9 de mayo de 2009

Los vasos comunicantes (tercera entrega)






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¿Valía la pena buscar a Vera y recuperar el manuscrito? La pregunta era rotunda porque la respuesta lo era. Buscar a la mujer era una cosa, recuperar el manuscrito, otra. Pero, como sea, se le hacía difícil separar los términos y a fin de cuentas, búsqueda y recuperación eran un único asunto.
En su historia, la que había escrito, un hombre llamado Santo también buscaba a una mujer. Casi ni notó la coincidencia. El recuerdo se le presentó como una imagen inconexa.
El sábado estaba terminando y él no había salido para nada. La luz del día declinaba ante el avance de las sombras y un ánimo gris empezaba a apoderarse de su espíritu. Una especie de curiosidad que le iba subiendo de a poco desde qué región profunda, como una picazón interna, como una especie de llamado.
Era una verdadera lástima haber perdido el manuscrito y, por qué no, haber perdido también a esa mujer que le había jugado una mala pasada absolutamente imprevista. Pensó en lo extraño que resultaba unir dos cosas tan sin concierto: una hembra cualquiera en la que había saciado sus impulsos físicos como en un simulacro cruel de otra sed, más profunda, que no podía, o no sabía, aliviar; y un manuscrito, producto del ocio y el aburrimiento, que era lo único que podía considerar suyo, el resultado oscuro de, quizá, la misma sed. Bien mirado, lo único suyo en todo el asunto era la experiencia de haber escrito. Poca cosa. El resto, la materialidad del texto no podía pertenecerle. La había producido, la había permitido y eso era todo.
Cuando la penumbra se había adueñado del cuarto, quiso volver a leer la nota que ella le había dejado. Encendió la lámpara que tenía sobre la mesita, junto a la máquina, y releyó en silencio. Era muy breve y la letra, un poco despareja aunque clara, parecía la de un niño. Eso era todo. Me voy, me llevo lo que escribiste, perdoname, feliz desayuno, Vera.
¿Cómo podía ella conocer la existencia del texto? Quizá lo había descubierto cuando entró al cuarto. Pero habían llegado muy tarde, un poco borrachos y, a decir verdad, no había habido tiempo muerto entre el momento de la entrada y el del ardor. De hecho, otros lugares habían funcionado ya como antesala del sexo, y él podía recordar con bastante precisión que habían comenzado a hurgarse y a probarse desde que la puerta plegable del ascensor se había cerrado.
Después era imposible. Ella se había dormido y él, que se había quedado a su lado, despierto y fumando, fue después zafándose de los brazos desnudos que lo apresaban, para ir finalmente a sentarse en la silla, frente a la máquina, a escribir. El ruido de la vieja Remington era lo único que podía explicarle algo; sin duda ella oyó el tipeo veloz y tal vez entre sueños imaginó la existencia del manuscrito, que la luz del día le reveló real. No habría podido sustraerse a la curiosidad, y en un acto poco meditado y perfecto, se había apoderado de él.
¿Cabía otra explicación?, ¿era necesaria? Se le ocurrió que lo único urgente era decidir qué hacer: olvidarse de todo o responder al llamado que, como una picazón interna, lo inquietaba.
Miró la firma: Vera. Un nombre breve y probablemente falso con el que ella había intentado clausurar cualquier imagen fantasmática, cualquier posibilidad de olvido ¿Cuántas mujeres semejantes le habían dicho sus nombres que, oídos a medias entre los vapores del alcohol o los gemidos de los cuerpos, se habían disipado nomás ser dichos, como si nunca hubieran existido? Pero la firma era una huella que se proyectaba hacia el futuro; no era solamente la declaración de una autoría, sino sobre todo un desafío al olvido.
Entonces se le ocurrió pensar que era ella la que lo buscaba, la que le declaraba un nombre que ya era una forma de darle una dirección, un destino, se diría, extremando la cosa.
Se abrigó bien y bajó a la calle. El frío de la noche lo despabiló. Caminó por la vereda en la dirección que ya sabía de memoria, la que se había convertido en una repetición inconsciente. Se detuvo en la esquina. La ciudad comenzaba a desatar su movimiento nocturno, diferente del que se desarrollaba bajo la luz del sol. Un movimiento de sombras que se volvían imprecisas, que semejaban algo que el día, abrumado por la claridad, desmentiría, siempre, aunque en apariencia se tratara de la misma, sólida, cierta, cosa.
Ahora no pensaba en nada, caminaba sin rumbo y había vuelto a convertirse en puro receptor de los estímulos del afuera: las luces móviles, el frío en la cara, el ruido de los autos. Por un momento fue parte de la noche, un estímulo más para los otros que pasaban.
Anduvo así unas cuantas cuadras, que no contó; sus manos en los bolsillos jugaban con algunos billetes arrugados y hacían tintinear sin ritmo las monedas sueltas que se entrechocaban.
Entró en un bar y pidió el cortado de rigor. Se sentó junto a la ventana y miró pasar la gente ¿Pasaría Vera por allí? La idea lo sorprendió por ser la primera cosa que pensaba desde que había abandonado el edificio, y porque se daba cuenta de que ya no podía pensar en la mujer sin nombrarla. Una denominación precisa la sacaba para siempre del follaje indiscernible de la realidad exterior. Luego pensó en su texto. Parecía claro que en adelante sólo Vera lo llevaría al manuscrito.
Miró con detenimiento a las mujeres que pasaban. Sonrió con la secreta admiración de aquella mujer cuyo rostro comenzaba a diluirse en su frágil memoria visual, pero cuyo nombre, sin embargo, se había grabado para siempre. Pensó, de todos modos, que la reconocería apenas verla, cuando ella, por ejemplo, desatenta a cualquier precaución, pasara por allí y lo mirara a los ojos de un modo semejante a como había hecho la noche anterior, cuando se conocieron. Pero era inútil, Vera no era más que un nombre, y acaso un rostro vago; y acaso algunas inconexas sensaciones que el cuerpo aún podía recuperar, tan semejantes, por lo demás, a cualesquiera otras.

