13 de abril de 2010

Frente a la máquina vital

Museo de la revolución, de Martín Kohan





Con siete novelas en su haber, Martín Kohan ha venido constituyéndose como uno de los mayores referentes de la narrativa argentina de los últimos años, lugar que comparte con algunos otros –pocos- nombres. De sus novelas puede decirse que nunca repiten sus formas y que están traspasadas por la historia, tomando distancia radicalmente de lo que se ha dado en llamar la “nueva novela histórica”. Éstas recurren al chisme y a la anécdota y pretenden desde allí construir una imagen del pasado, suspendiendo las cuestiones interpretativas en favor de lo puramente narrativo; así, la densidad política de los hechos históricos es eludida y escamoteada sin la ingenuidad que el gesto aparenta tener. Las novelas de Kohan, por el contrario, no tratan de dar cuenta de una época determinada de la historia argentina, sino de los problemas de interpretación que pueden presentar en los tiempos actuales cada vez que se intenta reflexionar sobre ellos. En ese sentido, Kohan ha sabido trabajar desde diferentes lugares problemáticos, esto es, a partir de nudos significantes que aún no han agotado todas sus posibilidades. Como decía Benjamin “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘como verdaderamente ha sido’. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro”1.Tal vez en ese sentido Museo de la revolución sea uno de sus textos más polémicos, porque allí Kohan aborda uno de los conceptos caros a la modernidad y –por múltiples causas- a los últimos tiempos políticos en la Argentina.

El argumento de la novela es engañosamente simple. Marcelo es enviado por una pequeña editorial (Amauta) a México en viaje de negocios, para intentar ampliar las fronteras del emprendimiento (independiente, según se deja entrever). Allí debe reunirse con varios editores y distribuidores. Pero también tiene la misión, secundaria, aunque no menos interesante, de ponerse en contacto con Norma Rossi, una exiliada que tiene en su poder el cuaderno de notas de un desaparecido argentino, Rubén Tesare, militante de un grupo revolucionario (presuntamente el ERP). Lo que al principio no parece ser más que un viaje de negocios se va convirtiendo paulatinamente en un recorrido intelectual por las notas que Norma, con absoluta naturalidad y aun con obsesiva tenacidad, le irá leyendo durante los encuentros. Al mismo tiempo, ella le narra un viaje clandestino de Tesare a Córdoba portando un bolso cuyo contenido está destinado a la lucha revolucionaria en la selva tucumana. Paso a paso –utilizando un mecanismo que ya había aparecido en El informe- Marcelo se va interesando más y más por los detalles de aquel viaje. Norma le dice que también tiene en su poder el diario personal de Tesare, pero parece reticente a mostrárselo, mientras insiste en sus lecturas del cuaderno de notas. Las escenas de lectura se van sucediendo y la pregunta original del narrador –si Norma va a cederle el cuaderno- va cambiando hacia otra más inquietante: quién es, en realidad, esa mujer que lee de manera obsesiva y narra aspectos de la vida privada de Tesare, sin revelar –durante demasiado tiempo- cuál es el vínculo que la unió con aquel militante desaparecido y sin dar a conocer el diario que supuestamente tiene. La novela abrirá un recorrido en el que se irán exponiendo dos visiones completamente diferentes acerca del concepto de revolución: la de Tesare y la de narrador.

Museo de la revolución provoca ya desde su mismo título. El museo como recinto es lo que por excelencia acoge lo perimido o muerto. Los vanguardistas de las primeras décadas del siglo XX lo vieron muy bien al reaccionar contra todo arte de museo. De modo que museo y cementerio funcionan, desde este punto de vista, como sinónimos. Son equivalentes en tanto lo que albergan está allí para ser observado como objeto de mera curiosidad, porque pertenece a otro tiempo, cuando seguramente funcionaban en la sociedad como entidades vivas. Este es el lugar en que se coloca Kohan para regresar al concepto y a la historia de la revolución, el del visitante. Lejos de mirar los años setenta como lo han hecho muchos de sus protagonistas, que a causa del uso de la primera persona creen ya estar dando cuenta de la verdad sin más, el autor de Ciencias morales toma la distancia saludable de quien puede reflexionar sobre el pasado sin la carga personal de las vivencias de ese pasado. Este modo de narrar los setenta ya se había puesto de manifiesto en Dos veces junio, novela en la que Kohan hace de la precisión y de la objetividad –entendida sencillamente como ausencia de subjetividades con valor de verdad- la marca neurálgica de su escritura. Esa distancia es también posible por el carácter del recinto que se visita: el museo, en definitiva, permite también la mirada en perspectiva, la posibilidad de reunir el pasado como una acumulación y presentarlo en un mismo escenario, ya no en movimiento y sujeto a la incertidumbre que tal movimiento produce, sino quieto, abarcable de una sola vez.

Dos viajes se narran, el de Tesare y el del narrador. Dos situaciones se confrontan, la de la escritura y la de la lectura. En ambos momentos, además, el espacio de lo privado corre a sus respectivos protagonistas, de la misión para la que fueron elegidos. Podría trazarse toda una serie de paralelismos entre los personajes de Marcelo y Tesare. Pero quizá lo más importante sea la diferencia de mirada que tienen ambos personajes respecto del mismo objeto.

