Fue
cuando aún era muchacho. Había un caballo que él quería especialmente, un
azulejo, potro aún, ladino como un Vizcacha, huraño, pero tan noble animal que
Amador lo había bautizado Prócer. Lo había visto nacer de un parto complicado y
había asistido al doctor que intervino, como un experto enfermero. Lo cierto es
que Prócer, desde potrillo, tuvo el mal hábito de robar verduras. Puede parecer
un problema menor, una picardía de animal travieso, pero se volvió un verdadero
contratiempo, porque a las zanahorias sueltas que robaba de cajones y canastos,
siguieron los tomates que aún colgaban de la planta. En el puesto donde
trabajaba Amador había un hombre que tenía una pequeña chacra. El patrón se la
arrendaba y el hombre cultivaba allí gran variedad de hortalizas. Con
frecuencia, por las mañanas, a Prócer lo encontraban entre las lechugas,
tascando tranquilo las hojas tiernas, o arrancando sin más las zanahorias. Y
sólo obedecía a los silbidos de Amador, que lo llamaba para que volviera. Nadie
podía entender cómo lograba soltarse por las noches y llegar hasta la chacra.
El dueño y su mujer sospecharon de Amador, que era el más desconcertado, y le
advirtieron que si volvía a ocurrir hablarían con el capataz para que lo
echaran junto con el potro. Él se disculpaba cada vez, y explicaba que todas
las noches dejaba a Prócer bien atado, y que advirtieran que ningún otro
caballo se salía del establo. Pero las explicaciones no sirven cuando el otro no las quiere, de manera que
a partir de la advertencia, Amador veló toda la noche para evitar que Prócer se
metiera entre los surcos. De mala gana soportó las burlas de los otros peones,
que le preguntaban si el caballo robaba para él.
La
estrategia de hacer guardia por las noches funcionó mientras tuvo fuerzas para
quedarse despierto. Pero unos días después, cuando se durmió sobre la alfalfa y
despertó con el sol dándole en la cara, supo que el potro se había escapado.
Salió corriendo del establo hacia la chacra. Prócer apenas se veía entre las
hojas del maíz. Amador sintió que todo estaba perdido, pero supuso que tal vez,
si podía sacar al azulejo antes de que los dueños aparecieran, tendría
oportunidad de escapar. Tomó a Prócer de las crines y trató de arrastrarlo
fuera del maizal. Le costó un poco desprenderlo de una mazorca fresca que
devoraba con delicadeza de pájaro, pero logró finalmente sacarlo a campo
abierto. Montó en pelo y galopó hasta el arroyo. El agua corría a la sombra de
los sauces y reflejaba rayos perdidos de sol. Se apeó y comenzó a lamentarse.
¿Qué hacer con un animal tan terco?, ¿cómo iba a frenarlo si ya hacía lo único posible, que era atarlo
con doble nudo?, ¿por qué Prócer le hacía eso a él, que lo cuidaba como si se
tratara de un niño? Mientras lanzaba sus quejas, el potro lo miraba, compresivo
y amistoso, como si quisiera explicarle algo. Amador, después de descargar su
berrinche, se dijo que había una sola cosa por hacer: dejaría atado a Prócer
allí mismo, en el tronco de un árbol; tenía la esperanza de que, al aire libre,
el animal no sintiera necesidad de acercarse a la chacra, y con el tiempo su
obsesión se calmaría. Aquí vas a tener
pasto fresco, le dijo; y agua para
que no andes haciendo macanas; no me
hagas quedar mal, que he respondido de vos. Prócer cabeceaba y lanzaba
relinchitos, de acuerdo o sin entender nada. Un rato más tarde, cuando volvió
al puesto, supo que nadie se había dado cuenta de los choclos que faltaban. El
dueño de la chacra se acercó a agradecerle y le dijo que lo disculpara si había
estado algo inflexible los días anteriores. Usted
es un buen muchacho, Amador, le dijo, y
de palabra, además. La que no parecía
satisfecha era la esposa del hombre, que por lo bajo repetía que había
que fijarse bien, porque sin duda las pruebas de la fechoría estaban en alguna
parte. Amador, con el mayor disimulo, dijo que él nada había visto.
-¿Y dónde
está el bicho condenado ése?- protestó la mujer- Andará metido en otras
chacras. Y si llega a volver por aquí, mejor que usted no aparezca.
Amador le
explicó, con absoluta inocencia, el plan que había forjado, y aunque ella no
pareció convencida de la eficacia del método, dijo finalmente que valía más que
fuera así, porque las advertencias aún no habían caducado. Las burlas de los
que oían volvieron a sentirse y a Amador le dio más bronca comprobar que la
mujer se regodeaba en ellas.
Cuando
oscureció, fue a ver cómo estaba el azulejo. Temía que hubiera huido y que toda su estrategia se
viniera abajo. Pero Prócer estaba ahí, bebiendo del arroyo y espantando
mosquitos con la cola. Se quedó un rato junto a él, preguntándose qué haría, de
no funcionar la cosa. Cenó un poco de queso y pan –se había cuidado de no
llevar frutas- y se echó cerca de allí, de pura fiaca. La luz de la luna o el
canto lúgubre de alguna lechuza lo despertó. Era ya noche cerrada. Se dijo que
lo mejor era quedarse y volver por la mañana al puesto. Pero de pronto escuchó
ruidos. No era el rumor constante del arroyo ni de los bichos nocturnos, sino
los pasos de alguien que se aproximaba. Se escondió detrás de un árbol y vio,
en la penumbra lunar, que una figura se acercaba a Prócer y empezaba a desatarlo.
