17 de agosto de 2009

Los vasos comunicantes (Décimoquinta entrega. Final)








8
(OCHO)



En unos pocos días, los acontecimientos fueron precipitándose como una fina lluvia que nunca hubiera previsto. Y al darse cuenta de ese desencadenamiento inesperado e irrefutable, estuvo obligado a pensar que, igual que en su novela, hay finales que no se pueden entrever del todo, no porque se mantengan ocultos mediante un magistral manejo del suspenso, sino porque amenazan con quedar abiertos y hay que darles, mediante un tajante acto de la voluntad, un cierre; un corte, más bien, abrupto y definitivo.
Vanesa no sólo lo había llamado, sino que habían vuelto a verse y habían hablado. Del manuscrito, primero; de Vera. Pero por fortuna la conversación derivó como un río nuevo, azaroso, llevado por los caprichos de la geografía, hacia lugares inciertos. Y por primera vez en mucho tiempo comprendió cuánto había buscado aquello, cómo la fuerza de su manantial había estado creciendo desde lo profundo y se había ido abriendo camino a través de la roca para, ahora, con Vanesa, fisurar el límite de la superficie y derramarse bajo el sol por la ladera reseca de su existencia. Y en esa apertura a la palabra, preámbulo de la de los cuerpos, percibió cómo crecía en él una sensación semejante a la que había experimentado algunos meses atrás y que lo había llevado, en esa ocasión, a escribir. Pero había esta vez una diferencia decisiva, como la hay entre la angustia y la emoción. Y entendió que la angustia que había seguido al robo de Vera estaba en haber considerado aquel manuscrito primogénito más como un final que como un comienzo.
No hizo falta hablar de esto con Vanesa, parecía que de tal manera todo aquello había pasado a un segundo plano, que ahora se sentía liviano, como sedado y a la vez, lleno de una singular energía.
Y por eso no tuvo ningún reparo en hablar con ella abiertamente de los pormenores de su novela ausente, en parte porque ese texto, que pronto volvería a él, se había vuelto semejante a un amigo que tras larga ausencia anuncia su regreso, llenándolo de una ansiedad alegre y expansiva.
Ahora que caminaba hacia la dirección que Vanesa le había dicho, pensaba en estas cosas. En su novela, Santo, el protagonista, no sólo hallaba a la ladrona, sino que además descubría, en una vuelta de tuerca que le parecía torpe y defectuosa, menos por la idea que por la ejecución de esa idea, que esa mujer no era otra que la misma Juliana, la prostituta que le había solicitado una ayuda que él le había negado. Esa mujer quería cambiar de mundo, quería ocultarse en la realidad simple de la omnisciente mirada del submundo al que ambos pertenecían. Y había querido además que Santo la acompañara en su huida. En un diálogo que recordaba lleno de clichés, Santo le había dicho que escaparse era imposible, que los que como ellos habían elegido ese lado de la realidad, no tenían ninguna posibilidad de fuga. Era justo en ese momento que había cerrado toda perspectiva: defraudaba a sus personajes quitándoles la posibilidad de la redención. Ahí era justamente donde el final se forzaba: Santo mataba a Juliana y luego se pegaba un tiro tremebundo que intentaba dejar claro los supuestos buenos sentimientos de ese hombre maduro hacia la mujer que acababa de suprimir.
Pero el final podía ser otro porque, evidentemente, todo ese texto no era más que un inicio. La torpeza constructiva y hasta estilística de la novela recién ahora se le hacía patente. Era la primera cosa que había escrito en su vida, pero no sería la última; de eso, ahora, estaba seguro; de eso y de que Vanesa, sin ser lo que Angelito había dicho, era una buena mujer, simplemente porque parecía que para ella él también era un buen tipo. No estaba nada mal acompañarse un poco. En la existencia incomunicada que había llevado siempre, poder contar con alguien a quien convidar, además de los espasmos de la cama, otros estados del cuerpo y la conciencia, no era, digámoslo así, poca cosa.
Llegó a una esquina y dobló a la izquierda, caminó aún dos o tres cuadras más. El corazón se le iba agitando levemente, un poco por la ansiedad, un poco por el ritmo parejo y veloz de la caminata.
Finalmente llegó a la esquina que Vanesa le había indicado. Pero antes de penetrar en el pasaje que cortaba la cuadra, se detuvo abruptamente. Por la entrada opuesta del callejón avanzaba Angelito.
Puteó por lo bajo ¿este tipo lo venía siguiendo o qué? Después de todo lo que le había dicho, era bastante claro que no estaba muy bien parado en el mundo y que alguna dificultad debía tener esa conciencia para leer lo exterior. Se escondió detrás de unos canteros que había por allí y esperó que Angelito pasara sin advertir su presencia. A resguardo, detrás de las tupidas plantas, pudo ver cómo el otro se detenía frente a la entrada de un pequeño edificio y miraba a un lado y otro, como escudriñando cualquier presencia inoportuna. Él contrajo todo su cuerpo, como si quisiera hacerse más pequeño o tratando de volverse planta, incluso, para no ser descubierto; precauciones exageradas; pronto se dio cuenta de que la indagación de Angelito era más automática que cuidadosa. ¿Qué andaría haciendo por allí? Tuvo otra vez la sensación de que algo andaba mal. Aunque confiaba en Vanesa y estaba seguro de que ella no le había mentido respecto de su estricta relación mesera-cliente con Ángel, algo percibía que no le gustaba, algo que podía atribuirse a una larga o significativa cadena de coincidencias que conectaban del modo más desconcertante hechos y personas de la más variada índole, y que empezaba en la sugestiva relación, directa, lineal, entre la mujer ladrona de su novela y el robo de Vera. Esas casualidades formaban en su imaginación un entramado confuso, pero lleno de resonancias, que no le permitían, por un lado, tejer una red de sentido clara y ordenada ni, por el otro, tomar cada elemento por separado y dejarlos ser, simplemente, hechos o entidades sin conexión real.
Después de la descuidada pesquisa, Angelito entró al edificio y él pensó, no supo por qué, que así debió haber entrado Santo, el protagonista de su novela, al departamento de Juliana (antes de hacerle ver que la había descubierto y antes, también, de matarla y matarse).
Cuando comprobó –ahora él- que ya no había moros en la costa, salió de su escondite y caminó por el pasaje, intermitentemente iluminado por un farol que se encendía y se apagaba con ritmo desparejo.




