16 de mayo de 2009

Los vasos comunicantes (cuarta entrega)

(DOS)


Santo puso en marcha, en los días siguientes, los engranajes de una maquinaria que había querido evitar, de la que había soñado alejarse, de a poco pero con firmeza. Él mismo formaba parte de ese Artefacto, que no lo dejaría marchar así como así, porque eso implicaría sencillamente resignarse a la detención. Había pensado en algún momento moldear una pieza nueva, tener un discípulo, se diría, que heredara su puesto en el mecanismo, una pieza que fuera como él y que incluyera, como agregado seductor, la vitalidad de la juventud. Pero quizá porque no se había presentado la oportunidad, quizá porque él mismo se había dejado ganar por el escepticismo o la fiaca, el discípulo nunca apareció.
De joven había soñado convertirse en un rufián. Se imaginó viviendo sin preocupaciones, ocupado en gratas tareas que lo distrajeran todo el tiempo posible de la tontería de vivir.
Pero era inútil, no pensaba así; vivir era una pasión a la que entregaba con todas sus energías, una sensación de fluidez, aliento al que se aferraba aún a pesar de que la mayor parte del tiempo era la supervivencia el único principio vital que conocía.
No la muerte. No la cesación. Sino la dinámica del tiempo que no se detiene.
Con tanto empeño se había dedicado a la conservación de sí mismo, tanto era el ahínco que había puesto en la perpetuación del respirar, que la muerte, presencia insoslayable en cualquier exaltación de la vitalidad, se le aparecía por momentos como sazón, especie de condimento esencial de cualquier cosa que llamara real, es decir viva.
Y la muerte lo había rondado, sin embargo, muchas veces. Desde que se dio cuenta del lugar que ocupaba en el mundo, desde que fue consciente de las características inherentes a la realidad en la que operaba, comprendió que la muerte le murmuraba al oído argumentos de resignación.
¿Había matado alguna vez? No importa dilucidar la cuestión. Había visto morir y basta. Cierta predisposición al vaticinio le indicaba que volvería a ver. Pero eso le inquietaba poco a esta altura e incluso sabía que algo semejante era una necesidad impuesta por la naturaleza misma del asunto que echaba a rodar, o mejor dicho, en el que él mismo se había lanzado; y no por costumbre, como podría pensarse, sino por el otro, por el Lucio pibe que le solicitaba un favor, por el muchacho que podría ser su hijo -que lo era de algún modo- y que constituía lo único que lo sobreviviría, cuando él/
Tenía además razones de sobra para temerle un fin sin comentarios, como eran todos los fines verdaderos: seco, puntual. De modo que no había remedio ni lo buscaba. Diez kilos eran cosa seria y nada habría logrado con hacerse a un lado, nada que no fuera la angustia por el otro; no había cosa más parecida a la muerte que la angustia, qué se podía hacer.
El lunes visitó a Julia. Así la conocía desde hacía años y, vaya a saberse por qué, nunca se le ocurrió suponer que su nombre era otro; después de todo era tan común. En los espacios en los que había aprendido a moverse, los nombres eran apenas apelativos, cualquiera tenía varios y no era extraño que al referirse a alguien se tuviera que recurrir a un listado de seudónimos detrás de los cuales se ocultaba un innominado, un ser finalmente anónimo y, por la misma razón, virtualmente inexistente. Tal vez él, porque por descuido o por desconfianza, sólo utilizaba el nombre que figuraba en los papeles, se había convertido con los años, en alguien de verdad, en un componente difícil de reemplazar; quizá por eso mismo era común que los otros le confiaran cosas, secretos que él guardaba sin miedo; la confianza que generaba venía -así lo creía él, de ese nombre único. Se sentía como un espejo en el que todos podían mirarse. Ahí terminaba la cosa, nunca atribuyó nada al plano del significado con el que su nombre se ligaba; estaba muy claro -incluso más para los otros que para él mismo- que la santidad le era indiferente.
