3 de mayo de 2009

Los vasos comunicantes






Este fue mi primer intento serio de escribir una novela. No he vuelto a releerla, seguramente porque en su momento la releí demasiadas veces, hasta ya no ver nada. La terminé en el 2005, y el tiempo pasa. Voy a publicarla completa (prometo, la otra la terminé pero por ahora no la voy a subir) Espero que ésta les guste.






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Aunque toda conclusión se le antojaba arbitraria, otros finales, y no éste, parecían, desde el comienzo mismo, visibles, discernibles en la bruma del desarrollo, durante el cual cualquier camino se enroscaba hasta lo inverosímil, dejando claro, como por una analogía fatal, que nacimiento y muerte, comienzo y fin, eran los únicos hechos pertinentes para cualquier filosofía, lo Radical con mayúsculas. Pero esta vez no había podido entrever ese cierre, tal vez porque lo que había nacido era un relato y era imposible dejarlo morir, había que matarlo, inevitablemente.

Por eso persistía la sensación de que algo quedaba inconcluso. Rápidamente volvió a hojear el manuscrito. Leyó, sin detenerse en los detalles que le desagradaban, aún no era llegado el momento de la corrección; y en esa lectura rasante que concluyó poco después, percibió la terca evidencia de lo abierto. Pero no se inquietó demasiado. A fin de cuentas terminar de escribir un relato le daba una satisfacción íntima, y si bien le pesaba sentirlo cortado abruptamente, pensó que habría tiempo para revisarlo.

Era muy temprano o muy tarde, había escrito durante casi toda la noche, simplemente porque la mujer le había despertado la necesidad de la conclusión. La mujer, que seguía ahí, sobre la cama, desnuda y dormida, ajena a su trabajo. Después del sexo se había rendido al sueño sin decir palabra y él, que fumaba tranquilo y miraba el humo hacer las volutas fantásticas e hipnóticas en su camino ascendente hacia la disolución, apenas sintió que la respiración de ella se adensaba haciéndose más profunda, se vio impelido, por qué fuerza extraña, a levantarse y dar término a la historia que, pacientemente, y en los pocos ratos libres, venía escribiendo desde hacía un par de meses.

No era escritor ni soñaba serlo, no tenía en realidad ninguna profesión específica. Tampoco tenía un lugar fijo de residencia, se conformaba con hallar, en las peores épocas, algún cuarto donde descansar el cuerpo y, en los tiempos mejores, alquilaba algún departamento mínimo, como éste, donde acababa de terminar de escribir y donde los primeros fríos rayos del sol de junio, abriéndose paso entre las viejas cúpulas de la ciudad, desmentidos por la niebla de la mañana, revueltos por las palomas grises que volaban de cornisa en cornisa, comenzaban a penetrar a través de los vidrios sucios sin cortinas.

El cuarto apestaba a tabaco y a sexo, y como para disipar el olor penetrante que se mezclaba con otros menos reconocibles, como para borrarlo, se diría, de un plumazo, prendió un cigarrillo, aspiró fuerte el humo, y lo exhaló en un chorro luminoso y gris que hizo reverberar la luz que a duras penas entraba por la ventana.

La mujer se movió dando profundos suspiros, sin despertarse todavía, abrazándose a la almohada como horas atrás se abrazara a su cuerpo, en el fragor de las caricias mentirosas, apenas estimulantes, que habían constituido un breve y poco entretenido juego previo.

Él miró la hoja en la máquina. Advirtió que no había escrito la palabra FIN. Lo alivió pensar que hasta su inconsciente se resistía a decretar la clausura del relato; pero se preguntó también si era esa clausura la que lo inquietaba, o si había otro cierre que de igual modo había efectuado como una arbitrariedad un poco forzada y sin convicción. Fumó tratando de no pensar, tratando de convertirse, si fuera posible, únicamente en el receptáculo de los estímulos externos; cerró los ojos para que la visión no entorpeciera con su tiranía el buen funcionamiento de los demás sentidos; le defraudó darse cuenta de que sólo podía atender una sola sensación a la vez, como si hubiera que hacer el esfuerzo por conectar el oído, el olfato o el tacto, el gusto acre del cigarrillo, sucesivamente, con su cerebro, para decir en orden: he allí el sonido, he allí el sabor. Una microhistoria de su percibir. El relato es una fatalidad del lenguaje.