Angelito dejó atrás la amplia puerta vidriada y subió resignadamente las escaleras hasta el segundo piso y se detuvo frente al departamento que ya conocía, ante la puerta, de la cual colgaba como olvidado un número que había querido parecer de bronce pero que evidenciaba su condición de lata. Vaciló un momento. Sabía perfectamente a qué iba allí, pero un vago sentimiento de duda lo asaltó. No una duda acerca de la tarea que le habían encomendado, sino otra, más profunda, que tenía que ver sin duda con sospechas que había ido acumulando, con temores que tenían su origen en la mera desconfianza que formaba parte indisoluble de la realidad según la entendía.
Pero despejó cualquier titubeo, como quien despeja el humo dañino de un cigarrillo ajeno, y abrió la puerta.
Adentro estaban los que esperaba: dos mujeres y un hombre, pero aunque sabía perfectamente quiénes eran, sus nombres respectivos no acudieron a su plano conciente hasta que no atravesó el umbral.
-Lucio, ¿qué hacés acá?- dijo Santo.

(Ella, ahora, de quien sabemos poco, puede ver la escena casi completa: Santo, sentado en una silla; Lucio, de pie, junto a la puerta; y Julia, la hermosa, parada cerca de ella, la mano apoyada sobre la suya. Casi es completa la escena. A sí misma no puede verse. O no del todo. Se siente como un personaje oblicuo. Y sin embargo nadie podría negar su participación en los hechos que se habían ido desenvolviendo, con cierto capricho, tan sólo para que desembocaran en este lugar y en este momento, un segundo, apenas, un instante; nada tardarían en seguir desmadejándose. Incluso allí tendría ella una centralidad ya calculada. Pero ahora, la escena. Más o menos como la vez pasada, cuando no tuvo pudores y se entregó a las caricias de Julia en medio de la noche y de las miradas de Santo que se ocultaba no sabiendo; como ahora, que apenas irá dándose cuenta de que ya no tendrá que darse cuenta de nada. Y después de que termine lo que Lucio tramó, vendrá el final sorpresa. Lo que Julia y ella prepararon. Lo que ella misma meditó a la luz de una extraña historia que unos días atrás le robó a un tipo de tantos, mientras se llamaba Vera y había salido con su amiga, Vane, Vanesa. Esa historia insólita hacía de alguna manera estallar los presupuestos del Artefacto, lo convertían en una forma de la imaginación, lo desacreditaban como universo cerrado, porque revelaba los hilos que lo unen al mundo común, al bajo, común mundo que lo nutre y lo vacía; los vasos comunicantes que le indicaban que Julia y ella no se amaban sin esperanzas)


