UNA NOVELA PREHISTORICA POST-NUCLEAR
La ciencia ficción, para muchos, es un género marginal. Para otros ni siquiera se trata de un género, sino de una especie, algo así como un estilo, una manera particular de construcción del mundo ficcional que tiene sus bases en cierta cercanía con las teorías científicas (las de las ciencias “duras” y las de las ciencias sociales). Las combinaciones, por supuesto, han dado dispares resultados y me arriesgo a decir que, salvo casos de excepción, no demasiado relevantes. De hecho es bastante común hablar de los grandes textos de la ciencia ficción escritos por autores que incursionaron de manera episódica por el género (o la especie). En nuestro país, la ciencia ficción ha tenido menos aficionados, tal vez porque nos resulte un poco impostado jugar con la tecnología y la ciencia. Pareciera que el imaginario Sarmientino de que la pampa sólo engendra barbarie cuadra mal con la robótica y los viajes interplanetarios. Pero, como ocurre en la literatura de Marcelo Cohen, la ciencia ficción, que también gusta de los futuros negros, llenos de paisajes post-catástrofe, con sus ruinas y su miseria humana rondando crepuscularmente por ciudades derruidas, se muestra bastante cómoda por estas latitudes.
Plop es, en ese sentido, una novela radical. Radicaliza el futuro devastado que presenta, porque va más allá de la decadencia social que siempre es viable representar en esos mundos. En Plop el futuro es de una devastación tal que la novela se acerca más a los tiempos prehistóricos que al futuro. Como si asistiésemos a una versión compactada y atroz de El clan del oso cavernario, Plop de alguna manera desanda el camino de la ciencia ficción, que suele preguntarse por el destino de la humanidad. Alguna vez, creo, dijo Albert Einstein que no sabía cómo sería la tercera guerra mundial, pero sí la cuarta: con palos y piedras. En Plop ya ni siquiera es factible una guerra mundial, porque lo que conocemos como mundo ha desaparecido por completo. Se trata de una novela prehistórica post-nuclear. En el universo que Plop construye es imposible siquiera beber cualquier agua que no sea la de la lluvia, porque todo lo que toca el suelo se envenena. Pero además Plop es el nombre del protagonista, un niño que se hace hombre y cuyo nombre recuerda el sonido que hizo al nacer, porque cayó sobre el barro de entre las piernas de su madre. En esa era futura, entre grupos salvajes que se instalan en asentamientos provisorios, la vida de Plop y de todos lo que lo rodean no tiene otro sentido que el de prologar la vida misma, es decir sobrevivir. Pero por supuesto Plop se diferencia de los demás, porque no acepta con resignación el lugar en el que le tocó nacer. Sin embargo ¿qué tipo de transformación lograr? ¿cómo salir de la condena de ese planeta asfixiante donde el valor de la vida pasa por ser un cuerpo-materia póstumamente utilizable por el grupo; donde despellejar y descuartizar a los molestos (por enfermedad o por haber cometido errores imperdonables), es una práctica aceptada que se llama reciclar; donde el tabú de cada grupo-tribu, puede variar y ser en un caso no mostrar la lengua y en otro “usarse” sexualmente en público? El camino que realizará Plop es el camino de los elegidos, pero no como ocurre en la literatura épica, donde el héroe alcanza matices mesiánicos ( de hecho, la muerte de un Mesías anula pronto cualquier promesa de epicidad). Más bien todo lo contrario, el ascenso al poder no producirá en el personaje más que decepción y soledad. Pero al mismo tiempo no hay nada que aprender, no hay ninguna lección que extraer de la experiencia del mando, todo el sentido alcanzable se condensa en el origen: el barro como universo; porque a fin de cuentas se trata de un sitio donde la vida no habla, y la precariedad de los significados que lentamente van atribuyéndose a las cosas suena a paso de comedia. En este contexto, cualquier tipo de transformación voluntaria, cualquier acción elegida, por más que ella misma lleve a la muerte, puede fungir como redención. Caminar hacia la muerte es el acto de redención misma, porque de lo contrario la muerte no es más que un hecho, como la lluvia.
Una novela de una fuerza verbal inusitada, sostenida no sólo por las imágenes descarnadas que ofrece a cada frase, sino también por la precisión y frialdad de su lengua. Las oraciones cortas que no dan respiro y una estructura episódica que deviene en progresiva acumulación de horrores. Eso parece ser Plop: un catálogo de horrores prehistóricos ubicados en el fin de la historia, o más bien, más allá de toda historia, como si se tratase de un texto sagrado que alcanza por momentos el aura de lo mítico.
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