No llega el otoño
sin que Aurelia lo advierta con anticipación. Y no es que
esté pendiente del calendario, que en verdad nunca mira: le
basta el olor de la brisa, una hebra fina que viaja viboreando y que
trae un sabor particular, para comprender: se deshilacha el verano.
Esa capacidad de
adelantarse, por señales mínimas, ese trato familiar
con el devaneo un poco histérico de las estaciones, la hacen
merecedora de la confianza que el viejo ha depositado en ella.
Porque desde que él
la conoció y le ofreció un trabajo tan simple como el
de atender la huerta –“salvar mi huerta” había dicho
aquella vez- Aurelia se convirtió en una verdadera pastora de
hortalizas.
Desde entonces –hace ya
más de ocho años- llega puntual todas las mañanas.
Él la espera con el mate preparado. Convendría aclarar
que ha vuelto a
esperarla. Se sientan siempre en la mesa de la cocina y hablan poco.
Mientras el mate va y viene suena la radio y ambos escuchan. A
Aurelia le gusta escuchar la radio y a veces se ausenta, pensando
cosas que él no logra imaginar, ni quiere preguntarle. No se
atreve. Y no es que no haya, después de tantos años,
confianza suficiente como para hablar de todo; pero es que, desde que
él ha vuelto a esperarla, una barrera triste parece haberse
levantado entre los dos.
Esta mañana toman
mate en la galería de atrás. Hace calor para estar
adentro y sin duda se avecina, como ha venido ocurriendo inusualmente
en este mes, con potencia redentora, trayendo alivio a la tierra y a
las plantas, la lluvia. Marzo pluvial, se diría, lo que es
poco frecuente; tal vez esas lluvias al viejo le anuncian que algo
ocurrirá. No puede saberse qué cosa piensa Aurelia,
acaso que el otoño ya se anuncia en signos mínimos y
que calor y lluvia se vinculan.
Él, desde que ha
vuelto a esperarla, no pasa momento junto a ella que no se le vuelva
el aire espeso. Y esa incomodidad, a la que Aurelia no parece
prestarle atención, los acompaña todo el tiempo como un
tercero en discordia.
Al cabo ella ya se marcha
hacia los surcos y él entra en la casa, de la que saldrá
cada tanto, con una jarra de agua helada.
Ocho años hace que
Aurelia trabaja para él, y las circunstancias en que aquella
relación nació todavía resultan confusas para
ambos. Es como si siempre se hubieran conocido; y sin embargo él
no sabe casi nada de ella. Ni siquiera conoce la casa donde vive.
Apenas le ha escuchado hablar muy pocas veces de una hermana que está
enferma. A Aurelia le parece mejor así. No quiere que él
vea la pobreza de su hogar, las paredes de ladrillos ásperos,
desnudos, el techo de chapas que se oxidan, el alambre de la entrada
que marca o apenas quiere sugerir los límites del terreno.
Pero lo que menos quiere que él conozca es a Mercedes.
Nadie sabe si el terreno
que ocupa la huerta pertenece al viejo o si se trata de un baldío
simplemente que, al fondo de la pequeña casa, fue cultivado
por él. Por su mujer, en realidad, porque él no tiene
lo que se dice esto de habilidad para la tierra. Fue ella, una mujer
de campo, como el viejo mismo es, pero que amaba plantar y cosechar,
la que no se resignó nunca a vivir en un lugar donde, habiendo
tanto suelo, no se erizaran los cultivos. Parece que al principio
tuvieron desavenencias, porque él había venido al
barrio con el fin de alejarse de las cosas del campo; y lo había
hecho bastante bien, aprendiendo a lidiar con las máquinas,
desentrañando su lógica compleja y poderosa, capaz de
reducir al mínimo las variables. En una fábrica de la
ciudad, a la que viajó todos los días durante treinta
años, aprendió que existía un mundo más
firme, alejado de las constantes incertidumbres del campo. Allí
mismo conoció a su mujer. Pero ella, en cuanto se casaron y se
mudaron a la casa que estaban construyendo en el barrio, ante la
tierra aprovechable, no dudó en abandonar su trabajo y ponerse
a trazar surcos con la pala. Al principio él la dejó
hacer, porque le pareció adecuado que la esposa permaneciera
en casa, pronto vendrían los hijos y necesitarían toda
la atención y la presencia de la madre. Pero los hijos nunca
llegaron y la huerta acabó por convertirse, para ella, en la
depositaria de sus ilusiones. De esa época son los primeros
desencuentros. Él se enojaba porque en ocasiones, en mitad de
la noche, su esposa se levantaba y salía a atender las
calabazas, a darles luz o cubrirlas de la helada anunciada en el
cielo sin nubes. Con vehemencia le decía a su mujer que debía
dejar las hortalizas en paz, que tenía que asumir las
consecuencias de ocuparse de asuntos de naturaleza, por definición
imprevisible, y que aprendiera, si no, cómo él,
justamente para conjurar la incertidumbre, se las entendía lo
más bien con organismos de plástico, de hule y de
metal, que no requieren más que mínimos cuidados. Ella
lo escuchaba con respeto y nunca discutía, porque no hubiera
sabido cómo. Sencillamente trataba de salir sin despertarlo.
