3 de abril de 2014

Marzo


No llega el otoño sin que Aurelia lo advierta con anticipación. Y no es que esté pendiente del calendario, que en verdad nunca mira: le basta el olor de la brisa, una hebra fina que viaja viboreando y que trae un sabor particular, para comprender: se deshilacha el verano.
Esa capacidad de adelantarse, por señales mínimas, ese trato familiar con el devaneo un poco histérico de las estaciones, la hacen merecedora de la confianza que el viejo ha depositado en ella.
Porque desde que él la conoció y le ofreció un trabajo tan simple como el de atender la huerta –“salvar mi huerta” había dicho aquella vez- Aurelia se convirtió en una verdadera pastora de hortalizas.
Desde entonces –hace ya más de ocho años- llega puntual todas las mañanas. Él la espera con el mate preparado. Convendría aclarar que ha vuelto a esperarla. Se sientan siempre en la mesa de la cocina y hablan poco. Mientras el mate va y viene suena la radio y ambos escuchan. A Aurelia le gusta escuchar la radio y a veces se ausenta, pensando cosas que él no logra imaginar, ni quiere preguntarle. No se atreve. Y no es que no haya, después de tantos años, confianza suficiente como para hablar de todo; pero es que, desde que él ha vuelto a esperarla, una barrera triste parece haberse levantado entre los dos.
Esta mañana toman mate en la galería de atrás. Hace calor para estar adentro y sin duda se avecina, como ha venido ocurriendo inusualmente en este mes, con potencia redentora, trayendo alivio a la tierra y a las plantas, la lluvia. Marzo pluvial, se diría, lo que es poco frecuente; tal vez esas lluvias al viejo le anuncian que algo ocurrirá. No puede saberse qué cosa piensa Aurelia, acaso que el otoño ya se anuncia en signos mínimos y que calor y lluvia se vinculan.
Él, desde que ha vuelto a esperarla, no pasa momento junto a ella que no se le vuelva el aire espeso. Y esa incomodidad, a la que Aurelia no parece prestarle atención, los acompaña todo el tiempo como un tercero en discordia.
Al cabo ella ya se marcha hacia los surcos y él entra en la casa, de la que saldrá cada tanto, con una jarra de agua helada.
Ocho años hace que Aurelia trabaja para él, y las circunstancias en que aquella relación nació todavía resultan confusas para ambos. Es como si siempre se hubieran conocido; y sin embargo él no sabe casi nada de ella. Ni siquiera conoce la casa donde vive. Apenas le ha escuchado hablar muy pocas veces de una hermana que está enferma. A Aurelia le parece mejor así. No quiere que él vea la pobreza de su hogar, las paredes de ladrillos ásperos, desnudos, el techo de chapas que se oxidan, el alambre de la entrada que marca o apenas quiere sugerir los límites del terreno. Pero lo que menos quiere que él conozca es a Mercedes.
Nadie sabe si el terreno que ocupa la huerta pertenece al viejo o si se trata de un baldío simplemente que, al fondo de la pequeña casa, fue cultivado por él. Por su mujer, en realidad, porque él no tiene lo que se dice esto de habilidad para la tierra. Fue ella, una mujer de campo, como el viejo mismo es, pero que amaba plantar y cosechar, la que no se resignó nunca a vivir en un lugar donde, habiendo tanto suelo, no se erizaran los cultivos. Parece que al principio tuvieron desavenencias, porque él había venido al barrio con el fin de alejarse de las cosas del campo; y lo había hecho bastante bien, aprendiendo a lidiar con las máquinas, desentrañando su lógica compleja y poderosa, capaz de reducir al mínimo las variables. En una fábrica de la ciudad, a la que viajó todos los días durante treinta años, aprendió que existía un mundo más firme, alejado de las constantes incertidumbres del campo. Allí mismo conoció a su mujer. Pero ella, en cuanto se casaron y se mudaron a la casa que estaban construyendo en el barrio, ante la tierra aprovechable, no dudó en abandonar su trabajo y ponerse a trazar surcos con la pala. Al principio él la dejó hacer, porque le pareció adecuado que la esposa permaneciera en casa, pronto vendrían los hijos y necesitarían toda la atención y la presencia de la madre. Pero los hijos nunca llegaron y la huerta acabó por convertirse, para ella, en la depositaria de sus ilusiones. De esa época son los primeros desencuentros. Él se enojaba porque en ocasiones, en mitad de la noche, su esposa se levantaba y salía a atender las calabazas, a darles luz o cubrirlas de la helada anunciada en el cielo sin nubes. Con vehemencia le decía a su mujer que debía dejar las hortalizas en paz, que tenía que asumir las consecuencias de ocuparse de asuntos de naturaleza, por definición imprevisible, y que aprendiera, si no, cómo él, justamente para conjurar la incertidumbre, se las entendía lo más bien con organismos de plástico, de hule y de metal, que no requieren más que mínimos cuidados. Ella lo escuchaba con respeto y nunca discutía, porque no hubiera sabido cómo. Sencillamente trataba de salir sin despertarlo.
Con el tiempo él debió rendirse a la evidencia de que no había razones que disuadieran a la esposa de tratar a los frutos de la huerta como a los hijos que nunca les brotaron. Él, incluso, aunque ella nunca se lo había pedido, debía dar las gracias por la existencia de aquel enorme rectángulo sembrado. Al principio imperceptiblemente, pero de modo evidente más tarde, el tiempo esplendoroso de las máquinas fabriles declinó, y no era exagerado pensar que un día llegaría en que fueran del todo reemplazadas por negocios que él no comprendía, pero para los que bastaban, o así le pareció, computadoras y bancos. De manera que cuando el final de todo se anunciaba en crisis esporádicas, en que el sueldo se volaba como el polvo de las calles, la huerta se volvía un milagro de abundancia. Nunca en esos momentos hizo la esposa alusión al valor de sus verduras. Y podía haberlo hecho con razón, pensaba él. Y cuando, a duras penas, escapando del pozo sin fondo de no tener trabajo, logró jubilarse, la huerta se convirtió en el suplemento decisivo de sus haberes cada vez más magros. Pero para entonces la esposa había muerto y él había conocido a Aurelia y le había ofrecido encargarse del trabajo con la tierra.
Los primeros tiempos, cuando aprendía aún a vivir con su viudez, la presencia cotidiana de Aurelia le permitía sortear la soledad cósmica que lo amenazaba constantemente. De ahí que esperase con ansia día a día la llegada de esa mujer todavía joven, de pocas palabras y de rara habilidad con los frutos de la huerta. Pero como suele ocurrir con todo lo que se repite, la presencia de Aurelia acabó por hacerse costumbre, y durante años ninguno de los dos se percató de que, en silencio y con la misma lentitud con que maduran los melones, habían ido estableciendo un vínculo profundo, tejido con lazos tan sutiles que no se dieron cuenta. Hasta que él, la pasada primavera, detonada la revelación por alguna concurrencia feliz de cierto cielo y cierta luz sobre las plantas, se halló con todo ese tejido entre las manos y supo que estaba, como un adolescente, enamorado.
De ahí que haya vuelto a esperarla, primero para confirmar la autenticidad de sus sentimientos, después para gozar en la contemplación del ser amado, más tarde para indagar en lo que pudiera sentir ella, y al fin para encontrar el día y el momento de hablarle francamente.

