Dice Calvino que cuanto más creemos conocer un clásico,
tanto más nos sorprenderá leerlo. Es que sucede a menudo que prescindimos de abordar
libros demasiado conocidos, que se asoman todo el tiempo en las bateas de
usados, reeditados en colecciones económicas, en ediciones anotadas. Yo no
podría decir cuántas veces vi la novelita de Voltaire en pilas de libros
polvorientos, y cuántas veces me dije “luego” como excusa para no leerlo. Pero
un día me decidí. En realidad era muy poco lo que había escuchado de Cándido,
simplemente se empecinaba en mostrarse en las librerías de viejo (ahora lo veo
menos, y me pregunto si tal vez el libro se imponía, me llamaba, insistente
como un chico); y finalmente lo leí en una edición baratísima que había sacado
el diario Crónica. Cándido o El optimismo sorprenderá al más abúlico de los
lectores, porque su ritmo insólito, su ligereza, su inventiva y su humor los
consideramos a priori tan lejanos (el siglo XVIII es el menos leído de la
literatura en este lado del mundo), que atravesar la experiencia nos hará
decir, como ocurre muchas veces, “cómo es que nunca lo leí”. La suma de
adversidades que literalmente harán recorrer el mundo al pobre Cándido, y
encontrarse y reencontrarse con los personajes más estrambóticos, nunca están adjetivadas;
ocurren, sin más; y la mirada paciente del protagonista las ve desfilar ante
sus ojos -y pasar sobre su cuerpo- con el optimismo invencible que aprende de
su maestro Pangloss. Como todo podría ser peor, nada debe ser mejor que esto.
Uno lee a Calvino en la novela, lee a Aira, lee a Boris Vian y se pregunta si
el efecto sería el mismo de no conocer El Caballero inexistente, La liebre, El
lobo-hombre. Estos libros vienen de Cándido o nos lo traen hasta aquí. Y porque
sólo se lee en presente, esa reunión de textos felices aportan otra clase de
optimismo: el que sugiere que la ligereza y el humor del ritmo fabulesco, la
inventiva y la maravilla, conservan la frescura de las narraciones de la
infancia, cuando pensábamos el mundo como cuento.
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