Con el tiempo él
debió rendirse a la evidencia de que no había razones
que disuadieran a la esposa de tratar a los frutos de la huerta como
a los hijos que nunca les brotaron. Él, incluso, aunque ella
nunca se lo había pedido, debía dar las gracias por la
existencia de aquel enorme rectángulo sembrado. Al principio
imperceptiblemente, pero de modo evidente más tarde, el tiempo
esplendoroso de las máquinas fabriles declinó, y no era
exagerado pensar que un día llegaría en que fueran del
todo reemplazadas por negocios que él no comprendía,
pero para los que bastaban, o así le pareció,
computadoras y bancos. De manera que cuando el final de todo se
anunciaba en crisis esporádicas, en que el sueldo se volaba
como el polvo de las calles, la huerta se volvía un milagro de
abundancia. Nunca en esos momentos hizo la esposa alusión al
valor de sus verduras. Y podía haberlo hecho con razón,
pensaba él. Y cuando, a duras penas, escapando del pozo sin
fondo de no tener trabajo, logró jubilarse, la huerta se
convirtió en el suplemento decisivo de sus haberes cada vez
más magros. Pero para entonces la esposa había muerto y
él había conocido a Aurelia y le había ofrecido
encargarse del trabajo con la tierra.
Los primeros tiempos,
cuando aprendía aún a vivir con su viudez, la presencia
cotidiana de Aurelia le permitía sortear la soledad cósmica
que lo amenazaba constantemente. De ahí que esperase con ansia
día a día la llegada de esa mujer todavía joven,
de pocas palabras y de rara habilidad con los frutos de la huerta.
Pero como suele ocurrir con todo lo que se repite, la presencia de
Aurelia acabó por hacerse costumbre, y durante años
ninguno de los dos se percató de que, en silencio y con la
misma lentitud con que maduran los melones, habían ido
estableciendo un vínculo profundo, tejido con lazos tan
sutiles que no se dieron cuenta. Hasta que él, la pasada
primavera, detonada la revelación por alguna concurrencia
feliz de cierto cielo y cierta luz sobre las plantas, se halló
con todo ese tejido entre las manos y supo que estaba, como un
adolescente, enamorado.
De ahí que haya
vuelto a esperarla, primero para confirmar la autenticidad de sus
sentimientos, después para gozar en la contemplación
del ser amado, más tarde para indagar en lo que pudiera sentir
ella, y al fin para encontrar el día y el momento de hablarle
francamente.
Hay que decir que ella
sabe desde el principio lo que a él le pasa. Y no ha dejado
desde entonces de preguntarse qué hacer, porque siente que
otra vez le está ocurriendo lo que tantas veces, y ya está
cansada y quisiera no pasar más por esa situación,
aunque después de todo la realidad haya perdido, a fuerza de
repetirse, toda su capacidad de hacer doler.
