Cuando
cumplí dieciséis años me “enrolé”. Esa palabra suena arcaica,
como la marca de un producto que ya no se consigue. Los dieciséis
eran una especie de salto cualitativo en mi adolescencia, que
oficialmente parecía comenzar. Nací en Navidad, así que ese año,
además de los parientes que faltaban a mi cumpleaños pero no al
brindis, vinieron otras personas que yo apenas conocía. Un
matrimonio joven que mi tía invitó y no me había tratado mucho, me
regaló un sobre con dinero; ahora no recuerdo cuánto era, pero
entonces me pareció un montón. Yo me dije, lo gasto en libros. Y
así fue. En una librería frente a cuya vidriera yo solía pararme
compré, el mismo día, varios libros. Nuevos, me parecían un
despilfarro magnífico. Sabía que mi mamá iba a censurar semejante
gasto, pero yo tenía ahora dieciséis y eso me tenía tranquilo.
Entre los libros que compré (había de Cortázar, de Sábato, de
Bioy) estaba El hacedor. Compré ese libro de Borges porque lo vi
chiquito y supuse –con razón- que sería menos caro. Confieso que
desde el principio mis búsquedas literarias estuvieron atadas a mis
variables pero siempre exiguos presupuestos. Consideré las palabras
del mismo Borges para quien ninguno de sus libros era “tan personal
como esta colecticia y desordenada silva de varia lección” y ya
daba mi elección por justificada. Guardé toda mi compra en un bolso
y llegué a mi casa con El hacedor bajo el brazo. Yo podía tener
dieciséis, pero no era estúpido y sabía que, frente a mamá, los
libros tenían que ir apareciendo de a poco. Entrar a la cocina con
ese libro a la vista me hacía sentir más importante. Por supuesto
mamá me preguntó si aquello lo había comprado con el “regalo”
y me advirtió que un libro estaba bien, pero que había cosas que yo
necesitaba. Es tarde, mamá, dije sólo para mí.
En
el colectivo había venido leyendo varias veces algunas prosas con
escaso éxito, pero esa misma tarde di con “Borges y yo”.
Entonces supe que algo se me había revelado. Ese desdoblamiento me
pareció muy ingenioso, desde luego, pero fue otra cosa lo que me
impactó: entendí que si hay algo fascinante en la escritura, si hay
algo verdaderamente misterioso, tiene entera relación con la
sintaxis; el ritmo de la prosa, como música, penetra en el lector, y
algo dentro danza. No importa que se entienda poco, si por entender
se entiende definir cada palabra. Borges fue el primer escritor que
yo leí con fruición, sabiendo de antemano que, antes que
encontrarme con ideas más o menos arduas, más o menos importantes,
más o menos luminosas o arbitrarias, iba a encontrarme con una
música, que ya era mía; “ya son mi entraña” pude haber dicho.
La “colecticia y desordenada silva de varia lección”, en el que
prosa y verso se conciertan, resultó ser la puerta más deseable a
ese universo tantas veces glorificado, tantas veces subestimado por
glorioso. La puerta para entrar a Borges, y también a ese yo
escurridizo y ladino.
Después
leí más cosas, vinieron otros libros exquisitos o sin gracia,
libros difíciles y libros simples; de muchos siento urgencia por
hablar y de otros hablaría, o tal vez no. El hacedor, que para mí
fue como un disco, es preferible ponerlo, tocarlo, como se decía
también de los vinilos que sonaban en el winco. Hay palabras
arcaicas. Borges me sopló que brillan con luz propia.
1 comentario:
Muy bueno Ariel. Creo que leí todas tus publicaciones en el blog, pero nunca comenté nada. Seguramente, como yo, otros lectores silenciosos frecuentan la zona esmerilada. Seguí publicando, amigo! Javier.
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