28 de enero de 2015

Los lentos tranvías, de Noé Jitrik

Se leen poco las ficciones de Jitrik; su trabajo como crítico -aunque a él le parezca, esta denominación, un poco errada- ha terminado por volver casi invisibles una serie de novelas, desiguales, tal vez, pero siempre interesantes. He leído algunas, como Limbo, Citas de un día, Mares del sur. Y también Los lentos tranvías (1988), una de las menos conocidas, me parece. Hoy la vi en la biblioteca y recordé que la había comprado allá por el 2001 o 2002, cuando la realidad se había vuelto tan intensa, que valía más entregarse a los sentidos cotidianos, sin sobre excitarlos con información. Fue la época en que preferí caminar sin miedo por las calles, seguro de venir haciéndolo desde hacía años, y seguro también de que, salvo la tristeza de la atmósfera, eran las calles de siempre. Muriel era muy pequeña y yo trataba, a mi manera, de sentirme a gusto en la ciudad para que hubiera caras menos largas en sus primeros años. Leí Los lentos tranvías, esa suerte de retrato de artista adolescente en la Buenos Aires de fines de los '30, como se leen las memorias, con curiosidad de voyeur y con la certeza de estar reconociendo un pasado propio. Ni siquiera mi padre había nacido en esos años, pero algo me hacía sentirme allí, en esa década, y asentía cada tanto ante algún dato. Tal vez la infancia, cuando se recupera en una narracíón, sea la misma para todos, un tiempo en el que invariablemente nos reconocemos. Jitrik repasa aquellos años con meticulosidad, pero sin afán documental, realmente recordando, es decir llenando los vacíos con imaginación; y construye así un relato que gira y gira como quien da la vuelta al perro en una plaza pueblerina. Una alegría suplementaria nos da la Los lentos tranvías: no elude jamás la  introspección. El narrador recuerda y piensa, se pregunta, se compara con el que hoy escribe esos recuerdos. Sólo así existe la infancia. El flujo del relato es continuo y se interrumpe solamente con dos o tres imágenes, fotografías de la ciudad, sin epígrafes, mudas, o hablando puramente su lenguaje. Se trata de un libro acaso menor, de esos que uno olvida en un estante, entre otras cosas, y que por su delgadez puede correr la suerte de los libros perdidos, que vemos sólo mientras, impacientes, buscamos algún otro. Pero hoy lo vi y lo tomé. Los lentos tranvías. Noé Jitrik. Algo me atrajo en él, especialmente, esta mañana lluviosa. Al abrirlo, descubro un garabato hecho con lápiz (tal vez el mismo con el que entonces subrayé fragmentos). No es el rayón espiralado lo que me llama la atención, sino el hecho de que mi letra está debajo. Ahí escribí: “Muriel. Su marca y la mía. Enero/ 2003”. Conservamos algunos libros por motivos misteriosos. Y también su memoria.

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