Ha conocido a pocos
hombres en la vida. Y a decir verdad sólo estuvo enamorada del
primero; pero eran tan jóvenes los dos que aquel romance,
tormentoso y apasionado, duró poco. El desengaño llegó
el día en que él, por una fatal casualidad, conoció
a Mercedes. En aquel tiempo Aurelia trabajaba en la ciudad, en una
casa de familia, y él era cartero. Usualmente no había
nadie en la casa y Aurelia, después de terminar con la
limpieza, no hacía más que aburrirse hasta la hora de
la cena. Una vez por semana pasaba él, que llegaba haciendo
sonar el timbre de la bicicleta y llenaba de tintineos los ambientes
oscuros del caserón. Esos sonidos brillantes alegraban a
Aurelia y era por eso que salía a recibir las cartas. Y como
con el tiempo identificaba al muchacho con esa música que le
parecía de otro mundo, empezó a fijarse en él.
Era muy prolijo, llevaba el uniforme siempre impecable y su sonrisa
completa de dientes blancos le hacía pensar en un xilofón.
Se reía, Aurelia, para sí, cuando volvía a
entrar con las cartas en el delantal. Cuando por fin se encontraron
en la intimidad, a ella los ruidos y las voces que emitía su
placer, se le figuraban solos de un concierto. Muchos meses se
escondieron en el cuartito de Aurelia y la casa vacía se
llenaba de ayes. Él le prometió llevarla a pasear en
bicicleta, hacer juntos el reparto de la correspondencia y acabar la
jornada sobre una cama de sábanas limpias. No hablaban más
que de los dos y del momento presente y de un futuro soñado.
Ambos vivían lejos de sus trabajos respectivos, pero Aurelia
pasaba poco tiempo en la casita familiar. Un solo día a la
semana dormía en lo de su madre y al día siguiente, lo
antes posible, bañada y lista como para una fiesta, volvía
a la ciudad, a su trabajo. Su madre no se lo reprochaba porque la
entendía. Estar en casa significaba también cuidar a
Mercedes. Ella ya se había resignado a hacerlo para siempre,
pero “para siempre” tenía también un vencimiento.
De manera que alentaba a Aurelia a vivir intensamente, y no agregaba
“mientras se pueda”, porque prefería no pensar en eso.
Un día que habían
salido las tres, la madre acarreando a Mercedes y Aurelia a su madre,
y andaban torpemente esquivando los pozos de la calle, el muchacho
de las cartas pasó en su bicicleta. Aurelia lo reconoció
enseguida pero él, que nunca la había visto acompañada
y ni siquiera sabía que los dos eran del barrio, tardó
en reconocerla. Ella lo llamó con la sonrisa a flor de labios
y las cejas a él se le enarcaron dibujando la sorpresa. Se
abrazaron, se besaron, y dijeron lo que en estas ocasiones suele
decir la gente. Aurelia, entonces, presentó a su mamá y
antes de presentar a Mercedes comprendió que hubiera sido
mejor nunca encontrarse. “Mercedes, es mi hermana”, dijo
arrepintiéndose de todo. Cuando el muchacho vio a la hermana
sonrió educadamente, pero no tendió la mano ni se
acercó a dar un beso. La sonrisa se cerró, y el xilofón
que amaba Aurelia se enfundó ya para siempre.
Algunas veces más
se vieron, pero no tocaron música sino ruidos apagados. Pronto
todo se perdió y una mañana vino otro cartero con
sonrisa de postizos.
Los otros hombres que
Aurelia conoció fueron intentos vanos de hacer renacer en ella
sensaciones parecidas a las que experimentó con el primer
muchacho. Pero también fueron instrumentos para calmar el
apetito de su cuerpo después de largas abstinencias. Y si
alguno había dejado entrever que podía amarla, ella los
llevaba hasta su casa y comprobaba, una vez tras otra, cada vez más
impasible, lo que la silenciosa presencia de Mercedes en el mundo les
hacía. De manera que acabó por perder toda esperanza.
Nunca aparecería un hombre que quisiera tomarla a ella y a su
hermana juntas. Y el tiempo de irse, de abandonar a Mercedes y a su
madre y a su casa, había pasado ya como el último tren
que se pierde.
Es por eso que ahora, al
darse cuenta o advertir, como advierte ella de manera involuntaria la
llegada de las estaciones, que su patrón –y después
de tantos años acaso también su amigo- vuelve a
esperarla con una ansiedad parecida a la de los primeros tiempos,
pero motivada por anhelos diferentes, no sabe qué conviene
hacer.