Hay que decir que ella sabe desde el principio lo que a él le pasa. Y no ha dejado desde entonces de preguntarse qué hacer, porque siente que otra vez le está ocurriendo lo que tantas veces, y ya está cansada y quisiera no pasar más por esa situación, aunque después de todo la realidad haya perdido, a fuerza de repetirse, toda su capacidad de hacer doler.
Ha conocido a pocos hombres en la vida. Y a decir verdad sólo estuvo enamorada del primero; pero eran tan jóvenes los dos que aquel romance, tormentoso y apasionado, duró poco. El desengaño llegó el día en que él, por una fatal casualidad, conoció a Mercedes. En aquel tiempo Aurelia trabajaba en la ciudad, en una casa de familia, y él era cartero. Usualmente no había nadie en la casa y Aurelia, después de terminar con la limpieza, no hacía más que aburrirse hasta la hora de la cena. Una vez por semana pasaba él, que llegaba haciendo sonar el timbre de la bicicleta y llenaba de tintineos los ambientes oscuros del caserón. Esos sonidos brillantes alegraban a Aurelia y era por eso que salía a recibir las cartas. Y como con el tiempo identificaba al muchacho con esa música que le parecía de otro mundo, empezó a fijarse en él. Era muy prolijo, llevaba el uniforme siempre impecable y su sonrisa completa de dientes blancos le hacía pensar en un xilofón. Se reía, Aurelia, para sí, cuando volvía a entrar con las cartas en el delantal. Cuando por fin se encontraron en la intimidad, a ella los ruidos y las voces que emitía su placer, se le figuraban solos de un concierto. Muchos meses se escondieron en el cuartito de Aurelia y la casa vacía se llenaba de ayes. Él le prometió llevarla a pasear en bicicleta, hacer juntos el reparto de la correspondencia y acabar la jornada sobre una cama de sábanas limpias. No hablaban más que de los dos y del momento presente y de un futuro soñado. Ambos vivían lejos de sus trabajos respectivos, pero Aurelia pasaba poco tiempo en la casita familiar. Un solo día a la semana dormía en lo de su madre y al día siguiente, lo antes posible, bañada y lista como para una fiesta, volvía a la ciudad, a su trabajo. Su madre no se lo reprochaba porque la entendía. Estar en casa significaba también cuidar a Mercedes. Ella ya se había resignado a hacerlo para siempre, pero “para siempre” tenía también un vencimiento. De manera que alentaba a Aurelia a vivir intensamente, y no agregaba “mientras se pueda”, porque prefería no pensar en eso.
Un día que habían salido las tres, la madre acarreando a Mercedes y Aurelia a su madre, y andaban torpemente esquivando los pozos de la calle, el muchacho de las cartas pasó en su bicicleta. Aurelia lo reconoció enseguida pero él, que nunca la había visto acompañada y ni siquiera sabía que los dos eran del barrio, tardó en reconocerla. Ella lo llamó con la sonrisa a flor de labios y las cejas a él se le enarcaron dibujando la sorpresa. Se abrazaron, se besaron, y dijeron lo que en estas ocasiones suele decir la gente. Aurelia, entonces, presentó a su mamá y antes de presentar a Mercedes comprendió que hubiera sido mejor nunca encontrarse. “Mercedes, es mi hermana”, dijo arrepintiéndose de todo. Cuando el muchacho vio a la hermana sonrió educadamente, pero no tendió la mano ni se acercó a dar un beso. La sonrisa se cerró, y el xilofón que amaba Aurelia se enfundó ya para siempre.
Algunas veces más se vieron, pero no tocaron música sino ruidos apagados. Pronto todo se perdió y una mañana vino otro cartero con sonrisa de postizos.
Los otros hombres que Aurelia conoció fueron intentos vanos de hacer renacer en ella sensaciones parecidas a las que experimentó con el primer muchacho. Pero también fueron instrumentos para calmar el apetito de su cuerpo después de largas abstinencias. Y si alguno había dejado entrever que podía amarla, ella los llevaba hasta su casa y comprobaba, una vez tras otra, cada vez más impasible, lo que la silenciosa presencia de Mercedes en el mundo les hacía. De manera que acabó por perder toda esperanza. Nunca aparecería un hombre que quisiera tomarla a ella y a su hermana juntas. Y el tiempo de irse, de abandonar a Mercedes y a su madre y a su casa, había pasado ya como el último tren que se pierde.

