, porque el cuartucho semi derruido que alquilaba, estaba en el último piso de un edificio en vías de demolición en la calle Hipólito Yrigoyen.
El sábado, temprano, había salido a caminar un poco, a comprar algunas cosas necesarias para simular siquiera la apariencia de la higiene. La animación habitual había mermado, pero la gente, caminando apurada -un poco menos que de ordinario- reforzaba el clima urbano que se respiraba, inconfundiblemente mañanero.
De todos modos, el cielo abierto y la luz que difundía sobre la calle, siempre le habían resultado turbadores, imprecisos, la condensación de las ambigüedades; eran otros los momentos que lo afirmaban sobre el mundo y que le daban a los espacios exteriores la solidez de lo cierto.
Hacia la tarde un silencio de ausencias fue creciendo desde el asfalto, inundando las veredas y ascendiendo después como un vapor somnífero hasta las alturas imprecisas de los departamentos, encajonado entre las paredes grises.
En días así acostumbraba dormir la siesta, un poco inspirado por la sensación exterior de aburrimiento y otro poco para recuperarse del cansancio de la semana. Dormir hasta tarde era un permanente proyecto frustrado por la costumbre.
Pero ese sábado, cuando iba a acostarse, tocaron el timbre. En el último tiempo, que alguien llamara por teléfono era una verdadera anécdota, así que el hecho de que le tocaran el timbre podía considerarse sin duda una de las cosas más extraordinarias que le sucederían aquel mes.
Levantó el tubo del portero eléctrico y preguntó quién era. Siempre era peligroso hacer una cosa así, pero esos no eran peligros que lo intimidaran. Volvió a preguntar, al no oír respuesta. Nadie contestó tampoco su tercera interpelación. El portero no funcionaba hacía años y él lo sabía, pero no dejaba de tener una extraña esperanza, como si los aparatos que dejan de funcionar sin motivo aparente, se arreglaran por lo mismo.
-Ahora bajo- agregó aún, confiando en que si no podía escuchar al visitante, tal vez éste sí pudiera oírlo a él.
Ocho pisos sin ascensor para ver quién le tocaba el timbre, a su edad, le parecía una cosa excesiva, y bien pudo haberse hecho el distraído, pero la curiosidad fue más fuerte que la fiaca fervorosa que tenía.
Bajó con la certeza de que quien hubiera venido ya se habría marchado, desalentado por la demora. Pero – y era el primero en una serie que, sin saberlo, se estaba iniciando- estaba en un error. A través del vidrio sucio de la puerta podía distinguir el rostro de un hombre que creía conocer. A medida que se acercaba la nitidez de la imagen crecía y su memoria iniciaba una trabajoso proceso de reconocimiento que aún no estaba del todo completo después de abrir la puerta y enfrentarse cara a cara con el visitante.
Cuando estuvieron frente a frente ninguno supo qué decir; el hombre tenía una sonrisa leve, como la de quien se disculpa por una travesura; él -cuando la tarea de reconocimiento estuvo completada- meneó la cabeza, gratamente desconcertado.
-Esto sí que no me lo hubiera esperado nunca- dijo.
Entraron, fatigados, luego del largo ascenso. El dueño de casa se sentó en la única silla que acompañaba la mesa y el otro lo hizo en un banquito plegable destinado generalmente a las rarísimas visitas.
-¿Estás de paso o andás buscando dónde quedarte?
-Estoy buscando a alguien.
-No me digas...un laburo...
-No. Más o menos. Es una mujer...
-¿Vos buscando una mina? Eso no te lo creo.
-Tiene algo que quiero.
-Cualquier mina lo tiene.
-Es algo que me robó.
-¿Querés café?
-Bueno.
Se incorporó y fue a hurgar un rato en la alacena repleta de tarros que sonaban vacíos.
-Bueno, con el café no vas a tener suerte...¿unos mates?
-Está bien.
Cargó la pava y encendió la hornalla del anafe, después, mientras vaciaba el poronguito de yerba vieja ayudándose con la bombilla:
-Decime, Lucio, ¿cuánto hace que nos conocemos?- dijo.
