14 de junio de 2015

MÍNIMAS Divertimento (por entregas)


MÍNIMAS
Divertimento (por entregas)


(Extracto de los posteos sobre las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufregio y los Hermanos Máximos del Santo Quebracho, que fui publicando en Facebook, desde abril de 2015. Seguirán las entregas)

1

Están un poco inquietas las Hermanas este año. Han abierto a pocas cuadras un instituto nuevo. Es precario aún, y más pequeño que la escuelita, pero le llaman Colegio. No es que las Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio sientan la amenaza de una competencia. El Colegio es religioso y es otra la preocupación: lo conduce una orden con carisma diferente. Los Hermanos Máximos del Santo Quebracho nunca compartieron la espiritualidad de las Hermanas.

2

Del Padre Penazzo se sabe que es el miembro más grande (entiéndase el más viejo) de la Orden. Los Hermanos Máximos del Santo Quebracho lo veneran y él lo acepta con natural humildad. Ahora que lo han designado rector del Colegio las Hermanas Mínimas sienten confusión: les hace muy bien saber que tan cerca hay un guardián de la ortodoxia, que respetan. Temen, sin embargo, la rigidez de Penazzo y su amistad con las altas esferas, no de Dios sino de la Iglesia. La escuelita Mínima queda muy expuesta y se prevén acusaciones de "doctrina relajada". Rezan y rezan las Hermanas, con poca esperanza. Si Penazzo se distiende deja de ser quien es, y ellas lo saben.

3

El cura de los perfumes viene a dar misa. Durante la homilía menciona a los Hermanos Máximos del Santo Quebracho. Dice que hay que agradecer a Dios la presencia de tan famosa Orden tan cerca de casa, como dice. Si el curita se siente de la casa, las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio no se lo reprochan; aunque no vean con agrado la familiaridad con curitas perfumados. Sobre todo cuando hablan y sonríen tan contentos con las catequistas. Les parece inconveniente. Y con respecto a los Hermanos del Quebracho, sí agradecen, pero se preguntan si el Padre Penazzo tendrá en cuenta que ellas estaban primero y vendrá a presentar sus respetos. Lo hablan con el cura bienoliente, al que, pese a todo, consideran un amigo. Él les contesta que no por llegar primero Juan Bautista fue el Mesías. Con esa frase nada misteriosa concluye el comentario; y las Hermanas su amistad con él.



4

Cuando un alumno se ausenta o se “ratea” sin que lo sepan sus padres, las Hermanitas ven allí siempre un asunto de pareja. Noviecitos, Noviecitas (es la palabra que se usa) asechan siempre y rondan la escuelita. Son como lobos que amenazan el rebaño y que de noche sueñan con hacerse un festín. Claro, piensan las Hermanas, como no son de la escuelita tienen todo permitido y quién se los reprocha. En verdad,  lo usual es que esos seres de cuidado sean muchachos, seguramente de escuelas de desastre, públicas como baños de estación (y no hay más que imaginar para entender). Esos noviecitos sólo quieren corromper, y por suerte esta palabra tiene sentidos tan amplios que no hay que hacer más precisiones. Las niñas ovejitas viven en peligro y las hermanas no dejan de rezar por ellas con fervor. Ser mujer es muy difícil, porque Dios no tiene sexo –como le gusta explicar a Penazzo- pero siempre fue varón.

5

El Padre Penazzo viene de visita a la escuelita. Las Hermanas se alborotan. Lo conocían por fotos pero no personalmente. Es más imponente de lo que suponían. Amable y sonriente, cercano y distante, como un venerable estanciero. Los docentes lo reciben con respeto diferente: los varones con alguna camaradería, las mujeres con cierto temor fascinado. El padre Penazzo derrocha humildad como todo el que lleva a la vista  atributos que imponen sorpresa y respeto. Majestuoso se mueve entre los fieles. Porque deja oír en sus palabras que fieles son todos los que lo rodean, y que en tiempos como éstos, de tanta tibieza en la fe, es menester reavivar el ardor. “Soldados de Cristo”, remata tras un sorbo de café. Una Hermanita pregunta, con tímida picardía, qué lugar les toca a ellas. Penazzo no duda y retruca: hacer los uniformes, las banderas y lubricar los sables; todos tienen su lugar en la milicia del Señor.