-Te imaginarás a qué viene- contestó Julia-. Te dije, Santo, que te cuidaras de éste. Ahora se acabó.
-La verdad, no entiendo, ¿qué pasa?
Lucio no dijo nada, se limitó a posar la mirada primero en Julia, después en la otra mujer y finalmente en Santo, que tenía una sonrisa tonta y nerviosa.
-Se acabó, Santo –dijo- ¿Julia? Contale.
-Ni Julia ni yo tenemos nada que decir, todo esto fue asunto tuyo; hablá si tenés que hablar- intervino sorpresivamente la otra mujer, esa misma en quien Lucio había depositado todas sus dudas, ésa que prácticamente no había intervenido, creía él, más que para traer a Santo a ese lugar. Esa mujer le decía ahora que todo había sido asunto suyo. Eso quería decir que lo dejaban solo con su tarea aún sin cumplir, y también significaba que había tenido razón en desconfiar de ella, siquiera porque ahora ni ella ni Julia estaban de su lado para avalar nada.
-A ver, Lucio, creo que ya entiendo...
La intervención resignada, como vencida, de Santo, le hizo actualizar en un segundo el fin que lo había llevado hasta ahí. Pero aunque quería decir algo, como para que las cosas no fueran tan crudas, ninguna palabra concurrió, ninguna frase se hizo presente, y era evidente, además, que esas palabras tampoco vendrían ni de Julia, ni de la otra.
Repentinamente, Santo se sentó en una silla que estaba contra la pared.
-Decime una cosa, pibe ¿hacía falta dar tantas vueltas? Tuviste miles de oportunidades, cuando viniste a verme a casa, por ejemplo, y me armaste todo esto circo ¿de dónde sacaste tantas veleidades?
Lucio sintió de repente que un calor le subía por todo el cuerpo hasta enrojecerle la cara. Se sintió estúpido y ese sentimiento lo enfureció. No había nada que decir, así que sacó el revólver que llevaba en el bolsillo y disparó contra Santo una única y certera vez. El cuerpo se desplomó, pesado, como si hubiera estado cayendo desde mucho tiempo atrás.
-Había que hacerlo, viejo- le salieron finalmente las palabras de la boca y el arma se le cayó de las manos-. Habría que haberlo hecho antes, mucho antes, para que no anduvieras haciendo tonterías.
De pronto comprendió que lo mejor era callarse, porque Santo ya no lo escuchaba, desde luego, pero también porque tenía miedo de ponerse a hablar como loco y terminar conmovido por sus propias palabras y por lo que ellas le harían recordar: que había matado, porque se lo mandaron, al único hombre al que hubiera querido llamar su amigo. Pero los finales eran así. No se podía esperar de ellos que todo quedara aclarado; igual de inútil hubiera sido explicar a Santo lo que iba a pasarle, como no decir una sola palabra. Lo que había ocurrido tomó la forma de esa trama, de esa intriga alrededor de un supuesto robo de un par de kilos de mercadería, porque sí, porque una trama siempre se interpone a la muerte y había sido bueno dilatar la de Santo, aunque más no fuera para comprobar que lo que el Artefacto había determinado, no carecía de sentido.
Pero volvió la mirada a esas dos mujeres que permanecían inmutables y se dijo que tal vez no todo estaba concluido. Vio el revólver tirado en el suelo. Había que hacer algo con ellas, que vieron, sin importar su complicidad en todo el asunto. Nadie le dijo qué hacer con ellas. Seguramente pensaron que les cabía el mérito de haber actuado tal y como se esperaba de ellas. Aún eran útiles para el Artefacto, sobre todo la más joven, que había empezado hacía relativamente poco y en quien se depositaba ya una confianza quizá excesiva, quizá imprudente, una confianza que a él le costó años conseguir. Pero no había caso, más allá de que a él pudiera parecerle un poco díscola, más allá de que él tuviera sus reparos hacia esa personalidad demasiado segura, lo cierto era que de este lado del mundo todos tenían un rol que cumplir y, por lo mismo, eran necesarios, hasta que se decidiera lo contrario. Eso mismo había pasado con Santo y pasaría irremisiblemente con él -si no moría antes- en algún momento.
Por eso habló, como para ir cerrando el encuentro y sellando una complicidad nueva, surgida de hacer realizado todo aquello juntos, a espaldas del viejo Santo, que ahora yacía en el suelo, caído como si hubiera caído hace mucho.
-Se acabó- dijo y no siguió porque una súbita incomodidad le impedía agregar nada. Siempre había matado solo, como un cazador, le parecía que un acto semejante no debía involucrar más que a dos sujetos: el ejecutor y la víctima. Por más cercano que se hallara un tercero, inútilmente podía figurarse siquiera un poco de comprensión, porque la muerte era para él un mensaje que sólo podía ser entregado en mano propia.
-¿Pensaste que Santo tenía razón, que no había motivos para armar toda esta historia? Estas cosas hay que hacerlas rápido, Lucio. Sin vueltas ni mentiras.
“Lo hecho, hecho está; es mejor que un hombre sienta que muere trabajando y no haciendo fiaca” pensó Lucio, sentencioso. Pero Julia estaba en lo cierto. Santo se lo había dicho en el último momento y a él, al darse cuenta de que había actuado amaneradamente, armando una trama mediocre que condujera al viejo hasta allí, la vergüenza le había hecho dejar de lado todo fingimiento, y desencadenar las cosas sin más dilaciones.
-Lo peor es que, a veces, las historias uno se las cree, Lucio- la voz de la otra le sonó diferente y enervante.
Esa mujer, pensó, podía ser más dura de lo que parecía a simple vista. Había algo en su voz, una cosa como de convencimiento, de afirmación tal, que la volvía temible. Y lo que había provocado en Julia...Un rostro de certeza plena y de alborozo desesperado que él, que la conocía desde hacía muchos años, nunca le hubiera esperado, y sí, más bien, la expresión amarga y endurecida de quien había abandonado el deseo, como a una cosa incómoda, molesta. Esa Julia que, ahora, no conocía, se le acercó como para decirle algo al oído.
-Y se te da por seguirlas y darles un final diferente- le susurró.
Lucio no sintió más que algo helado en el vientre y un nublársele la vista, como si a través de un velo apenas distinguiera a la otra arrojarse sobre él blandiendo algo brillante que un segundo después entraría completo en su garganta, ahora y además y sin remedio. Lo último fue un timbrazo, lejano e inútil.




