(SIETE)
Si alguien involucrado en esta historia hubiera estado en la esquina de Larrea y Mitre, tomando un café y mirando por la ventana del bar la noche de ese día, tarde, hubiera visto que en la esquina opuesta, un hombre con las manos en los bolsillos esperaba algo o a alguien; hubiera notado además que el hombre tenía unos cuarenta años y que miraba insistentemente su reloj; hubiera -involucrado, en fin, en la historia- comprobado que se trataba de Lucio y que, más allá del fastidio que demostraba porque lo que esperaba no se producía, su expresión era de lo más despreocupada. Tampoco se le habría escapado, al hipotético observador, que en un momento determinado, cuando raramente pasaba alguien, un auto que llevaba las luces apagadas, más como señal distintiva que como camuflaje, se detuvo en la misma esquina. Hubiera observado que Lucio desaparecía del campo visual al agacharse, no para subir al vehículo, sino apenas para intercambiar unas palabras con alguien que iba sentado en el asiento trasero y que probablemente bajó la ventanilla para que se le oyera o para escuchar mejor. Hubiera, finalmente, visto que Lucio reaparecía al cabo de un minuto; que su rostro se había endurecido con el gesto de la determinación y que en un instante se volvió cándido, compuesto, angelical, se diría; que cruzaba la calle y se iba apurando el paso; y que el automóvil encendía las luces y reanudaba la marcha por Larrea hasta desaparecer detrás de los edificios.
El último cliente de esa noche acababa de irse y Julia se había quedado sola. Era bastante temprano aún, pero ya había decidido que no se acostaría más allá de las dos. Iba a darse un baño bien caliente, muy distinto de los fugaces duchazos que separaban un cliente de otro, indicándole algún tipo de distancia entre ellos: una segmentación del oprobio uniforme. El baño demorado era otra cosa: el momento en el que podía permitirse una soledad reparadora, un descanso de la carne, insensible, después de tantos años, a las caricias exageradas de los hombres, pero no a la fatiga.
Entró en la bañera, donde un denso vapor crecía desde el fondo y se enredaba entre los filamentos de agua que caían desde la ducha. Sentir que el agua le quemaba levemente la piel era como sentir que volvía de los momentos en los que el cuerpo era una sola cosa con la cama.
“Esta noche no la veo”, se dijo mientras evocaba a su amiga y sentía que se le aflojaban las articulaciones. Antes de enjabonarse, dejó que el agua la acariciara; ella, sin pensar, dejándose existir. Cuando la fuerza y la temperatura de la lluvia la habían hecho más real, se masturbó pensando en la noche anterior y en el cuerpo desnudo de la amante y en el frío de la brisa de la madrugada; en Santo, también, que miraba detrás de los canteros...
Esos recuerdos eran, ahora, bajo el agua, deliciosos.
Poco a poco fue sintiendo que Julia se iba, lavada, disuelta, por la rejilla, y no quedaba más que ella misma, cuyo nombre repetiría desesperadamente una y otra vez en voz baja todo el tiempo que durara el baño. Ese era el único método que le quedaba para cruzar al otro lado, a esa región a la que ya no tenía derecho, a la que había ido renunciando con el curso de los años; era la misma región a la que aspiraba su amiga, pese a que ella le había advertido del peligro de los anhelos inútiles. Pero la otra había insistido, tentándola incluso a escapar juntas, a perderse en la salvadora monotonía de lo común. Pero el miedo...
Cerró la llave de la ducha; el agua se fue, y cuando el vapor se disipó regresó, tenaz, Julia, para que ella, la original, volviera a quedarse sepultada hasta el próximo baño profundo o hasta que por fin se decidiera a...Pero el miedo.
Salió del baño envuelta en un enorme toallón.