Bajo el sol y entre los
surcos de la huerta, rodeada de verduras, Aurelia se dice que lo
prudente es esperar. Tal vez al cabo de unos días, unas
semanas a lo sumo, cuando el otoño ya se instale con confianza
y empiece a irradiar la próxima estación del frío,
él cambie de opinión y no la busque como ahora, con la
mirada entontecida, mientas espera que ella le haga un gesto, un
mínimo ademán que lo convenza de que también a
Aurelia le gustaría que él se declarase.
Mientras con una azada de
mano desbroza de entre las acelgas los yuyos que han crecido, y no
piensa ya más que en las plantas y en el agua que este mes ha
caído en demasía, oye los pasos de él. Ha venido
a traerle mate y con un gesto torpe se lo tiende. Allí, bajo
el cielo opaco de humedad, con él de pie a su lado, Aurelia
siente que es el viejo quien viene a la cosecha, se siente una
ovalada sandía de la huerta, y por un instante brevísimo
sueña que él la recoge y, amoroso, la lleva hasta su
mesa para calar su corazón dulce y devorarlo con dicha. Si
pudiera él cortarla del gajo que la ata.
Esa tarde, al volver a
casa, Mercedes, como siempre, silenciosa en su sillón frente a
la tele encendida, la espera o se diría que la espera. En la
pantalla apenas se ve nada. Sombras y luces en las mil tonalidades
del gris. Los ojos de Mercedes –si son ojos en verdad- están
ausentes. No es posible saber dónde está lo que ven.
Envuelta en una sábana, que reduce el espanto a apenas la
cabeza descubierta, emite sonidos cuando advierte que ha regresado la
hermana. La casa, contrahecha, desmiente el arte de construir.
Aurelia ha pensado muchas veces en reformarla, en enderezar sus
paredes, en poner el techo en condiciones, en pintar y ocultar los
caños y los cables. Pero es tan pobre que todo lo que gana se
le va en comida y medicamentos para Mercedes, pastillas de colores
diferentes que no logran levantar esa hechura derrumbada. Así
como los convivientes terminan a veces por parecerse, Aurelia
agradece que fuera la casucha la que cediera a la influencia de
Mercedes. Quizá por eso mismo se olvida de la casa.
Prepara para comer unas
verduras que el viejo le ha dado y da de cenar a la hermana. Come
después ella un poco y luego de limpiar todo lleva en andas a
Mercedes hasta la cama; lo prefiere a verla caminar, prefiere
soportar el peso de ese cuerpo que verlo moverse sobre el suelo. Hay
cosas, piensa Aurelia, a las que uno nunca se acostumbra.
Regresa a la cocina y
prepara té. Trata de pensar en el viejo y en esas palabras que
él no ha pronunciado pero que sin duda ya se han hilado de mil
maneras en su mente. Trata de pensar qué debe decidir cuando
él las suelte, las arroje hacia ella como una lazo de seda que
quiera ceñirla e impulsarla, tal vez, con dulce presión
sobre su cuerpo, a decir que sí. Ahora recuerda las palabras
de su madre, que le advirtió en su momento el tipo de vida al
que se condenaba quedándose en la casa. Ella, le decía,
no podía, como Aurelia, marcharse. Su condición de
madre la hacía responsable frente todos de la llegada de
alguien como Mercedes; y era justamente lo que la obligaba a quedarse
para cuidar a esa hija imposible. Pero Aurelia era su hija también
y debía asegurarle un futuro y no una condena; debía
entonces marcharse cuanto antes, a fin de que la madre tuviera el
consuelo de saber que algo de ella, salido de su cuerpo, podía
libremente moverse por el mundo y hacerlo más vivible, como
los pájaros con apenas su presencia. El sermón de la
madre concluía casi siempre con una aceptación y una
advertencia: “No me atreví a abandonarla y ya es muy tarde;
tenés que irte mientras yo esté para cuidarla. No vas a
poder, después”. Aurelia siempre recuerda esas palabras con
dolor, porque tiene que aceptar que decían la verdad. En aquel
tiempo imaginaba que la madre viviría muchos años; y a
ella le bastaba con salir a trabajar y volver tarde por la noche para
no ver a Mercedes. Pero la madre murió sin previo aviso y
cuando Aurelia regresó del cementerio, supo que ya no podría
abandonar a la hermana, que babeaba calladita frente a la luz de la
pantalla.