Julia vivía en un viejo departamento en la calle Bolivia. Hacía tiempo que Santo no pisaba las calles de Flores y volver a hacerlo le produjo una euforia singular de tiempo recobrado. La noche era precisa y un viento tibio del norte -no infrecuente en esa época del año- le enredaba en el cuerpo las hebras olorosas del pasado, en un embrollo de recuerdos que se le apelotonaban en la mente, indiscernibles y contundentes.
Así, no le costó reconocer la puerta de hierro, que más parecía una clausura que una entrada.
Tocó el timbre con seguridad. Esperó y volvió a tocar. Una voz metálica y ronca se dejó oír.
-Quién.
Sabía que cuando Julia preguntaba de esa manera, a quemarropa y como si no fuera una pregunta sino un insulto, estaba trabajando. Lo recordaba perfectamente y se preguntó qué edad tendría ella ahora, o más bien qué edad tendría, simplemente, porque nunca lo había sabido. Hasta las putas, pensó, conservan esas coqueterías.
-Santo- dijo secamente, como si aún después de tanto tiempo no hubiera necesidad de aclarar más. Y la verdad era que no había.
La voz volvió a oírse tras una pausa, igualmente metálica y ronca, pero menos dura.
-Esperá, ahora bajo a abrirte.
Se puso las manos en los bolsillos, no tanto por el fresco que había empezado a levantarse, sino porque las sentía cansadas de tenerlas colgando. Esperó silbando y dando golpecitos en el suelo con los pies. Al cabo de un rato, oyó pasos. Ninguna luz se encendió y recién cuando estuvieron muy cerca pudo distinguir dos sombras que se aproximaban a la puerta. Julia abrió y un hombre se deslizó, presuroso, hacia la calle. Santo ni siquiera pudo verle la cara y estaba bien, porque era eso justamente lo que el visitante había querido. Lo miró, de todos modos, alejarse con pasos cortos y rápidos, hasta que la noche lo ocultó. Luego miró hacia la puerta abierta.
-Entrá que estoy en pelotas.
Entonces vio que ella se cubría apenas el cuerpo desnudo con un desabillé rojo y gastado, que le quedaba chico. Y lo primero que vio, antes que el rostro, fue el bulto de los pechos mal cubiertos por la tela y el brazo que inútilmente trataba de cerrar la abertura. Después la miró a la cara. En la ocuridad, Julia parecía tan joven como siempre.
Entró y ella cerró la puerta.
-Subí. Ya sabés dónde es.
Sabía, Santo, ciertamente, dónde era. Había ido allí muchas veces y recordaba hasta los más mínimos detalles: cada grieta en la pared, cada rajadura en los escalones, el eterno olor a comida caliente que inundaba los pasillos y la escalera del edificio, las puertas iguales de madera antaño barnizadas, el picaporte frío de bronce ennegrecido, la luz tenue del departamento brumoso por el humo de los sahumerios y los cigarrillos, el intenso olor a tabaco y almizcle, la mesa, y la cama siempre deshecha; esos detalles le hablaban menos de su buena memoria que de lo igual que estaba todo; era como si hubiera una necesidad de que las cosas permanecieran idénticas, como frenadas en su devenir.
El arrebato de los recuerdos lo distrajo a tal punto que se sobresaltó al escuchar la puerta del departamento cerrarse tras de sí. Se volvió y pudo ver a Julia con las manos detrás de la espalda, aferrada aún al picaporte, con el desabillé abierto, mostrándose en su desnudez, sin pudor y sin sensualidad. Seguía viéndose casi tan joven como la recordaba y la firmeza de sus carnes no había menguado. Era la Julia que conociera tiempo atrás y a la que le debía más de un favor y de una palabra.
-Parece que el tiempo pasa sólo para mí- dijo.