6

En la escuelita de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio, a la mañana se reza y se medita. En presencia del Señor se cierran los ojos y se leen oraciones que hablan de los bosques, las montañas, de los pájaros y Dios, que turistea y ve lo lindo que está todo, mientras Nosotros pecamos como caga el pato criollo. Los alumnos dormitan en silencio, y en paz algunos profesores tempraneros se concentran y asienten y asienten  aunque ya la Hermana se esté yendo. Es el momento en que despiertan todos, el agobio matinal se les escurre y estallan voces, risas, movimiento. Los profesores arrían a los chicos a las aulas, como pastores que son, de madrugada y con bostezos. Como si estuvieran en los Alpes. Las bucólicas imágenes tienen puntual eficacia. Demos gracias al Señor.


7

En la escuelita, el Via Crucis opta por la dramaturgia: crucifican a un chico rubio de séptimo grado. Las catequistas escriben el texto y se dejan llevar por la piedad; el vuelo poético, aunque como de gallina, tiene lo suyo. Se realiza la representación con bastante realismo, hay rayas de sangre de lápiz labial (aporte de alguna compañerita) sobre la espalda con frío del Jesús de doce años; hay pueblo enfurecido que arroja piedras de goma espuma; hay corona de espinas aportada por una catequista, que pincha de verdad pero que no hace sangrar; hay música y disfraces, en suma, color y movimiento, indispensables recursos de la fe, que se sostiene entre los niños con repetición de motivos. Había propuesto alguien la proyección de una película famosa de los últimos años, pero a las Hermanitas más sensatas les pareció un exceso: demasiado realismo, y no hace falta. Todo transcurre bellamente, menos el final, cuando el Jesús rubiecito extiende los brazos frente a la pared donde le han dibujado la cruz: la catequista se exalta y habla y no para y ni cuenta se da de que los brazos del pequeño ya no pueden sostenerse (no hay nada a qué agarrarse). La expresión de la cara, sin embargo, es tan tortuosa como debió serlo la del Cristo; los codos quieren replegarse, pero el niño no quiere que lo reten y aguanta como puede: todos los están mirando, y por más que disimule, se dan cuenta. Así que el sacrificio vale bien la pena, porque todos sufren por él, aunque acaso no por el Señor.

8

En la escuelita de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio la primaria es diferente de la secundaria. Hay que dejar que los niños vayan al Señor, y los niños van con alegría, por lo general de la mano de sus padres (la libre, la que no carga celulares). Hay mucha más fe en la primaria: los niños cantan, se persignan, se arrodillan, rezan en voz alta. Los padres no, pero lo registran todo minuciosamente. Parece que Dios está más contento con los chicos que con los adolescentes. En el secundario nadie presta ya atención y todos tienen fiaca; les falta voluntad para rezar y hasta para estar de pie. Como cansados de vivir, piensan las Hermanas, tan jovencitos. Lo lamentan y no encuentran solución. El Padre Penazzo, en cambio, es inflexible: si el fervor no es natural se lo inocula, que siempre duele menos la aguja de la corrección fraterna que el fuego del infierno. A las hermanas, en el fondo, les da pánico la idea, pero comprenden que los hombres tienen menos vueltas. Ellas prefieren el consenso. Pero también están dispuestas a atender otras cuestiones. La viña del Señor es grande, y los hermanos del Quebracho atenderán lo que ellas dejen. Así se reparten las tareas de la grey.

9

En la escuelita de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio hay un grupo misionero. Pasan siempre por los cursos llamando a la participación. Los que vienen este año son dos jóvenes, un chico y una chica, de no más de veinte años. Invitan, pero los chicos no se muestran entusiastas. Dice el joven que “está bueno” y, si preguntan los alumnos si es menester rezar mucho, les aseguran que no, porque sería aburrido; se corrige, el misionero; agrega que en verdad “está buenísimo” rezar, pero que allí no se hace tanto. No se ve muy convencido, y se apresura a proyectar un video, es decir una edición de fotos con música emotiva como para quinceañeras. “Somos los atletas de Cristo” proclama un cartel, aunque en la foto no se los ve en buena forma. Muchas fotos de niños pobres que sonríen. La chica misionera no dice esta boca es mía, aporta un poco de lindura, nada más. Antes de irse el muchacho jura por Dios que no van a aburrirse. Las hermanas nunca presenciaron una charla. Para qué. Los caminos del Señor son misteriosos.


