10 de febrero de 2014

(...)Cuando lo vi por primera vez, aún en la clínica, cuando me lo trajeron, envuelto en una manta blanca con olor a hospital, me las ingenié mal para comprender que aquella cosa diminuta y palpitante había llegado al mundo con mi intervención. Dicen que para las madres es más sencillo. Parece evidente. Pero lo cierto es que los hombres tenemos que hacer un gran esfuerzo de interpretación. Quiero decir: si lo que hago es plantar un árbol, o podarlo, o arreglar el jardín; si construyo una mesa o un muro, resulta simple advertir la verdad de esos hechos nuevos: el árbol podado, la pared que tapa el sol. Hasta las manos quedan resentidas por el trabajo. Un hijo es otra cosa. Ni siquiera se usan las manos. Hay que esforzarse en pensar que surgen de una práctica relativamente cotidiana, que por lo demás, casi nunca desemboca en un embarazo. De cualquier manera (no en esos primeros días, en que Pedro era apenas otra cosa que un llanto estridente y una masa palpitante de carne tibia y rosa, sino después, algunos meses, cuando ya miraba con atención y cuando usaba sus propias manos para agarrar con fuerza mi dedo o tocar la cara y los pechos de Daniela), un niño se vuelve algo simpático, una cosa extrañamente tierna. Por desgracia pronto comienza a tener una voluntad que suele ir a contramano de los deseos que los adultos podemos tener y todo interés, al menos para mí, decrece. Pero no es sólo eso sino que esa voluntad ni siquiera es completa, es una voluntad a la que, no sé por qué motivo, se la exime de tener que rendir cuentas. La responsabilidad sigue siendo del adulto. Algún día, se supone, uno no tendrá que hacer nada más. Los niños crecen rápido, dicen. No estoy tan de acuerdo. (...)