Y ahora el viejo, el
viudo, su patrón, la mira con interés. Después
del amorío aquel con el cartero, no hubo para Aurelia más
que hombres esporádicos, que previsiblemente se marchaban en
cuanto conocían a Mercedes. Y no es que ella no les
advirtiera. Con algunos eufemismos les hablaba de su hermana y
recurría en ocasiones a la jerga de los médicos, aunque
fuera sólo un modo peculiar del eufemismo. Pero era inútil
advertir o anticiparse, porque la imaginación siempre es
amable y cuando la Mercedes real aparecía, las reacciones eran
muchas e impredecibles. Algunos habían huido atropelladamente;
otros se habían desmayado; hubo quienes se echaron a llorar y
no faltaron los que enmudecieron por algunos días. Pero
indefectiblemente se alejaban y Aurelia terminó por volverse
indiferente a aquellos abandonos. Casi se sentía corroborada
en su modo de entender las cosas, como si esas reacciones demostraran
que el mundo seguía siendo el mismo. Alguna vez se dijo que el
día que encontrase un hombre que aceptara vivir con Mercedes,
no dudaría en entregarse plenamente, en volverse esposa fiel y
madre, incluso de hermosos niños, que crecerían junto a
la tía defectuosa como quien crece en el peor de los lugares y
no añora ningún pasado diferente.
Pero con el tiempo la
esperanza, como ella, se fue achacando y llenándose de
arrugas; y aunque no es todavía una anciana, la madurez de
Aurelia es cierta como este marzo tan lluvioso.
Se levanta, a la mañana
siguiente, y sale para lo del viejo.
Del cielo cuelgan como
toldos nubes gordas. No piensa en nada mientras anda, camina la calle
de tierra una cuadra tras otra y se apura, porque oye, lejano todavía
pero nítido, el trueno. Hay que llegar a la huerta para
recoger algunas verduras antes de que llueva.
El viejo la espera con
mate, pero Aurelia amablemente declina la invitación. “Se
larga”, dice y corre entre los surcos con el canasto que le cuelga
del brazo. Él se queda en la galería mirándola
cosechar con movimientos seguros y vuelve a sentir con más
intensidad lo que viene sintiendo desde hace unos meses.
Las gotas que caen primero
dispersas ya son un continuo caer desde el cielo. Llueve mucho pero
en calma y en medio de la huerta junta tomates Aurelia, como flores
suculentas. Bajo la lluvia es más linda, piensa él, y
cuando ella, desde allá entre los morrones, mientras la lluvia
canta, lo saluda y se ríe porque está empapada pero el
agua es tibia, el viejo se siente diminuto y gigante al mismo tiempo
y sale al aguacero dando saltos y riendo también para ayudarla
a volver con el canasto pesado y lleno de colores bajo el techo de la
galería donde el mate recién hecho los espera.
Unos minutos nada más
tardan en regresar, bajo la lluvia, repletos de hortalizas, riendo
como chicos; un intervalo en que parece que despierta, cada uno, y no
tienen más que nueve años y era un sueño ya muy
largo el que llevaban, tan cargado de penurias. Un intervalo, apenas,
luminoso.
Va y viene el mate en
silencio. Ni él ni Aurelia dicen nada. Él porque no
sabe cómo empezar, ella porque no sabrá qué
responder. Tras unos momentos a él se le ocurre romper, como
se dice, el hielo entre los dos. Se pone a contar que le contaron,
que a no muchas cuadras de allí se pelearon definitivamente
dos vecinas. Viven una enfrente de la otra, y cualquiera hubiese
dicho que la diferencia de edad y el hecho de que llevan el mismo
nombre debería haber servido para, al menos, acercarlas, como
si fuesen dos primas lejanas e incluso como madre e hija (aunque no
cierran los años si uno quiere sacar cuentas). Pero no, dice
él, mientras ceba. “Pero no, Aurelia, vea usted”, dice
exactamente. Las vecinas parece que se odian y obligan a los demás
a tomar partido. De manera que por esos sitios medio barrio anda
dividido. “Hay dolores viejos”, dice él y la mira de otro
modo, “y a veces se contagian si uno no se hace cargo”. Sonríe
mientras cuenta lo que le contaron y calla de repente y carraspea;
algo va a decir y se aturulla. Aurelia comprende lo que él
quiere hacer y en lugar de pensar en la respuesta que sin duda él
le demandará, se pone a imaginar variantes para las frases con
las que él dirá lo que ella ya comprende. Y pese a
todo, un momento piensa en Mercedes, que a fin de cuentas es la
respuesta que tiene ella para dar, a él y a cualquier otro.