Oyó de pronto, nítidamente, como confirmando la existencia del mundo exterior, la voz de la mujer, que le preguntaba la hora. Abrió los ojos y la vio sentada en la cama, con el pelo revuelto y los pechos asomando generosamente entre las sábanas arrugadas que la cubrían mal. Miró el reloj de la pared y le dijo que las ocho y algo. Ella bufó, como si fuera muy tarde o muy temprano y le sonrió. Pese a la cara todavía algo hinchada por el sueño, se podía ver que era una mujer hermosa y a él le hubiera gustado saber su nombre, para decirlo en ese momento, aunque no supiera qué frase podría incluirlo sin que sonara, el nombre, artificial. Ella se levantó y fue hacia el baño sin cubrir su desnudez espléndida y él se quedó mirándola, deseando súbitamente volver a gozarla, como había hecho unas pocas horas atrás, cuando habían llegado, ocupados simplemente en conocer lo tangible, el uno del otro.

Se apresuró a sacar la hoja de la máquina, la colocó en el pilón y escondió el manuscrito en una caja de cartón que al efecto había conseguido. ¿Importaba realmente?. Las mujeres con las que había estado en los últimos meses no habían venido a conocer de él nada más que lo estrictamente necesario, y él tampoco había querido decir, ni mostrar, nada de sí. Llegaban a cualquier hora y, las más, se iban poco después dejando apenas un vago olor a perfume y a cuerpo saciado. Si acaso alguna dormía en su cama, por la mañana, casi sin palabras, se marchaba con apuro, como si afuera hubiera dejado olvidado algo.

Por eso justamente no había caso en mostrarse, en dar a conocer nada: menos aún el hecho de que había escrito, algo que podía llamar suyo y de lo que con justicia podía sentirse orgulloso, más por lo singular del hecho que por su resultado. Definitivamente, había invertido en ese trabajo más de sí mismo que en cualquier otra cosa, y sin embargo, algo había también de cosa ajena, de asunto en el que nada tenía que ver él, como si, habiendo narrado la historia de unos personajes otros, esa historia defectuosa fuera más de ellos que de él mismo. Y aún era dable suponer que la ansiedad que lo ganó aquella noche, respondía a mecanismos remotos que lo habían impulsados a volcarse a la escritura, a una especie de ruego o pedido de esos seres que, en forma ineficiente y engañosa, pululaban por las páginas mecanografiadas y querían, definitivamente, cesar, apurados por calmar la angustia de lo incompleto. Y todo después de no haber dado, con una mujer extraña de la que ni siquiera conocía el nombre y cuyo rostro se confundiría seguramente entre el de otras tantas, más que la materia de su cuerpo. Allí, en la caja, había de quedar su relato con sabor a inconcluso, para que pudiera decidir después qué hacer con él. De a poco lo ganó un ridículo sentimiento de posesión, una ingenua afectividad por esa escritura descuidada, como si se tratara de un niño que él hubiera dado al mundo, dotado de pronto de un extraño poder.

La puerta del baño se abrió y la mujer apareció aún desnuda, con la cara lavada y el pelo ligeramente humedecido. Volvió a mirarlo y a sonreírle con familiaridad y comenzó a vestirse, yendo de un lado a otro alrededor de la cama para recoger la ropa que se hallaba regada por la habitación.

-Si no te molesta, me quedo a desayunar ¿Querés bajar a comprar algo mientras me visto?

El tono del comentario lo sorprendió por lo simple, por lo familiar; no supo al principio cómo responder, pero al no hallar nada qué decir sobre lo dicho, asintió.