Por un segundo no supo qué hacer. Se sintió estúpido y burlado: quien quiera
que fuese le había hecho creer que el potro se soltaba solo por las noches,
cuando en verdad todo era un plan urdido para dejarlo mal parado. Decidió
detener al miserable, pero vaciló. La luz servicial de la luna lo ayudó a
quedarse quieto. El bandido tenía cara y hasta nombre. No fue tan grande la
sorpresa: era la mujer del chacarero.
Confiada
en la aparente soledad, la mujer desató a Prócer y fue guiándolo en silencio de
regreso hacia la chacra. Amador comprendió dos cosas: que no podría evitar que
lo echaran junto con el potro, y que nadie creería la verdad, si la contaba. Lo
único que le quedaba era resignarse. Dejó que la mujer se llevara al azulejo y
volvió al establo, ensimismado, con los demás caballos. Muy tarde se durmió
pensando en los motivos de tamaña traición.
A la
mañana siguiente, los peones corrían
tratando de prender a Prócer que trotaba sobre las plantas, destrozando
todo, relinchando y dando coces. El chacarero puteaba entre los surcos, agitaba
los brazos y maldecía su suerte. Desde la puerta del establo Amador pudo verlo.
Se alejó.
No quería que nadie le enrostrara su fracaso. Con rabia, recordó que la mujer
se lo había advertido. Se escondió detrás del viejo galpón, una casilla
solitaria a la que nunca se acercaba nadie. Pero sentado contra la pared oyó
gemidos. Por una unión, echó una ojeada, y se encontró de nuevo a la mujer del
chacarero que montaba a un forastero a galope tendido. Apenas una noche acababa
de pasar y ya Amador descubría dos secretos de la misma persona.
En el
puesto el chacarero pasó una mañana de locos recogiendo los restos salvables de
entre los tomates, los zapallos, la acelga y el maíz. Pese a los destrozos,
pudo guardar tres canastos repletos. Había sido tarea difícil agarrar a Prócer;
el potro, acostumbrado a los silbidos de Amador, no había dejado en horas de
correr y pisotear. Hubo que traer gente avezada para que con lazos lo parasen.
A la mujer nadie la vio en todo ese tiempo; reapareció al mediodía, impecable, como si hubiera estado sentada en
su cocina haciendo repulgues. Teatralmente se quejó, de Amador y del caballo,
de la chacra destrozada, de las pérdidas que habría. Incluso el marido fue
blanco de sus quejas: No había actuado como un hombre; ella se lo advirtió en
su momento y él, por blandura, les dio al cuidador y al caballo otra
oportunidad, que ya se veía en qué terminaba. Hablaba a los gritos para que
todos pudieran oír. Los demás peones se miraban las alpargatas, avergonzados
también por todo aquello. Conocían el temperamento de la mujer y sabían que
cuanto cayera sobre el chacarero caería sobre ellos a la larga.
-Esto
pasa por no haber puesto el alambrado que te dije. Y ahora más vale que vayas a
comprarlo- amenazó al final, señalando al esposo con el dedo.
Al esposo
no le gustaban aquellos exabruptos de su esposa, pero estaba acostumbrado y no
tenía miedo de que los otros escucharan, porque a todos los trataba igual.
Masticó su malhumor y murmuró que iría al pueblo mañana mismo.
Amador lo
vio salir temprano, en la chata, con los canastos colmados de hortalizas, y lo
siguió. Durante la noche había rescatado a Prócer, a quien dejaron prisionero
en un corral de matungos. No anduvo mucho el chacarero que ya Amador lo alcanzó
y le contó todo.
-Si no me
cree, véngase al galpón.
Volvieron.
Buscaron una rendija apropiada y espiaron. Adentro estaba la mujer con un
hombre en plena doma. Caracoleaba ella y relinchaba. El jinete –que resultó ser
capataz en otro puesto- perdía el equilibrio algunas veces. El chacarero
arrebató el rebenque de Amador y se mandó dentro. Gritos de hombre se
escucharon, y un despelote de cosas por el suelo. Pero de la mujer no se oyó
nada. Amador no quiso entrar, porque aunque estaba contento de haber salvado su
nombre, no se alegraba de haber sorprendido a la mujer en semejantes faenas.
Por más que ella hubiera armado todo ese lío con intención de distraer al
marido de sus verdaderos intereses, y por más que Amador hubiera sido la
víctima directa de aquella infamia, él era un hombre de ley, y le disgustaba
que todo terminara así. Se arrepintió de haberse convertido en alcahuete y se juró no volver a actuar de
ese modo; pero lo hecho, hecho estaba. Miró al azulejo, le dio unas palmadas en
el lomo, y se reclinó en la pared del galpón a esperar que todo terminara.
Adentro continuaba el tumulto, y de repente se hizo silencio. Ella estaba
hablando, al parecer con toda calma. Por más que Amador aguzó el oído no
entendió. Prendió un cigarro.
Hay situaciones
que tienen un final imprevisto, y tal vez eso las convierte en recordables.
Aquella mañana todo parecía que iba a terminar con la mujer repudiada por el
chacarero, con el amante rayado a
rebencazos, con las verduras olvidadas en las cestas. Pero no. En un
momento dado, Amador vio salir a la mujer del galpón, prolijamente vestida, los
pies descalzos, el pelo atado en cola, la frente digna y alta. Amador no había
advertido que era joven aún y, a su manera, hermosa. Ni siquiera lo miró.
Parecía que iba a quedarse así, como una reina, mirando el horizonte. Pero de
repente saltó sobre el caballo y, con un grito, se lanzó al galope. Nadie tuvo
tiempo a reaccionar, ni Amador, ni los dos hombres que salían del galpón en ese
instante. Sobre Prócer, la mujer galopaba levantando polvareda, una nube densa
que cuando se disipó, dejó a la vista puro campo vacío.
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