Tesare es realmente un militante de los años setenta, un hombre comprometido con una causa concreta y dispuesto a ubicarla por sobre sus propias aspiraciones personales. De hecho realiza ese viaje a Córdoba con el disgusto de haber tenido que separarse de Gabriela, su novia en Buenos Aires, por exigencia de sus compañeros militantes, quienes le señalan –sin dejar espacio para la discrepancia- que esa relación era imposible, no porque fuera a fracasar en el plano sentimental, sino porque la impedían las opuestas veredas ideológicas en las que cada uno de ellos se situaba (Gabriela era montonera); por lo tanto aquí esas “cuestiones sentimentales son también cuestiones políticas”2. Así, Tesare sufrirá una división que se irá acentuando a medida que el relato de Norma Rossi avanza. Cada vez más se irá abriendo la brecha entre lo que es su misión concreta: realizar una acción en el marco de la lucha revolucionaria, y su vida privada: estar a solas con una chica que conoce en el viaje –Fernanda Aguirre- y acostarse con ella y, tal vez, recordando a Gabriela, restaurar artificialmente la relación interrumpida. Pero además, para Tesare, que realiza acciones específicas, la revolución no deja de ocupar el espacio de la escritura, acción, si se quiere, menos estridente.

Algo semejante le ocurre al narrador, que se siente intrigado –subyugado- por la enigmática figura de Norma Rossi y que debe participar de intensas sesiones de lectura, donde ella lee el cuaderno de notas de Tesare; un cuaderno, hay que decir, en el que no tiene lugar otra cosa que la reflexión teórica sobre sus lecturas de textos revolucionarios clásicos. Las acciones que Marcelo debe realizar están, podría decirse, en las antípodas de las de Tesare: su misión es comercial. Sin embargo, el “enigma Norma”, que es motivado por su trabajo concreto pero que pertenece al orden de la privacidad, también lo aleja de las tareas para las que fue encomendado. En el medio, las escenas de lectura. Para Marcelo la revolución tiene una naturaleza conceptual.

Norma lee. En determinado momento, el narrador se queja: “No puedo, Norma, no puedo pasar así de una cosa a la otra. Así tan rápido, de Fernanda Aguirre a Trotsky: no puedo”3. El reclamo señala con precisión el planteo central de la novela: la escisión entre el universo del pensamiento y el de la acción, dos espacios radicalmente opuestos que corren por carriles separados sin llegar a tocarse. Porque la acción está sujeta a los vaivenes de la contingencia.

Las reflexiones de Tesare adolecen de un mal que es común a cualquier reflexión teórica, aunque también sea su condición de posibilidad: la capacidad de manipular lo contingente. Si bien es cierto que el pensamiento dirige cualquier acción el lector no puede dejar de percibir la escisión que se abre entre los comentarios de lectura de Tesare y sus acciones concretas; y lo que le ocurre, finalmente, es consecuencia de sus acciones y no de sus planteos teóricos.

Esa escisión se ve reforzada por la distancia temporal a que se somete la escritura del militante: la mirada del narrador sobre aquello, en el presente de su relato –1995-, no es otra que la que se deposita sobre un mero resto del pasado, algo que ya aparece muerto antes mismo de echar a andar. La contemplación de la tumba de Trotsky, sobre la cual pende, como otro símbolo más de lo que ha muerto, la bandera de la Unión Soviética, es más que elocuente. Y es posible establecer un paralelismo entre la revolución y la imagen del toro que, en una corrida, contempla ese mismo narrador: “entra el toro y lo veo ya muerto. Luce potente, porque nada hay en el mundo más brioso ni más pleno que ese toro, pero yo no puedo dejar de pensar que todo lo que se dispone en esta plaza singular (los caballos, las trompetas, los brillos, la arena, los espectadores, yo mismo) está ahí para su muerte: para hacerlo morir o para verlo morir. Cada signo de vida que el toro exhibe (y hasta que empieza a flaquear, ya cruzado de banderillas, los signos de vida que exhibe son muchísimos) tiende a resultarme una ironía demasiado cruel” y “lo veo como una máquina vital”4.

Ese es el lugar de distancia que el narrador ocupa y el que el lector actual puede ocupar: el lugar del visitante, o el del espectador, que se para frente a una lucha con final anunciado.

Pero Museo... no es una novela pesimista que menosprecia el significado de la revolución por irrealizable. Antes bien, la valora como objeto de permanente revisión, de relectura productiva. Como cualquier concepto teórico, su fuerza radica en los ecos que puede producir en el pensamiento que dirige la acción, aunque no pueda –ni deba- materializarse, traducirse a la realidad concreta. Así, es en la perpetua relectura donde la revolución, como máquina vital, pone de manifiesto su fuerza.

1 comentario:

Pilar Medina dijo...

Querido! Qué reseña te mandaste... Me dieron ganas de leer el libro, uno más para mis pendientes.
En cuanto me haga un hueco te estoy llamando! beso.