Mientras buscaba en el caótico placard qué ponerse, mientras revolvía ropa diversa y desordenada, algo cayó de entre los pliegues de tela, algo suave y liviano, como una frase dicha al pasar, y fue a dar contra el suelo de la habitación sin estruendo, como deslizándose por el aire y aterrizando largamente en el descolorido parqué. Era un papelito, una nota. Julia lo recordó apenas lo vio surgir de entre la maraña de blusas y pantalones. Una nota de ella. Se la había dado unas semanas atrás, durante uno de sus encuentros, a la hora de los besos de despedida. “Leelo después”, le había dicho, y también, “nos iremos”. Julia no había entendido bien qué significaba aquel misterio, o no lo supo hasta luego de haber leído el papelucho desvalido. Allí se hablaba de Santo. Se, porque el tono era impersonal y dejaba aclarado en pocas palabras un mandato a cumplir, una orden que Julia no se hubiera esperado nunca y que además de extrañarla por lo insólita, la sorprendía porque nombraba a ese hombre que creía haber olvidado, al menos, relegado a un lugar lejano de la memoria, pero que ahora comprobó que se hallaba muy cerca aún. Santo. Y justamente ella hablaba de Santo en esa nota, con un tono frío e impersonal. De Lucio también. Y de Julia misma, cerca del final, donde el tono se dulcificaba, se hacía húmedo, donde la letra se esmeraba para escribir su nombre. “Te amo”, le decía ella en esa nota, y había emoción en esas palabras, la emoción que un instante después desaparecía para que regresara el mismo tono helado y perentorio de las líneas anteriores; quedaba todo expresado en poco más; y la palabra que cerraba esa carta improvisada, a Julia, que ahora la releía en el frío de la noche y de la piel mojada, le causó una gracia triste: una palabra que podía rimar con salvarlo.
Dejó el papel nuevamente entre la ropa. Terminó de secarse, se sentó, desnuda, en el sillón de siempre y prendió un cigarrillo.
“Nos iremos”, le repetía ella desde su recuerdo. Y Julia empezaba a entender. Y a creer.
Porque también estaba eso que su amante había encontrado, misteriosa, casualmente; eso había resultado ser como un buen augurio, una señal que les hablaba, a ambas, de los contactos que se producen entre la vida que vivían y la que anhelaban, entre su mundo turbio y el otro, probablemente tan caótico como éste, pero más apacible, donde se podía alcanzar el sueño de no ser más que uno.
Eso que su amante había encontrado y que permanecía en su departamento, guardado como un tesoro, como un talismán, les decía que podían; eso que ella le había mostrado y que Julia había visto y valorado como quien valora una señal del cielo, un signo que devuelve la confianza en la salvación, les gritaba que ellas también eran, de algún modo, un relato. Eso era algo de cuya existencia, Lucio, que tenía todo arreglado, nunca se enteró.
Julia supo que debía dejar que todo se desencadenara.
Levantó el tubo del teléfono, marcó un número y esperó, para mentir.
-Hola, soy yo…Dijo que está bien…Andá mañana…Te va a dar todo para que no la jodas más…Ya viste adónde es…Sí, Santo, terminemos de una vez con esto.
Lucio abrió el cajón de la mesa de luz, junto a su cama. No tuvo que revolver, porque lo que buscaba estaba a la mano. Al tomarlo sintió el frío del hierro, que se le pegaba a la piel.
Ya ni se acordaba cuánto tiempo hacía que ese revólver estaba en su poder. Lo sentía tan íntimo que no podía asegurar si era él quien lo había conseguido o si, por el contrario, era el arma misma la que lo había encontrado a él, o a eso que él había aprendido a ser. Verificó que estuviera cargado. No quedaba mucho por hacer, el trabajo se estaba terminando. Poco había pensado, quizá por falta de tiempo, o por simple desidia, en las peculiares características de esta labor que le habían encomendado. No era su costumbre pesar demasiado las cosas, menos aún aquellas que se referían a encargos propios de su mundo habitual. Pero debía reconocer que esta vez, más que desidia o falta de tiempo, lo que lo había alejado de la reflexión era un reparo personal. No quería, bajo ningún punto de vista, sentirse involucrado en el asunto más de lo estrictamente necesario. Sabía, al cabo de los años, que el Artefacto se autodepuraba y que él no era el primero, ni sería el último, al que le encargaran una empresa semejante. Era esencial que el espacio de aquí y el de allá se mantuvieran separados, cerrados en sí mismos. Y aunque en ocasiones alguna pequeña fuga, algún ínfimo pasaje fuera tolerado, ninguna anomalía podía ser eterna. Y era llegado el momento de reparar el error y él había sido designado para hacerlo.