La lluvia se intensifica y
su rumor, que ya es un ruido, tapa la voz enronquecida del viejo, de
manera que para hacerse entender tiene que hacer gestos, que son
torpes y poco claros. Toma aire para imprimirle a su voz de hombre
mayor el volumen y el tenor de un hombre joven y repite lo que la
lluvia acalló. Como un tallo que rompe la tierra, como un
barco que sale de un banco de niebla, las palabras del viejo se
sobreponen a la muchedumbre de agua que cae inusualmente abundante en
este marzo pluvial, y llegan hasta Aurelia que las esperaba, pero a
quien sorprenden de todos modos la precisión y la belleza
simple con que él las dispone. Sí, la quiere, para él
y para volverse él mismo de ella, para criar las hortalizas
como a hijos, y para habitar también de noche la casita que ya
durante el día habitan. Sorprende a Aurelia la disposición
de las palabras y no sabe cómo decir Mercedes. Es la única
cosa que puede responder y no le sale, conmovida aún por lo
que él ha dicho, sabido de antemano pero nuevo a un tiempo y
hermoso, tanto, que ha derrotado la gritería de la lluvia, que
no parece ahora sino una ola de aplausos, o una bandada de pájaros
que echa a volar de repente.
Con Mercedes sale Aurelia
esa misma noche. No puede más de frustración y de
ansiedad y de rencor. Es el camino, largo de cuadras y arboledas, que
ha cambiado. Es el mismo pero ahora también es el final. Sabe
que en cuanto el viejo vea a “la hermana enferma”, cuando de
lejos apenas la vea llegar, con esa andadura de ser llegado de otro
mundo, ya todo estará perdido. Y Aurelia sabe que después
la verá a ella, que con paso lento y tal vez solemne viene
llegando a la casa que él le ofreció, como una novia
inaceptable, del brazo de Mercedes, ese mecanismo entreverado que por
la forma en que se mueve no se puede saber cuántas
extremidades la sostienen. Sabe ella que mucho antes de llegar ya
todo se habrá arruinado y se pregunta si no es Mercedes acaso
un algo de ella misma que permanece oculto, una parte de sí
que ven los demás y les espanta. Va con el convencimiento de
que nunca más provocará en un hombre nada digno de
amor. Va con el convencimiento de que al regresar, habrá de
pensar seriamente cualquier medio para partir de este mundo para
siempre, con Mercedes que sí, tal vez no sea más que un
costado de Aurelia y de su madre y de su casa. Convencida está
de todo esto mientras llegan. Y no es el dolor o la amargura lo que
apura su determinación, sino apenas el cansancio de ver cómo
la alegría se le insinúa siempre y no la besa nunca.
El viejo está
adentro con la luz encendida y escucha que llaman. Sabe bien lo que
eso significa. Es la indicación que le anuncia el sí
que había esperado. “Si vuelvo, es porque sí”, le
ha dicho ella. Y vuelve. Y sí, entonces.
De pronto, sorprendido,
como si no hubiera esperado la vuelta de Aurelia, como si después
de haber mostrado, como quien dice, todas sus cartas, se hubiese
abandonado a la desesperanza, se levanta de la silla sin ninguna
expectativa, y va a abrir como si fuese la mañana, y allí
estuviera Aurelia para empezar la jornada. Incluso se protesta por no
haber dejado listo el mate.
Cuando la llave gira y la
puerta se abre, Aurelia no quiere más que observar la
expresión del viejo al ver a Mercedes a su lado. Cuando él
la vea y ella la presente, no tendrá más que volverse
con su hermana a cuestas a la casa de ambas y ocuparse de cesar en
todo. Si no fuera porque todo será breve, Aurelia se diría
que se aburre. Ha visto tantas veces lo que ahora verá. Y es
ese casi aburrimiento lo que tal vez la hizo darse prisa en el
camino.
