10 de marzo de 2015

Los planetas

Están los libros que nos empujan a escribir. No los que nos generan deseo (una larga lista) sino aquellos que, perentorios, nos exigen, como si ellos fueran un vasto interrogante, una respuesta ficcional. Los planetas pertenece, en mi experiencia de lectura, a esta categoría. Recuerdo haberla leído hace más de diez años por primera vez. La pedí prestada en la biblioteca y durante una semana la transité con absoluto desconcierto ¿Qué era ese libro en el que nada tenía precisión, en el que todo podía ser en cualquier momento otra cosa? Por momentos árida, por momentos confusa, por momentos brillante, esa lectura me resultó fastidiosa. Hoy sé que aquel fastidio era el mismo que sentimos cuando empezamos a enamorarnos; un no saber qué, o por qué; un azoramiento incómodo. Pocos meses después volví a llevarla. El resultado fue peor. Leí otras cosas, como suele suceder, pero Los planetas estaba ejerciendo en mí una gravitación astrológica, según la cual todo movimiento de lectura quedaba subsumido al influjo de la novela que, como un astro gigantesco, ponía lo demás a orbitar en torno suyo. La tercera vez fue la vencida. O el vencido fui yo, más bien. El amor no es un sentimiento sino una sensación en el cuerpo, incómoda, confusa, poderosa. El recorrido anímico del narrador, ubicuo y distante al mismo tiempo, que encara la ímproba tarea de recordar a un amigo ausente; el movimiento astronómico de los personajes por una ciudad que se parece mucho al espacio exterior, hecha de lugares conocidos extrañados hasta lo remoto; la proliferación de relatos que se superponen, se cruzan, colisionan; todo eso fue enamorándome. Y cuando debí rendirme a la evidencia de que había caído en sus redes, comprendí que allí estaba todo lo que necesitaba para escribir ¿Por qué? No sabría precisarlo. Sólo sé que cada vez que me reencuentro con Los planetas reavivo aquel amor y vuelvo a “tirar unas líneas” como tiran acordes los músicos en una improvisación. Eso fue, quizá: la forma en que todo parece improvisado, el movimiento casual que sin embargo no permite que nada se detenga, lo inconcluso como ideal. Tengo un temor reverencial por Los planetas. Es  un libro que me llama todo el tiempo, posesivo, al que sólo puedo sustraerme con más escritura.  Y aunque me han dicho que no, que todo lo contrario, que de ninguna manera, sigo creyendo que agrego capítulos innecesarios, pero para mí imprescindibles, a ese sistema que flota a la deriva en el cosmos de los libros que venero.

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