Ella no recogió el halago y con un suspiro de cansancio se acercó a la cama, se desnudó completamente y comenzó a vestirse. Santo se quedó parado, junto a la mesa que soportaba un velador de pantalla anaranjada. El sahumerio en el suelo desprendía su hilo perfumado en recta vertical, hasta espiralarse en volutas caprichosas que acababan por desvanecerse.
-¿Te vas a quedar ahí parado como un zonzo?- dijo ella mientras se calzaba una babuchas violetas y muy amplias.
Santo se sentó en el sillón que estaba junto a la ventana.
-Ahí no- dijo Julia-. Siempre te sentabas ahí y es mi lugar.
Le arrimó una silla y él se sentó. Ella prendió un cigarrillo y se acomodó en el sillón con los pies arriba, abrazada a sus propias piernas.
Santo no sabía qué decir, o sí, pero no encontraba la manera de empezar. Francamente había esperado un recibimiento menos frío, después de todo, así suele ser cuando los amigos que no se ven durante mucho tiempo se encuentran. Pero está claro que la amistad entre una puta y un fracasado rufián tiene suficientes particularidades como para que pocas cosas de la amistad corran por las sendas habituales.
Pero había otra historia en juego y Santo la conocía muy bien. No quería, sin embargo, creer que ciertas situaciones pasadas presidieran, como una sombra amplia, esa visita. Quizá recién se daba cuenta, al ver el modo en que Julia le hablaba, al ver la forma en que se movía, que el pasado, para ella, no estaba instalado sólo en los objetos que la rodeaban, en los hábitos que en su repetición lo convertían todo en un presente igual a sí mismo. Había que resignarse a comprender que ciertos recuerdos, para él, de poca importancia, tenían para ella una densidad morosa que aún no acababa de ceder ante el fluir liviano del acontecer.
Julia lo miraba fijamente y fumaba con vehemencia, despidiendo el humo en chorros violentos, marcando un ritmo desconocido con el pie.
-¿Qué necesitás?
Él se relajó; si las cosas iban a ser de ese modo, si no iban a permitirse un convencional simulacro de reencuentro, no había de qué preocuparse; sabía a qué había ido y si ella estaba fastidiada por su visita, no tenía más que preguntar lo que necesitaba e irse tal como había llegado.
-Datos sobre un nombre.
Julia lanzó una risa sonora y sarcástica. Una pequeña cicatriz se le marcó en el pómulo izquierdo. Pero enseguida su expresión se endureció.
-¿Y para eso tenías que venir a joderme a mi casa cuando estaba trabajando?
-Vos me hiciste pasar.
-¿Para preguntarme por un nombre?
-Y para verte, también...
-Tendría que haberte mandado a la mierda.
-Pasaron como diez años.
-¿Te metiste en un quilombo?
-Pero vos estás igual.
-¿Te metiste en un quilombo?
Santo se sintió estúpido; todos sus intentos por convertir ese diálogo en algo ameno chocarían contra la pared inquebrantable que Julia tenía levantada, ¿desde cuándo?. Probablemente desde la última vez que se vieron.
-No. Yo no.
Estaba avergonzado; se había dejado llevar por las ganas de hablarle; quiso recomenzar un diálogo interrumpido en otro tiempo, pero se daba cuenta de que Julia no tenía ganas de recomenzar nada; menos aún un diálogo.
Ella apagó el cigarrillo y se quedó mirando el vacío. Al verla así, Santo recordó de pronto cuánto la había deseado en otra época, y no es que no pudiera desearla en ese mismo momento, simplemente estaba allí, tal como lo había dicho, con una finalidad muy precisa y otra menos clara, más turbia, que hubiera querido contener pero que había, pese a su esfuerzo, aflorado como una burbuja que encuentra su camino hacia la superficie.
De pronto Julia le clavó la mirada y la sostuvo hasta cuando parecía insoportable.
-¿De quién querés hablar?