Es por eso que ahora, al darse cuenta o advertir, como advierte ella de manera involuntaria la llegada de las estaciones, que su patrón –y después de tantos años acaso también su amigo- vuelve a esperarla con una ansiedad parecida a la de los primeros tiempos, pero motivada por anhelos diferentes, no sabe qué conviene hacer.
Bajo el sol y entre los surcos de la huerta, rodeada de verduras, Aurelia se dice que lo prudente es esperar. Tal vez al cabo de unos días, unas semanas a lo sumo, cuando el otoño ya se instale con confianza y empiece a irradiar la próxima estación del frío, él cambie de opinión y no la busque como ahora, con la mirada entontecida, mientas espera que ella le haga un gesto, un mínimo ademán que lo convenza de que también a Aurelia le gustaría que él se declarase.
Mientras con una azada de mano desbroza de entre las acelgas los yuyos que han crecido, y no piensa ya más que en las plantas y en el agua que este mes ha caído en demasía, oye los pasos de él. Ha venido a traerle mate y con un gesto torpe se lo tiende. Allí, bajo el cielo opaco de humedad, con él de pie a su lado, Aurelia siente que es el viejo quien viene a la cosecha, se siente una ovalada sandía de la huerta, y por un instante brevísimo sueña que él la recoge y, amoroso, la lleva hasta su mesa para calar su corazón dulce y devorarlo con dicha. Si pudiera él cortarla del gajo que la ata.