Bajó a la calle con un poco de desagrado, sorprendido a pesar suyo no sólo por la confianza que la mujer se había tomado sino sobre todo porque él no había sabido cómo negarse; por otro lado, se dijo, era igualmente intrascendente haber dicho que no o que sí, que hacía frío y que no estaría mal tomar algo caliente y sustancioso y que si la simpleza de la mujer le permitía desayunar en compañía de alguien con quien pudiera intercambiar siquiera unas frases estereotipadas, no había por qué ofuscarse.

La había conocido la noche anterior, de un modo semejante a como había conocido a tantas otras: un encuentro accidental, unas cuantas palabras amables y oportunas, unos tragos que alisaran el terreno y la propuesta final, implícita desde la primera mirada. De un modo semejante a como había hecho con tantas otras, la había llevado hasta allí -otras veces había sido él el invitado- y de la misma forma habían calmado mutuamente sus ansiedades. Viéndolo así, la peculiaridad de esta mujer estaba acaso en un detalle nimio, así como alguna llevaba un anillo de casada u otra tenía el pubis depilado. Era inevitable que también ella se fuera sin dejar más rastro que el efímero perfume de su cuerpo o algún largo cabello enganchado en la funda de la almohada. Así había sido siempre y así lo había querido él, que no hallaba sentido en la frecuentación de una misma mujer, mucho menos en cualquier forma de la exclusividad. Respecto del sexo opuesto, sólo podía concebirlo como vehículo de goce, no exclusivamente sexual, sino también -y con frecuencia- estético.

Volvió con unas facturas calientes que le entibiaban las manos a través del papel del envoltorio, desde el cual un cocinero con cara satisfecha lo miraba sonriente.

Al abrir la puerta lo asaltó un amable aroma a café caliente. Dejó el paquete sobre la mesa del comedor y vio al pasar que no había nadie en la cocina, la mujer tampoco estaba en la habitación. Se había ido, justo cuando la idea de compartir el desayuno comenzaba a gustarle y hasta a entusiasmarlo, a causa del familiar perfume del café, que tiene la virtud de devolvernos, no se sabe muy bien por qué, a la infancia.

Le pareció extraño. Si bien todas se habían marchado calladas, todas se habían, sin duda, abstenido conscientemente de decir nada que instaurara una espera. Segunda peculiaridad en esta desconocida que después de un gesto de candidez, que ahora podía reputar incluso delicado, se arrepentía nomás verse sola, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que las circunstancias que la habían llevado a pasar la noche con él, censuraban por naturaleza cualquier tipo de intimidad real. O quizá fue que él había tardado demasiado y ella había tenido que marcharse a cumplir con compromisos de la mayor importancia.

Se sirvió una buena taza de café y masticó perplejo una medialuna. Estaba un poco fastidiado por la actitud de la mujer, y su fastidio al mismo tiempo le sorprendía porque, al fin y al cabo, se dijo, nada anormal había pasado; le costaba reconocer que un par de trivialidades bastaran para convertir en un hecho diferente lo que estaba signado por la repetición, que nunca desdeña lo trivial.

Un rato después se le ocurrió pensar que la mujer había esperado a que él no estuviera para marcharse; pero esta hipótesis lo dejaba tan confundido como las anteriores. Sólo le dio crédito cuando entró al cuarto para arreglar la cama y vio de soslayo, bajo la mesa que le servía de ocasional escritorio, que la caja con el manuscrito había desaparecido y que en su lugar no había más que un papel escrito a mano. Se arrojó literalmente sobre él y lo leyó sin comprender una sola palabra; la ansiedad le impedía entender lo que, finalmente, leyó: que la mujer se había llevado el manuscrito, que le deseaba feliz desayuno, que se disculpaba por la huida y que se llamaba Vera.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

que linda metanarratividad: Un personaje termina el final que "el escritor" deja inconcluso, un personaje, se roba el final de la historia...

Anónimo dijo...

Un personaje terminó de escribir su final inconcluso.
Un personaje le robó el fin.
Que linda la categoría de personaje.
Que lindo recurso la metanarratividad.