Él pensó que quizá convendría cambiar el final de su relato. O por qué no, rescribirlo completo; lo asaltó un súbito temor de que lo escrito estableciera con el exterior invisibles vasos comunicantes, túneles que demostrarían que entre los planos, por más que se quiera, no había más que límites supuestos, frágiles paredes que amenazaban resquebrajarse y revelar que todo era parte de lo mismo, que apenas un gesto diferenciado podía separar los modos en que lo mismo se presentaba, insoportablemente único. Vaciló en tocar el timbre del departamento que Vanesa le había indicado. Decidió que detenerse un poco a no pensar, a mirar la calle y las paredes iluminarse intermitentemente a causa del farol descompuesto eran la mejor manera de limpiar su deseo de recuperar el manuscrito; su deseo tan lleno de ansiedades y de preguntas que más que deseo se volvía angustia. Vació cuanto pudo el pensamiento. Lo convirtió en una piedra helada, apenas envuelta en la brisa fría de la noche. Tal vez por eso se dio cuenta tarde de que tenía los ojos cerrados y de que había oído algo, como un golpe seco o un disparo, en el que prácticamente no reparó, pero que lo había sacado del silencio mental en el que había entrado. Recordó para qué estaba allí. Se puso de pie lentamente. Apagó el cigarrillo que se consumía solo y del que pendía una larga ceniza que amenazaba con desprenderse. Se acercó al timbre y aún dudó un instante más. Buscó el número del departamento y presionó como en una liberación. Definitivamente cambiaría el final de la novela.




Una mujer que no conocía bajó unos instantes después del largo timbrazo que había dado. Llevaba bajo el brazo una carpeta de cartulina llena con las hojas que ya sabía.
-Vera no está, pero sabía que ibas a venir a buscar esto- le dijo apenas hubo abierto la puerta.
Él recibió la carpeta sin experimentar ningún sentimiento, ni alegría ni inquietud.
-Me dijo que le gustó, y que te lo dijera. También que el final no le convenció, pero según ella podrías cambiarlo, si quisieras.
Sonrió y él pudo advertir cómo se marcaba en su pómulo izquierdo una pequeña cicatriz.
Se despidieron tan brevemente como se habían saludado. Ella cerró la puerta y subió ágilmente las escaleras sin mirar atrás. Nunca se habría imaginado que arriba estaba la mujer que buscaba y una confusión de bolsos que salían de debajo de la cama y dos cuerpos ensangrentados en el suelo.
Un auto pasó por la esquina y la luz del farol vacilante se apagó definitivamente. Caminó como un sonámbulo hasta la entrada del pasaje, sumergido ahora en una oscuridad que ordenaba silencio. Ahora que había recuperado el manuscrito, no se sentía diferente, ni mejor, ni peor. Iría al bar ahora mismo a ver a Vanesa, o mejor la esperaría en su cuarto. Al llegar a la esquina se detuvo. ¿A quién habría ido a ver Angelito? Caminó. No valía la pena averiguar.

FIN

Buenos Aires, Diciembre de 2006

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