Esa tarde, al volver a casa, Mercedes, como siempre, silenciosa en su sillón frente a la tele encendida, la espera o se diría que la espera. En la pantalla apenas se ve nada. Sombras y luces en las mil tonalidades del gris. Los ojos de Mercedes –si son ojos en verdad- están ausentes. No es posible saber dónde está lo que ven. Envuelta en una sábana, que reduce el espanto a apenas la cabeza descubierta, emite sonidos cuando advierte que ha regresado la hermana. La casa, contrahecha, desmiente el arte de construir. Aurelia ha pensado muchas veces en reformarla, en enderezar sus paredes, en poner el techo en condiciones, en pintar y ocultar los caños y los cables. Pero es tan pobre que todo lo que gana se le va en comida y medicamentos para Mercedes, pastillas de colores diferentes que no logran levantar esa hechura derrumbada. Así como los convivientes terminan a veces por parecerse, Aurelia agradece que fuera la casucha la que cediera a la influencia de Mercedes. Quizá por eso mismo se olvida de la casa.
Prepara para comer unas verduras que el viejo le ha dado y da de cenar a la hermana. Come después ella un poco y luego de limpiar todo lleva en andas a Mercedes hasta la cama; lo prefiere a verla caminar, prefiere soportar el peso de ese cuerpo que verlo moverse sobre el suelo. Hay cosas, piensa Aurelia, a las que uno nunca se acostumbra.
Regresa a la cocina y prepara té. Trata de pensar en el viejo y en esas palabras que él no ha pronunciado pero que sin duda ya se han hilado de mil maneras en su mente. Trata de pensar qué debe decidir cuando él las suelte, las arroje hacia ella como una lazo de seda que quiera ceñirla e impulsarla, tal vez, con dulce presión sobre su cuerpo, a decir que sí. Ahora recuerda las palabras de su madre, que le advirtió en su momento el tipo de vida al que se condenaba quedándose en la casa. Ella, le decía, no podía, como Aurelia, marcharse. Su condición de madre la hacía responsable frente todos de la llegada de alguien como Mercedes; y era justamente lo que la obligaba a quedarse para cuidar a esa hija imposible. Pero Aurelia era su hija también y debía asegurarle un futuro y no una condena; debía entonces marcharse cuanto antes, a fin de que la madre tuviera el consuelo de saber que algo de ella, salido de su cuerpo, podía libremente moverse por el mundo y hacerlo más vivible, como los pájaros con apenas su presencia. El sermón de la madre concluía casi siempre con una aceptación y una advertencia: “No me atreví a abandonarla y ya es muy tarde; tenés que irte mientras yo esté para cuidarla. No vas a poder, después”. Aurelia siempre recuerda esas palabras con dolor, porque tiene que aceptar que decían la verdad. En aquel tiempo imaginaba que la madre viviría muchos años; y a ella le bastaba con salir a trabajar y volver tarde por la noche para no ver a Mercedes. Pero la madre murió sin previo aviso y cuando Aurelia regresó del cementerio, supo que ya no podría abandonar a la hermana, que babeaba calladita frente a la luz de la pantalla.