El visitante hizo un gesto de duda, se veía que trataba de fijar numéricamente un espacio de tiempo que se le presentaba vasto y nebuloso. Pero advirtió, agudo, que no le preguntaban por la última vez que se habían visto.
-Como veinte años- aventuró.
-O sea que ahora debés tener unos...
-Veinte menos que vos.
-Es cierto, nunca me alcanzaste.
-En más de un sentido- dijo Lucio, enigmático.
-Verdad.
La pava silbó y el hombre veinte años mayor llenó el termo y el mate, cebó y chupó enérgicamente la bombilla; hizo un gesto de aprobación chasqueando la lengua; preparó otro y se lo ofreció a Lucio mientras volvía a acomodar su humanidad en la silla.
-No perdés la mano- dijo Lucio, luego de probar el mate.
-Así que te robaron.
-Así...
-¿Se puede saber qué?
-¿Qué va a ser?
-Claro. Y fue una mujer, dijiste.
-Una puta.
-Epa, no solías llamar mujeres a las putas.
-Puede que a esta le haya visto algo diferente.
-Puede..., y por eso te afanó.
-Puede...
-¿Y cómo entro yo en este asunto?
-Necesito que me tires algunos datos; te puedo dar el nombre.
El otro dibujó una sonrisa incrédula, nada más frágil que un nombre; después, más distendido, comentó:
-Si pensaba afanarte no iba a usar el nombre de siempre.
-No lo usó, pero se le escapó a la amiga cuando la saludó en la esquina en que la levanté. Habrá creído que no la escuché.
-¿Hay algo para mí o es por los viejos tiempos?
Lucio volvió a advertir que hacía una referencia a un pasado remoto.
-Hay, pero primero ayudame.
Hubo un momento de silencio, en el que ninguno de los dos dijo nada, sólo se oía el rumor homogéneo que subía, lento, desde la calle, ocho pisos abajo.
-Así que te metiste en un quilombo.
-...,más o menos.
-Siempre tengo que sacarte de apuros, pibe- dijo y se calló, arrepentido de esas palabras que sonaban demasiado autosuficientes; él también se había visto en apuros alguna vez. Miró a Lucio: se notaba que las palabras le habían dolido, pero también podía observarse, si se miraba detenidamente, cosa que él no hizo, que había en el fondo de la mirada como un fulgor oscuro, como una sombra de satisfacción secreta.
-Esta vez el asunto es grave, Santo.
Santo dejó de chupar el mate y miró al otro con ojos cansados, tristes casi, como si entreviera en todo el asunto una amenaza que alguna vez se había profetizado a sí mismo, y que llegaba en este momento de la vida en que se iba disponiendo, de a poco y sin apuros, ciertamente, pero con determinación, a iniciar un cambio de rumbo, si así puede decirse.
Pero la imagen del hombre que había venido a verlo, cuyo rostro trataba sin éxito de disimular la preocupación -o al menos así lo veía-, lo fue animando a aceptar la propuesta. Y había que animarse en verdad, porque sabía que una vez dentro, cualquier cosa podría pasar; sabía que al acceder al pedido de Lucio echaba a andar una farragosa maquinaria cuyo producto final nunca podía entreverse.
Levantó la vista y vio su propia imagen y la de Lucio distorsionada en la superficie de la pava. Esos dos también eran, quizá, ellos.
-Antes de que me digas el nombre de la mina- dijo Santo al cabo de un rato-, ¿de cuánto estamos hablando?
Lucio se estremeció un poco ante la pregunta, que era ya una respuesta favorable que lo lanzaba también a él a lo impredecible.
-Diez kilos- dijo.
1 comentario:
Un día me tomaste lección sobre -El jueguete Rabioso- y me dijiste que estabas escribiendo una novela, y que uno de los personajes se llamaba Lucio, y que quizás, de alguna forma, se relacionaba con el mismo Lucio del Juguete.
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