10

El Padre Penazzo toma el té en casa de las hermanitas. Es otoño y cae el sol. El parque, primoroso, está cuidado por don Roque, que así paga las cuotas de sus nietos. Además de tés exóticos han servido masas dulces, las hermanas, desinteresado aporte de una señora que limpia y que cocina como un ángel. Hablan con el padre de cosas de la pastoral. Penazzo quisiera que el barrio cambiara, que se llenara la iglesia los domingos con los padres y los hijos. La catequesis familiar no marcha, informan las hermanas con pesar. Desde que son las maestras quienes se hacen cargo se reduce la asistencia cada encuentro. Antes la daba una hermana, pero ahora son tan pocas que las tareas las abruman. Las vocaciones son escasas. Mínimas, digamos, dice Penazzo, y se sonríe, y se disculpa por la broma. Entre los Hermanos Máximos hay muchas vocaciones, aunque a veces no sea el mejor elemento el que se suma. No se suman, Dios los llama, dice una hermana, perspicaz. En todo caso, aclara el padre, quise decir que algunos, aunque bondadosos, son –y hace toc toc en su cabeza- un poco duros. Como el quebracho, remata la hermanita, con sonrisa, y sirve otra ronda de té.


11

El Colegio de los Hermanos Máximos del Santo Quebracho se caracteriza por su fecundidad. A razón de seis o siete embarazos por ciclo lectivo: profesoras, maestras, porteras, administrativas. Todas honran al Señor con panzas bien habitadas por futuros estudiantes del Colegio. Mejor que las familias se renueven. Todo el personal femenino se la pasa de licencia, pero la ley es la ley y las suplentes, si mujeres, también pueden sumarse a la alegría prenatal. Por suerte el Estado se hace cargo de los gastos, de manera que vamos allá con los hijos, que es un mandato de Dios poblar la tierra, y si es cerca del colegio, mejor.


12

Han ultrajado el muro blanco de la escuelita. Seguramente alumnos, vándalos por naturaleza. Las Hermanas están indignadas, ofendidas y  azoradas. Los grafitis no son necesariamente groseros y eso es lo que las tiene sorprendidas: Que vivan las hermanas Mínimas, dice el primero de ellos; y después, en una lista y siempre vivando: Hermanas Típicas, Hermanas Frígidas, Hermanas Rítmicas, Hermanas Cínicas, Hermanas Químicas, Hermanas Gíglicas (esto sí que no lo han entendido), Hermanas Críticas. A una de las hermanas le duele especialmente que el último mote aparezca tachado. Evidentemente en las aulas ocurren cosas imprevistas que urge controlar.


13

Los Hermanos Máximos del Santo Quebracho organizan un retiro espiritual para docentes. Invitan a las Hermanitas y a sus profesores. Hay una alegría en alentar esos encuentros  que da gusto. Ni la alegría ni el gusto tienen los docentes, que deben ocupar el sábado, pero no faltan. El Padre Penazzo abre la mañana con una larga reflexión que resalta la importancia del compromiso con la Igelsia y el peligro de las conciencias laxas. Después deo desayuno, el Padre Tieso, invitado especialmente, da una charla sobre lo rígido y lo flexible. Hay un almuerzo abundante y un recreo escaso, pues hay mucho que aprender. Abre la tarde el Padre Parada con su disertación sobre los símbolos paleocristianos (puesto que no habría siesta, Penazzo lo dispuso así y Parada aceptó a regañadientes). Cuando la digestión parece terminada, es el turno de las Hermanitas. Un poco temerosas se acercan al frente del auditorio, han oído conferencias conceptuosas, muy apasionadas, incluso arengas religiosas, pero ellas, otra cosa prepararon. Proyectan en pantalla un Power-Point con lindas frases en letras amarillas, sobre paisajes crepusculares y con música instrumental. Es una bonita reflexión sobre el papel del docente en las escuelas de Dios. Nada dicen, y así, todos contentos, porque, quién lo diría, ya es hora de marcharse. A juzgar por los comentarios de los profesores, ha sido una jornada excelente. Antes de medio minuto ya no hay nadie. Penazzo no está tan convencido. Las hermanitas tratan de parar la proyección, que se trabó y sigue y sigue.