-Buenas noches- escuchó que le decían. Levantó la vista y vio un hombre joven, con una campera negra y una enorme bufanda amarilla que le rodeaba en varias vueltas el pescuezo. El rostro que se le apareció primero absolutamente extraño, fue de a poco encajando, parte a parte, en algún registro previo que su memoria guardaba en alguna región a la que no acudía desde hacía mucho tiempo.
-Ya no te acordás.
En rigor, se acordaba, pero sólo de que el rostro le resultaba vagamente familiar.
-No mucho- dijo como en una disculpa.
-Ajá, soy Ángel, Ángel Marconi...,trabajamos juntos en “Garmendia Muebles”.
Dos nombres y el segundo operó como dispositivo desencadenante. Había trabajado un par de años en la mueblería del viejo Garmendia, hacía muchísimos años, cuando aún era casi un niño un poco aventurero al que le gustaba ratearse para ir a la carpintería y ganarse unos cuantos pesos que después gastaba en cigarrillos y cerveza. El dueño era un santafecino que había llegado a Buenos Aires siendo también muy joven, pero trayendo como equipaje, al menos, un mal aprendido oficio. Después de años de trabajo había logrado instalar una mueblería de barrio, de esas que aprenden a sobrevivir a fuerza de prestigio; un lugar donde hoy compran los padres de los futuros clientes. El local estaba en Villa Crespo, sobre Warnes, donde una mueblería parecía un oasis de madera, entre tanto olor a goma, a hierro, a grasa. Los transeúntes ocasionales, los que no eran del lugar, se sorprendían siempre al pasar por la enorme vidriera que exhibía rectilíneos juegos de dormitorio o de living; no podían comprender -como Garmendia, como los vecinos- que ese local era, secretamente, semejante a una placita en el microcentro, un grito de guerra de la diversidad contra la monotonía de los locales de autopartes. Sí, el viejo Garmendia.
-¿Te acordaste, al final?- dijo Ángel.
Se acordó, pero al final, cuando escuchó justamente esa pregunta, que encajaba casi a la perfección, por entonación y timbre, en otra, que pronunció Ángel una mañana en la que buscaban desesperadamente una factura que él había guardado, por puro descuido, en el cajón de una mesita de luz. Ahora se acordaba de Ángel, Angelito, así le llamaban. De pronto la memoria se transformó en reconocimiento.
-Sí, Angelito, me acuerdo.
-Eso mismo, Angelito me decías ¿Me puedo sentar?
-Sentate ¿Querés tomar algo?
-Ahora no, gracias.
-¿Qué ha sido de tu vida?
-Como cualquier otra, che. Como la tuya o la del vecino. O te parece que se puede tener una vida más interesante en este mundo de mierda.
-Bueno, no te recordaba tan retórico...Debe hacer siglos que no nos vemos.
-Para tanto no da el cuero, pero sí, hace como veinte años.
-Y después dicen que no es nada...
-No es tanto, fijate que después de tanto tiempo nos hemos puesto a charlar como si apenas hace un rato hubiéramos estado conversando.
-Es así. La fragilidad de la historia.
Dijo así, “La fragilidad de la historia”, y pensó automáticamente, sin proponérselo, en la que había escrito, en la que había creído lo suficientemente sólida como para que al menos permaneciera en su cuarto hasta el momento en que él, por pura gana, se sentara a releerla o a corregirla, esa misma historia que, ahora, por circunstancias que aún se le presentaban envueltas en una oscuridad casi impenetrable, estaba en manos de una mujer cuyo rostro había olvidado.
-¿Seguís en lo del viejo?- agregó, presto, por miedo a ponerse a hablar.
-Hasta hace poco- dijo Angelito-. No hará dos años que me fui.
-Conseguiste algo mejor.
-Para nada. Lo que pasó fue que tuve unos asuntos personales un poco complicados. Cosas que no tienen nombre y de las que más vale no hablar.
-Te entiendo- dijo, ingenuo.
-Pero eso ahora no tiene nada que ver. Hay que celebrar este encuentro. Ahora sí que quiero tomar algo. Y vos me vas a acompañar.
Llamó al mozo a voces y con gestos histriónicos y pidió dos whiskys dobles con hielo.
Él no tuvo voluntad para resistirse y a fin de cuentas se dijo que no estaba mal tomar algo fuerte esa noche en la que no tenía nada mejor que hacer, en la que corría el riesgo -tan común por lo demás en su vida- de pasarse el tiempo pensando infructuosamente en cosas de poca importancia, como pueden serlo un texto mal escrito y una mujer a la que seguramente no volvería a ver. Se sintió bien, porque después de muchos meses, tenía la sensación, repentina, como estrenada, de que por fin iba a pasarle algo.