Y ahora el viejo, el viudo, su patrón, la mira con interés. Después del amorío aquel con el cartero, no hubo para Aurelia más que hombres esporádicos, que previsiblemente se marchaban en cuanto conocían a Mercedes. Y no es que ella no les advirtiera. Con algunos eufemismos les hablaba de su hermana y recurría en ocasiones a la jerga de los médicos, aunque fuera sólo un modo peculiar del eufemismo. Pero era inútil advertir o anticiparse, porque la imaginación siempre es amable y cuando la Mercedes real aparecía, las reacciones eran muchas e impredecibles. Algunos habían huido atropelladamente; otros se habían desmayado; hubo quienes se echaron a llorar y no faltaron los que enmudecieron por algunos días. Pero indefectiblemente se alejaban y Aurelia terminó por volverse indiferente a aquellos abandonos. Casi se sentía corroborada en su modo de entender las cosas, como si esas reacciones demostraran que el mundo seguía siendo el mismo. Alguna vez se dijo que el día que encontrase un hombre que aceptara vivir con Mercedes, no dudaría en entregarse plenamente, en volverse esposa fiel y madre, incluso de hermosos niños, que crecerían junto a la tía defectuosa como quien crece en el peor de los lugares y no añora ningún pasado diferente.
Pero con el tiempo la esperanza, como ella, se fue achacando y llenándose de arrugas; y aunque no es todavía una anciana, la madurez de Aurelia es cierta como este marzo tan lluvioso.
Se levanta, a la mañana siguiente, y sale para lo del viejo.
Del cielo cuelgan como toldos nubes gordas. No piensa en nada mientras anda, camina la calle de tierra una cuadra tras otra y se apura, porque oye, lejano todavía pero nítido, el trueno. Hay que llegar a la huerta para recoger algunas verduras antes de que llueva.
El viejo la espera con mate, pero Aurelia amablemente declina la invitación. “Se larga”, dice y corre entre los surcos con el canasto que le cuelga del brazo. Él se queda en la galería mirándola cosechar con movimientos seguros y vuelve a sentir con más intensidad lo que viene sintiendo desde hace unos meses.
Las gotas que caen primero dispersas ya son un continuo caer desde el cielo. Llueve mucho pero en calma y en medio de la huerta junta tomates Aurelia, como flores suculentas. Bajo la lluvia es más linda, piensa él, y cuando ella, desde allá entre los morrones, mientras la lluvia canta, lo saluda y se ríe porque está empapada pero el agua es tibia, el viejo se siente diminuto y gigante al mismo tiempo y sale al aguacero dando saltos y riendo también para ayudarla a volver con el canasto pesado y lleno de colores bajo el techo de la galería donde el mate recién hecho los espera.
Unos minutos nada más tardan en regresar, bajo la lluvia, repletos de hortalizas, riendo como chicos; un intervalo en que parece que despierta, cada uno, y no tienen más que nueve años y era un sueño ya muy largo el que llevaban, tan cargado de penurias. Un intervalo, apenas, luminoso.

