No
debe ser así, pero el primer libro que recuerdo haber comprado fue
Poeta
en Nueva York.
Lo encontré en la batea de una librería de usados, frente a un
viejo cine de barrio que ahora es templo, claro está. Tenía poco
dinero. Seis pesos que había ido juntando con paciencia, quedándome
con vueltos de las compras. Si tuviera ahora que decir por qué
compré ese libro y no otro (había muchos y seguramente más baratos
o tan buenos como aquél) diría que no sólo me encandiló el color
naranja de aquella edición de Bruguera, sino el hecho de que fuera
de tapas duras. Hay una solemnidad, un algo sagrado en un libro
noble. Aquel no lo era del todo (hoy todas sus hojas están sueltas),
pero a mis catorce años yo todavía no sabía distinguir bien entre
una edición de calidad y una popular. Me parecía que si ese libro
yo podía pagarlo, engañaba al vendedor, que por poquísimo dinero
me vendía algo valioso. El nombre del autor ya me sonaba, pero no lo
suficiente. Eso es algo que siempre lamenté: en la escuela los
textos parecían anónimos, no tenían autores conocidos, y si los
tenían, nadie los nombraba ¿cómo iba yo a saber qué cosas leer?
No descarto haber confundido a García Lorca con García Márquez.
Pero no importa, compré ese libro. Qué importante me sentí
volviendo en colectivo a casa con un libro de poesía bajo el brazo,
mi libro naranja que encima tenía tapas duras, ilustraciones del
autor y se titulaba Poeta. Durante muchos años ignoré la obra de
teatro que abría la edición, Yerma;
yo no quería leer una obra de teatro, quería leer al poeta que
había ido a Nueva York. Por supuesto, las primeras lecturas fueron
más bien decepcionantes. El entusiasmo me impulsaba, pero a medida
que leía se me hacía más patente que entendía casi nada. “Se
fueron los árboles de la pimienta,/ los pequeños botones de
fósforo./ Se fueron los camellos de carne desgarrada/ y los valles
de luz que el cisne levantaba con el pico”. Yo podía saber
claramente qué era una metáfora, pero aquello me excedía. Y sin
embargo continué. Y releí. Poco después había poemas que
recordaba casi completamente de memoria. Esas imágenes que se
sucedían sin solución de continuidad, esa falta absoluta de ideas
(que yo pudiera descifrar) me empujaban a habitar un mundo de
delirio, un universo deslumbrante de hermosos versos insensatos.
Entendí con el tiempo que la “comprensión” muchas veces es un
estorbo, que la belleza vuelve exuberante la cosa más modesta, y que
leer literatura, a veces no es más que entregarse a ese revuelo de
palabras. Alguna vez llegaron Yerma,
y Bodas
de sangre,
y el Romancero
gitano.
Pero García Lorca fue siempre para mí el Poeta que se fue a Nueva
York y pudo decir: “Si el aire sopla blandamente/ mi corazón tiene
la forma de una niña.” Tal vez el mío también, Federico.
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