Se levantó de la cama y fue a la cocina a prepararse algo caliente que tomar. Rebuscó en sus latas. No quedaba más café, así que tuvo que conformarse con unos mates, lo preparó y calentó el agua. Desgraciadamente, nunca había tenido buena mano, por lo que, tras unas pocas cebadas, el mate se lavó y los palitos verdes subieron a la superficie del agua y se quedaron ahí, flotando como resignados, como sabiendo que si no habían hecho bien lo que se esperaba de ellos, lo único que se podía hacer era tirarlos a la basura.
Lucio volvió a la cama y se recostó, cansado. Mientras iba quedándose dormido, repasó una vez más los pasos a seguir. Todo estaba bien calculado. Pronto el problema habría llegado a su fin y él sabía que un final sólo podía ser perfecto si era definitivo.
Pero aunque no quería pensar y trataba de convencerse de que, como siempre, un trabajo es un trabajo, la lenta y tenaz modorra que lo iba ganando hacía que su estado de alerta se fuera aflojando, debilitando junto con los músculos de cada miembro, que alcanzaba progresivamente el estado de descanso embriagador. Por eso quizá no pudo evitar que la imagen de Julia apareciera detrás de sus ojos ya cerrados; ni la de Santo que había aceptado ayudarlo –si era necesario, sólo por los buenos tiempos-; ni la imagen de ella, de la otra, que a pesar de todo, seguía generándole desconfianza; ella, la que, según rumores que le habían llegado, de verdad había robado algo.
Si alguien involucrado en esta historia hubiera estado en la esquina de Larrea y Mitre, tomando un café y mirando por la ventana del bar la noche de ese día, tarde, hubiera visto que en la esquina opuesta, un hombre con las manos en los bolsillos esperaba algo o a alguien; hubiera notado además que el hombre tenía unos cuarenta años y que miraba insistentemente su reloj; hubiera -involucrado, en fin, en la historia- comprobado que se trataba de Lucio y que, más allá del fastidio que demostraba porque lo que esperaba no se producía, su expresión era de lo más despreocupada. Tampoco se le habría escapado, al hipotético observador, que en un momento determinado, cuando raramente pasaba alguien, un auto que llevaba las luces apagadas, más como señal distintiva que como camuflaje, se detuvo en la misma esquina. Hubiera observado que Lucio desaparecía del campo visual al agacharse, no para subir al vehículo, sino apenas para intercambiar unas palabras con alguien que iba sentado en el asiento trasero y que probablemente bajó la ventanilla para que se le oyera o para escuchar mejor. Hubiera, finalmente, visto que Lucio reaparecía al cabo de un minuto; que su rostro se había endurecido con el gesto de la determinación y que en un instante se volvió cándido, compuesto, angelical, se diría; que cruzaba la calle y se iba apurando el paso; y que el automóvil encendía las luces y reanudaba la marcha por Larrea hasta desaparecer detrás de los edificios.
El último cliente de esa noche acababa de irse y Julia se había quedado sola. Era bastante temprano aún, pero ya había decidido que no se acostaría más allá de las dos. Iba a darse un baño bien caliente, muy distinto de los fugaces duchazos que separaban un cliente de otro, indicándole algún tipo de distancia entre ellos: una segmentación del oprobio uniforme. El baño demorado era otra cosa: el momento en el que podía permitirse una soledad reparadora, un descanso de la carne, insensible, después de tantos años, a las caricias exageradas de los hombres, pero no a la fatiga.