Va y viene el mate en silencio. Ni él ni Aurelia dicen nada. Él porque no sabe cómo empezar, ella porque no sabrá qué responder. Tras unos momentos a él se le ocurre romper, como se dice, el hielo entre los dos. Se pone a contar que le contaron, que a no muchas cuadras de allí se pelearon definitivamente dos vecinas. Viven una enfrente de la otra, y cualquiera hubiese dicho que la diferencia de edad y el hecho de que llevan el mismo nombre debería haber servido para, al menos, acercarlas, como si fuesen dos primas lejanas e incluso como madre e hija (aunque no cierran los años si uno quiere sacar cuentas). Pero no, dice él, mientras ceba. “Pero no, Aurelia, vea usted”, dice exactamente. Las vecinas parece que se odian y obligan a los demás a tomar partido. De manera que por esos sitios medio barrio anda dividido. “Hay dolores viejos”, dice él y la mira de otro modo, “y a veces se contagian si uno no se hace cargo”. Sonríe mientras cuenta lo que le contaron y calla de repente y carraspea; algo va a decir y se aturulla. Aurelia comprende lo que él quiere hacer y en lugar de pensar en la respuesta que sin duda él le demandará, se pone a imaginar variantes para las frases con las que él dirá lo que ella ya comprende. Y pese a todo, un momento piensa en Mercedes, que a fin de cuentas es la respuesta que tiene ella para dar, a él y a cualquier otro.
La lluvia se intensifica y su rumor, que ya es un ruido, tapa la voz enronquecida del viejo, de manera que para hacerse entender tiene que hacer gestos, que son torpes y poco claros. Toma aire para imprimirle a su voz de hombre mayor el volumen y el tenor de un hombre joven y repite lo que la lluvia acalló. Como un tallo que rompe la tierra, como un barco que sale de un banco de niebla, las palabras del viejo se sobreponen a la muchedumbre de agua que cae inusualmente abundante en este marzo pluvial, y llegan hasta Aurelia que las esperaba, pero a quien sorprenden de todos modos la precisión y la belleza simple con que él las dispone. Sí, la quiere, para él y para volverse él mismo de ella, para criar las hortalizas como a hijos, y para habitar también de noche la casita que ya durante el día habitan. Sorprende a Aurelia la disposición de las palabras y no sabe cómo decir Mercedes. Es la única cosa que puede responder y no le sale, conmovida aún por lo que él ha dicho, sabido de antemano pero nuevo a un tiempo y hermoso, tanto, que ha derrotado la gritería de la lluvia, que no parece ahora sino una ola de aplausos, o una bandada de pájaros que echa a volar de repente.

Con Mercedes sale Aurelia esa misma noche. No puede más de frustración y de ansiedad y de rencor. Es el camino, largo de cuadras y arboledas, que ha cambiado. Es el mismo pero ahora también es el final. Sabe que en cuanto el viejo vea a “la hermana enferma”, cuando de lejos apenas la vea llegar, con esa andadura de ser llegado de otro mundo, ya todo estará perdido. Y Aurelia sabe que después la verá a ella, que con paso lento y tal vez solemne viene llegando a la casa que él le ofreció, como una novia inaceptable, del brazo de Mercedes, ese mecanismo entreverado que por la forma en que se mueve no se puede saber cuántas extremidades la sostienen. Sabe ella que mucho antes de llegar ya todo se habrá arruinado y se pregunta si no es Mercedes acaso un algo de ella misma que permanece oculto, una parte de sí que ven los demás y les espanta. Va con el convencimiento de que nunca más provocará en un hombre nada digno de amor. Va con el convencimiento de que al regresar, habrá de pensar seriamente cualquier medio para partir de este mundo para siempre, con Mercedes que sí, tal vez no sea más que un costado de Aurelia y de su madre y de su casa. Convencida está de todo esto mientras llegan. Y no es el dolor o la amargura lo que apura su determinación, sino apenas el cansancio de ver cómo la alegría se le insinúa siempre y no la besa nunca.

El viejo está adentro con la luz encendida y escucha que llaman. Sabe bien lo que eso significa. Es la indicación que le anuncia el sí que había esperado. “Si vuelvo, es porque sí”, le ha dicho ella. Y vuelve. Y sí, entonces.
De pronto, sorprendido, como si no hubiera esperado la vuelta de Aurelia, como si después de haber mostrado, como quien dice, todas sus cartas, se hubiese abandonado a la desesperanza, se levanta de la silla sin ninguna expectativa, y va a abrir como si fuese la mañana, y allí estuviera Aurelia para empezar la jornada. Incluso se protesta por no haber dejado listo el mate.

Cuando la llave gira y la puerta se abre, Aurelia no quiere más que observar la expresión del viejo al ver a Mercedes a su lado. Cuando él la vea y ella la presente, no tendrá más que volverse con su hermana a cuestas a la casa de ambas y ocuparse de cesar en todo. Si no fuera porque todo será breve, Aurelia se diría que se aburre. Ha visto tantas veces lo que ahora verá. Y es ese casi aburrimiento lo que tal vez la hizo darse prisa en el camino.

