23 de octubre de 2014

Poeta en Nueva York

No debe ser así, pero el primer libro que recuerdo haber comprado fue Poeta en Nueva York. Lo encontré en la batea de una librería de usados, frente a un viejo cine de barrio que ahora es templo, claro está. Tenía poco dinero. Seis pesos que había ido juntando con paciencia, quedándome con vueltos de las compras. Si tuviera ahora que decir por qué compré ese libro y no otro (había muchos y seguramente más baratos o tan buenos como aquél) diría que no sólo me encandiló el color naranja de aquella edición de Bruguera, sino el hecho de que fuera de tapas duras. Hay una solemnidad, un algo sagrado en un libro noble. Aquel no lo era del todo (hoy todas sus hojas están sueltas), pero a mis catorce años yo todavía no sabía distinguir bien entre una edición de calidad y una popular. Me parecía que si ese libro yo podía pagarlo, engañaba al vendedor, que por poquísimo dinero me vendía algo valioso. El nombre del autor ya me sonaba, pero no lo suficiente. Eso es algo que siempre lamenté: en la escuela los textos parecían anónimos, no tenían autores conocidos, y si los tenían, nadie los nombraba ¿cómo iba yo a saber qué cosas leer? No descarto haber confundido a García Lorca con García Márquez. Pero no importa, compré ese libro. Qué importante me sentí volviendo en colectivo a casa con un libro de poesía bajo el brazo, mi libro naranja que encima tenía tapas duras, ilustraciones del autor y se titulaba Poeta. Durante muchos años ignoré la obra de teatro que abría la edición, Yerma; yo no quería leer una obra de teatro, quería leer al poeta que había ido a Nueva York. Por supuesto, las primeras lecturas fueron más bien decepcionantes. El entusiasmo me impulsaba, pero a medida que leía se me hacía más patente que entendía casi nada. “Se fueron los árboles de la pimienta,/ los pequeños botones de fósforo./ Se fueron los camellos de carne desgarrada/ y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico”. Yo podía saber claramente qué era una metáfora, pero aquello me excedía. Y sin embargo continué. Y releí. Poco después había poemas que recordaba casi completamente de memoria. Esas imágenes que se sucedían sin solución de continuidad, esa falta absoluta de ideas (que yo pudiera descifrar) me empujaban a habitar un mundo de delirio, un universo deslumbrante de hermosos versos insensatos. Entendí con el tiempo que la “comprensión” muchas veces es un estorbo, que la belleza vuelve exuberante la cosa más modesta, y que leer literatura, a veces no es más que entregarse a ese revuelo de palabras. Alguna vez llegaron Yerma, y Bodas de sangre, y el Romancero gitano. Pero García Lorca fue siempre para mí el Poeta que se fue a Nueva York y pudo decir: “Si el aire sopla blandamente/ mi corazón tiene la forma de una niña.” Tal vez el mío también, Federico.

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