Lo primero que él
ve al abrir la puerta es a Mercedes, y luego, junto a ella, a Aurelia
con una extraña expresión, como de cansancio o hastío.
Sabe que ha venido a decirle sí. Y con su hermana enferma,
además, seguramente para demostrarle que él debe
aceptarla con todos sus atributos, o quizá, y mejor, que ella
está dispuesta a darse toda. Y mientras Mercedes, cuya
contemplación a él le despierta curiosidades, se
bambolea levemente porque nunca está quieta del todo, el viejo
esboza una sonrisa, que ni él mismo es capaz de interpretar.
Lo más probable es que sea de alegría, aunque puede que
también le venga de la gracia que Mercedes le provoca, una
gracia no exenta de ternura y compasión. Y entonces ve en el
regreso no sólo la confirmación del sí que
buscaba, sino acaso ya el anuncio de la familia futura. No se había
hecho ninguna idea de Mercedes y verla ahora lo asombra, no tanto por
la gravedad del estado en que se encuentra, sino porque no entiende
de qué enfermedad hablaba Aurelia. Según como él
lo ve, Mercedes goza de salud, de una salud particular, un bienestar
exclusivo que sólo a alguien como ella correspondería.
La sonrisa se le amplía y ya las invita a pasar y a
acomodarse.
Aurelia no reacciona de
pura consternación. No sólo no ocurre lo que esperó
sino todo lo contrario. Busca en la expresión del viejo el
gesto delator. Muchos fingieron que aceptaban a Mercedes para salir
del paso, como quien promete a su verdugo confesar porque vislumbra
la inminente fuga. Pero ella es ducha en tales fingimientos y no le
cuesta nada darse cuenta. Ahora, sin embargo, el viejo las ha hecho
pasar y ya les trae unas masitas un poco fuera de hora y avisa que
enseguida vendrá con la tetera humeante, y que lo disculpen
por no haberlas recibido mejor, que para ser sinceros no tenía
ya esperanzas de verlas venir tan luego a visitarlo. Y guiña
mientras habla varias veces a Aurelia, guiños de complicidad y
de emoción; incluso cree ella notar que en esos guiños
alguna lágrima se escapa. Él la quiere, y a Mercedes la
quiere también y no le afecta en nada su presencia, o tal vez
sí, pero no más de lo que a ella misma le produce
convivir con su hermana.
Aturdida, sin palabras, se
rinde a la evidencia. El viejo es el hombre que ella ha aguardado
durante tantos años. Ha conseguido ganarse ese lugar que
estaba reservado para nadie. No sabe qué decir. No sabe qué
hacer. Ahora menos que antes.
Mercedes hace muecas
espantosas, acaso es su manera de reírse; encuentra con él
enseguida algún punto de contacto. Está incluso feliz,
puede decirse, por más que nadie nunca lo hubiera imaginado.
Esa alegría es la que Aurelia está detectando y la que
va iluminándole una zona hasta ahora oscurecida del
entendimiento. Mercedes es feliz porque él la acepta, y quiere
ya quedarse.
El viejo vuelve lleno de
sonrisa de la cocina trayendo la tetera y más masitas. Y se
detiene cuando ve la puerta abierta. Asustado, deja todo sobre la
mesa y sale al frente. En qué momento ha sido que no escuchó
nada. Allá por la calle por la que vinieron, van ahora Aurelia
y Mercedes. Es de noche y es extraño verlas cruzar las manchas
de luz. Él, tras un instante de estupor, les grita, las llama,
ya tiene todo listo y en la mesa y está oscuro y hay mucho por
hablar. Una brisa fría arranca hojas amarillas de los árboles
y las trae calle abajo hacia la puerta del viejo. Es el otoño
franco, ya su señal de inicio. Los gritos que él
profiere no detienen a las dos, que siguen caminando, alejándose
en la noche. Entonces dice él, con alaridos, que saldrá
a alcanzarlas, que lo esperen, que ya llega. Las dos figuras siguen,
como antes. O casi. En un segundo, una se carga al hombro, así
como se hace con los muertos, para apurar el paso, a la otra que no
ofrece resistencia.
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