Entró en la bañera, donde un denso vapor crecía desde el fondo y se enredaba entre los filamentos de agua que caían desde la ducha. Sentir que el agua le quemaba levemente la piel era como sentir que volvía de los momentos en los que el cuerpo era una sola cosa con la cama.
“Esta noche no la veo”, se dijo mientras evocaba a su amiga y sentía que se le aflojaban las articulaciones. Antes de enjabonarse, dejó que el agua la acariciara; ella, sin pensar, dejándose existir. Cuando la fuerza y la temperatura de la lluvia la habían hecho más real, se masturbó pensando en la noche anterior y en el cuerpo desnudo de la amante y en el frío de la brisa de la madrugada; en Santo, también, que miraba detrás de los canteros...
Esos recuerdos eran, ahora, bajo el agua, deliciosos.
Poco a poco fue sintiendo que Julia se iba, lavada, disuelta, por la rejilla, y no quedaba más que ella misma, cuyo nombre repetiría desesperadamente una y otra vez en voz baja todo el tiempo que durara el baño. Ese era el único método que le quedaba para cruzar al otro lado, a esa región a la que ya no tenía derecho, a la que había ido renunciando con el curso de los años; era la misma región a la que aspiraba su amiga, pese a que ella le había advertido del peligro de los anhelos inútiles. Pero la otra había insistido, tentándola incluso a escapar juntas, a perderse en la salvadora monotonía de lo común. Pero el miedo...
Cerró la llave de la ducha; el agua se fue, y cuando el vapor se disipó regresó, tenaz, Julia, para que ella, la original, volviera a quedarse sepultada hasta el próximo baño profundo o hasta que por fin se decidiera a...Pero el miedo.
Salió del baño envuelta en un enorme toallón.
Mientras buscaba en el caótico placard qué ponerse, mientras revolvía ropa diversa y desordenada, algo cayó de entre los pliegues de tela, algo suave y liviano, como una frase dicha al pasar, y fue a dar contra el suelo de la habitación sin estruendo, como deslizándose por el aire y aterrizando largamente en el descolorido parqué. Era un papelito, una nota. Julia lo recordó apenas lo vio surgir de entre la maraña de blusas y pantalones. Una nota de ella. Se la había dado unas semanas atrás, durante uno de sus encuentros, a la hora de los besos de despedida. “Leelo después”, le había dicho, y también, “nos iremos”. Julia no había entendido bien qué significaba aquel misterio, o no lo supo hasta luego de haber leído el papelucho desvalido. Allí se hablaba de Santo. Se, porque el tono era impersonal y dejaba aclarado en pocas palabras un mandato a cumplir, una orden que Julia no se hubiera esperado nunca y que además de extrañarla por lo insólita, la sorprendía porque nombraba a ese hombre que creía haber olvidado, al menos, relegado a un lugar lejano de la memoria, pero que ahora comprobó que se hallaba muy cerca aún. Santo. Y justamente ella hablaba de Santo en esa nota, con un tono frío e impersonal. De Lucio también. Y de Julia misma, cerca del final, donde el tono se dulcificaba, se hacía húmedo, donde la letra se esmeraba para escribir su nombre. “Te amo”, le decía ella en esa nota, y había emoción en esas palabras, la emoción que un instante después desaparecía para que regresara el mismo tono helado y perentorio de las líneas anteriores; quedaba todo expresado en poco más; y la palabra que cerraba esa carta improvisada, a Julia, que ahora la releía en el frío de la noche y de la piel mojada, le causó una gracia triste: una palabra que podía rimar con salvarlo.
Dejó el papel nuevamente entre la ropa. Terminó de secarse, se sentó, desnuda, en el sillón de siempre y prendió un cigarrillo.
“Nos iremos”, le repetía ella desde su recuerdo. Y Julia empezaba a entender. Y a creer.
