13 de enero de 2015

Otra vuelta de tuerca

Cuando Quevedo quería enseñarnos a escribir Soledades y Lope se reía de los pobres cortadores de versos, abrumándolos con sus instrucciones sobre el teatro y el soneto, burla burlando nos decían que la literatura puede resultar “muy instructiva”. Varios siglos más tarde, cuando la confianza en el lenguaje se derrumbaba, Henry James, tal vez con cierto impulso barroco, escribía una novela que enseñaba a leer una novela. Sin necesidad de declarar sus intenciones, con picardía, pese a su usual gravedad, escondía en un relato de unas ciento y tantas páginas, un manual para el lector atento. Otra vuelta de tuerca es una novela sobre la lectura. Sobre cómo la lectura nos convoca, ciertamente; pero también sobre cómo en la voz reside la clave del sentido. Todo lenguaje interpreta. Esta verdad tan simple (que harían bien en recordar ciertos comunicadores, por decir los menos) resulta, en sus consecuencias, catastrófica. Yo recuerdo haber leído Otra vuelta de tuerca por primera vez a los dieciocho. Aquella historia de una institutriz, con  fantasmas imprecisos, niños siniestros y  pasiones calladas me resultó confusa, pero fascinante. Como ocurre a veces con los escritores que me importan, una primera lectura no es más que un saludo, un encuentro que exige un trato más frecuente. Pocas páginas después de haber comenzado el relato de la institutriz ya había olvidado por completo aquel “Proemio” en el que Douglas se dispone a leer el mismo texto en el cual yo ya me había extraviado. Es llamativa la facilidad con la que el lector olvida lo que cree innecesario. Por eso, al terminar, la congoja de la ambigüedad  me dejó un sabor amargo. Un lector joven es alguien que anhela los finales, porque los cree dotados de sentido; de mayor sentido, habría que decir. Pero no, Otra vuelta de tuerca terminaba y yo estaba como al principio, sin saber muy bien qué hacer con esa chica desesperada cuyos pupilos la llenaban de sobresaltos con acciones borrosas. Lo único preciso y claro era su miedo y mi confusión. Durante mucho tiempo aquella escena de lectura con que la novela se inicia, y los avatares de la institutriz, me parecieron dos relatos de libros diferentes. Cuando volví a leerla, cuando volví a tratar con esa escritura, comprendí que lo que allí había era un apasionado escamoteo, una intención de consternar que yo no había encontrado nunca; nunca así. Me sentí el más ingenuo de los lectores, un aprendiz que pretende dar de leer sin haber siquiera rozado las mínimas condiciones de esa actividad. Leer es desconfiar, me decía Henry James a gritos y con risa a través de su nouvelle. Yo, que ciertamente había confiado -porque la institutriz era bella, inteligente y, a su manera, sensual- me sentí burlado. Allí había menos un relato que un juego, un preciso mecanismo de sombras y luces para reírse de cualquier verdad. En ese sentido me parece barroca Otra vuelta de tuerca. Y si digo que me enseñó a leer es porque me obligó a regresar una y otra vez, a fracasar una y otra vez en el intento de sacar de ese relato una serie clara de acontecimientos y a entender que todo lenguaje, lejos de esclarecer, ensucia. Tras varias relecturas advertí que no podía agotar su sentido; entonces comprendí que si la vuelta de tuerca parecía interminable, era porque el tornillo al que se aferraba estaba roto y no había, por lo tanto, dirección ni destino. Bajo la broma duerme y respira el miedo más real.

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