Debería decir que me gustó leer La casa de los conejos. Debería decir que me impactaron los hechos que allí se hilvanan de una manera casi ausente, lo que incrementa la sensación de vago espanto que produce su lectura: Una niña, envuelta en una serie de acontecimientos cuya brutalidad aún no es capaz de comprender. El recurso, que no es nuevo en la historia de la literatura –basta pensar en El tambor de hojalata, en los cuentos de Silvina Ocampo, en algunos de Cortázar- tiene en La casa de los conejos, un plus. Hija de montoneros, Laura vive de cerca los pormenores de la vida clandestina, llena de sutilezas que recuerdan las ficciones de espionaje durante la guerra fría. Pero aquí, lo que en esas tramas producía una tensión placentera, una identificación con el héroe, el agente secreto cuyas aptitudes sintetizaban las dos tradiciones principales de la novela policial –la inglesa y la norteamericana-, es reemplazado por un extrañamiento que puede promover el análisis o el pavor. No se trata de una novela que pretenda jugar con las emociones del lector, sin embargo, y creo que allí radica su mayor mérito. Se trata sí de la transitadísima historia reciente argentina, con su colección de horrores, sobreabundante tal vez en la literatura argentina de los últimos años. Me refiero sobre todo a la proliferación de testimonios sobre los setenta, cuya necesidad no discuto –al contrario-, pero cuya pertenencia al ámbito de la ficción literaria es, al menos, problemática. Es que La casa de los conejos impacta más por su valor testimonial que por la sobriedad de su escritura, de tono algo ausente o extrañado, donde tal vez radique justamente el mayor logro de la novela. La perspectiva no deja de tener su costado novedoso. De cualquier manera, creo que se trata de una novela que mientras se mantiene en el terreno de la ficción, o de la ficcionalización, adquiere una potencia importante. Quizá su mayor defecto sea el alegato final, que produce una considerable deflación en la fuerza original de la ficción. Otra vez: la importancia de este texto parece radicar más en su “verdad” testimonial –reforzada por una primera persona que, cuando se actualiza en el tiempo, volviéndose explicativa, suena mucho menos convincente- que en su fuerza narrativa. ¿Qué hubiera sido de esta novela sin los capítulos iniciales y sin frases finales del tipo “No existen palabras para la emoción que me invadió cuando descubrí, en cada cosa recordada, las marcas de la muerte y la destrucción”?
1 comentario:
Y habrá que leerlo nomás! Lograste lo que se busca en una reseña, que den ganas de leerlo. Jajaja.
Sebas quedó copado con tu forma de leer y me comentó que tu libro pasó a la cola de los que deben "sí o sí" ser leídos este año.
Beso grande y gracias por tu comment.
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