Porque también estaba eso que su amante había encontrado, misteriosa, casualmente; eso había resultado ser como un buen augurio, una señal que les hablaba, a ambas, de los contactos que se producen entre la vida que vivían y la que anhelaban, entre su mundo turbio y el otro, probablemente tan caótico como éste, pero más apacible, donde se podía alcanzar el sueño de no ser más que uno.
Eso que su amante había encontrado y que permanecía en su departamento, guardado como un tesoro, como un talismán, les decía que podían; eso que ella le había mostrado y que Julia había visto y valorado como quien valora una señal del cielo, un signo que devuelve la confianza en la salvación, les gritaba que ellas también eran, de algún modo, un relato. Eso era algo de cuya existencia, Lucio, que tenía todo arreglado, nunca se enteró.
Julia supo que debía dejar que todo se desencadenara.
Levantó el tubo del teléfono, marcó un número y esperó, para mentir.
-Hola, soy yo…Dijo que está bien…Andá mañana…Te va a dar todo para que no la jodas más…Ya viste adónde es…Sí, Santo, terminemos de una vez con esto.
Lucio abrió el cajón de la mesa de luz, junto a su cama. No tuvo que revolver, porque lo que buscaba estaba a la mano. Al tomarlo sintió el frío del hierro, que se le pegaba a la piel.
Ya ni se acordaba cuánto tiempo hacía que ese revólver estaba en su poder. Lo sentía tan íntimo que no podía asegurar si era él quien lo había conseguido o si, por el contrario, era el arma misma la que lo había encontrado a él, o a eso que él había aprendido a ser. Verificó que estuviera cargado. No quedaba mucho por hacer, el trabajo se estaba terminando. Poco había pensado, quizá por falta de tiempo, o por simple desidia, en las peculiares características de esta labor que le habían encomendado. No era su costumbre pesar demasiado las cosas, menos aún aquellas que se referían a encargos propios de su mundo habitual. Pero debía reconocer que esta vez, más que desidia o falta de tiempo, lo que lo había alejado de la reflexión era un reparo personal. No quería, bajo ningún punto de vista, sentirse involucrado en el asunto más de lo estrictamente necesario. Sabía, al cabo de los años, que el Artefacto se autodepuraba y que él no era el primero, ni sería el último, al que le encargaran una empresa semejante. Era esencial que el espacio de aquí y el de allá se mantuvieran separados, cerrados en sí mismos. Y aunque en ocasiones alguna pequeña fuga, algún ínfimo pasaje fuera tolerado, ninguna anomalía podía ser eterna. Y era llegado el momento de reparar el error y él había sido designado para hacerlo.
Se levantó de la cama y fue a la cocina a prepararse algo caliente que tomar. Rebuscó en sus latas. No quedaba más café, así que tuvo que conformarse con unos mates, lo preparó y calentó el agua. Desgraciadamente, nunca había tenido buena mano, por lo que, tras unas pocas cebadas, el mate se lavó y los palitos verdes subieron a la superficie del agua y se quedaron ahí, flotando como resignados, como sabiendo que si no habían hecho bien lo que se esperaba de ellos, lo único que se podía hacer era tirarlos a la basura.
Lucio volvió a la cama y se recostó, cansado. Mientras iba quedándose dormido, repasó una vez más los pasos a seguir. Todo estaba bien calculado. Pronto el problema habría llegado a su fin y él sabía que un final sólo podía ser perfecto si era definitivo.
Pero aunque no quería pensar y trataba de convencerse de que, como siempre, un trabajo es un trabajo, la lenta y tenaz modorra que lo iba ganando hacía que su estado de alerta se fuera aflojando, debilitando junto con los músculos de cada miembro, que alcanzaba progresivamente el estado de descanso embriagador. Por eso quizá no pudo evitar que la imagen de Julia apareciera detrás de sus ojos ya cerrados; ni la de Santo que había aceptado ayudarlo –si era necesario, sólo por los buenos tiempos-; ni la imagen de ella, de la otra, que a pesar de todo, seguía generándole desconfianza; ella, la que, según rumores que le habían llegado, de verdad había robado algo.
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