Lo primero que él ve al abrir la puerta es a Mercedes, y luego, junto a ella, a Aurelia con una extraña expresión, como de cansancio o hastío. Sabe que ha venido a decirle sí. Y con su hermana enferma, además, seguramente para demostrarle que él debe aceptarla con todos sus atributos, o quizá, y mejor, que ella está dispuesta a darse toda. Y mientras Mercedes, cuya contemplación a él le despierta curiosidades, se bambolea levemente porque nunca está quieta del todo, el viejo esboza una sonrisa, que ni él mismo es capaz de interpretar. Lo más probable es que sea de alegría, aunque puede que también le venga de la gracia que Mercedes le provoca, una gracia no exenta de ternura y compasión. Y entonces ve en el regreso no sólo la confirmación del sí que buscaba, sino acaso ya el anuncio de la familia futura. No se había hecho ninguna idea de Mercedes y verla ahora lo asombra, no tanto por la gravedad del estado en que se encuentra, sino porque no entiende de qué enfermedad hablaba Aurelia. Según como él lo ve, Mercedes goza de salud, de una salud particular, un bienestar exclusivo que sólo a alguien como ella correspondería. La sonrisa se le amplía y ya las invita a pasar y a acomodarse.

Aurelia no reacciona de pura consternación. No sólo no ocurre lo que esperó sino todo lo contrario. Busca en la expresión del viejo el gesto delator. Muchos fingieron que aceptaban a Mercedes para salir del paso, como quien promete a su verdugo confesar porque vislumbra la inminente fuga. Pero ella es ducha en tales fingimientos y no le cuesta nada darse cuenta. Ahora, sin embargo, el viejo las ha hecho pasar y ya les trae unas masitas un poco fuera de hora y avisa que enseguida vendrá con la tetera humeante, y que lo disculpen por no haberlas recibido mejor, que para ser sinceros no tenía ya esperanzas de verlas venir tan luego a visitarlo. Y guiña mientras habla varias veces a Aurelia, guiños de complicidad y de emoción; incluso cree ella notar que en esos guiños alguna lágrima se escapa. Él la quiere, y a Mercedes la quiere también y no le afecta en nada su presencia, o tal vez sí, pero no más de lo que a ella misma le produce convivir con su hermana.
Aturdida, sin palabras, se rinde a la evidencia. El viejo es el hombre que ella ha aguardado durante tantos años. Ha conseguido ganarse ese lugar que estaba reservado para nadie. No sabe qué decir. No sabe qué hacer. Ahora menos que antes.
Mercedes hace muecas espantosas, acaso es su manera de reírse; encuentra con él enseguida algún punto de contacto. Está incluso feliz, puede decirse, por más que nadie nunca lo hubiera imaginado. Esa alegría es la que Aurelia está detectando y la que va iluminándole una zona hasta ahora oscurecida del entendimiento. Mercedes es feliz porque él la acepta, y quiere ya quedarse.



El viejo vuelve lleno de sonrisa de la cocina trayendo la tetera y más masitas. Y se detiene cuando ve la puerta abierta. Asustado, deja todo sobre la mesa y sale al frente. En qué momento ha sido que no escuchó nada. Allá por la calle por la que vinieron, van ahora Aurelia y Mercedes. Es de noche y es extraño verlas cruzar las manchas de luz. Él, tras un instante de estupor, les grita, las llama, ya tiene todo listo y en la mesa y está oscuro y hay mucho por hablar. Una brisa fría arranca hojas amarillas de los árboles y las trae calle abajo hacia la puerta del viejo. Es el otoño franco, ya su señal de inicio. Los gritos que él profiere no detienen a las dos, que siguen caminando, alejándose en la noche. Entonces dice él, con alaridos, que saldrá a alcanzarlas, que lo esperen, que ya llega. Las dos figuras siguen, como antes. O casi. En un segundo, una se carga al hombro, así como se hace con los muertos, para apurar el paso, a la otra que no ofrece resistencia.

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