14

Hay confirmaciones en la escuelita y las Hermanas están un poco ofendidas. Monseñor Lapello iba a venir, y se ha disculpado cuando ya no hay tiempo de cambiar la fecha. Pero al Colegio de los del Quebracho irá. Es conocida la afición de Monseñor por los muchachos, es decir por la virilidad cristiana, sobre la que se erigieron tantos santos; pero las hermanas piensan que lo único que hay es preferencias, simplemente. Ellas son las servidoras del Señor y los Padres sus ministros. Porque el cuerpo místico es completo pero a algunos les toca ser los brazos y a otras las pestañas u otros pelos menos útiles. Las hermanitas no quieren decir nada porque esperan tener otros favores. Lapello es conocido también por su santa vanidad, y todo elogio es poco para él. Las hermanitas preparan una oferta para las patronales, que encantará a Monseñor, pero se lo guardan aún como sorpresa. Quieren ver la cara de Penazzo y celebrar un éxito pequeño. Mínimas son, pero sagaces.


15

Se elabora el código de convivencia. En la escuelita todo es consensuado, por eso se convoca a gente dócil que siempre diga sí. Los alumnos responden entusiastas, no es cuestión de desaprovechar oportunidades de salir del aula en medio de la clase. La flamante comisión de disciplina promete no traer problemas. Pronto se alegran de elegir con buen ojo. Es increíble, piensan las hermanas, cómo estos chicos coinciden con nosotras; no sólo eso, a veces hay que reprimir su vehemencia, porque son más duros que los duros con sus compañeros. Y, con tanta buena voluntad, se sanciona a los promiscuos con firmeza concertada. Pero cuántos milagros son efecto de la intoxicación de los testigos. Anoche mismo, una hermanita, que volvía de donde no ha querido confesar, vio alumnos de la comisión de disciplina pintar alegres grafitis sobre el dinámico bigote de la madre superior. Es triste la hipocresía a edad tan tierna. La hermanita junta fuerzas para hablar de aquel asunto, pero teme que se le pregunte por su paseo nocturno. ¿Qué hacer? ¿hablar abiertamente de falsedad ideológica? ¿hablar incluso de la noche de los hechos? A veces el Señor nos pone a prueba. Y ella ha probado varias veces.


16

En el Colegio de los Hermanos Máximos del Santo Quebracho ha ocurrido un hecho inédito: dos alumnos han huido en pleno horario escolar. Lo ha notado el preceptor y ha dado aviso enseguida. Por fortuna, el padre Penazzo está ausente, ocupado en una reunión con el obispo. Los demonios han salido del salón con el pretexto de ir al baño y se han fugado, jubilosos, en busca de libertad fuera de horario. Los salieron a buscar los preceptores y algunos profesores que soportaban, aburridos, horas libres; hasta un Hermano salió, y aprovechando el momento, saco a pasear al salchicha de Penazzo, Salpicón (acaso a raíz de esto se dijo después que hasta a los perros habían soltado tras los prófugos). Fue mucho ruido y pocas nueces. Los chicos fueron reducidos en la heladería de don Goyo mientras compartían medio kilo de frutilla y chocolate. Pero no quedó la cosa ahí. Debieron confesar bajo amenaza, los impuros, por dónde habían salido. “Hay un ‘aujero’ en el alambre”, dijo uno, en pleno llanto. “¡Imposible!” le gritaron “¿Dónde es eso?” “Cerquita de la celda del hermano Berenjeno” contestaron. Allí fueron a mirar, y al  mirar conocieron: un agujero perfecto, hecho con pinzas filosas. Y un largo cabello negro enredado en el alambre, mecido por el aire bajo la luz de las diez.


17

Sobre el corte en la alambrada Penazzo no ha querido discutir: mandó a arreglarlo, sin estruendo y sin demora. Pero los Hermanos advirtieron su ceño fruncido que no auguraba calma chicha sino principio de tormenta. En efecto, congregó a la comunidad en el salón de actos: ni a docentes, ni a personal de maestranza. Sólo a sus Hermanos del Santo Quebracho. Les dijo sin dar vueltas “Que no vuelva a suceder”, como si ellos debieran controlar como gendarmes las fronteras del colegio. “Que no vuelva a suceder” Penazzo repitió con énfasis de quebrachal. Oración y vigilancia, les dijo, y vigilancia sobre todo de las miradas de los otros. Los niños no son estúpidos, les aclaró por las dudas, “aunque todo lo señale”, precisó. Y el rumor es más dañino que el delito más flagrante. La cercanía con las Mínimas del Sufragio y los agujeros en las alambradas “van a entrar en una misma frase sugerente”, porque “lo real está en la cabeza del que mira y emana de su enfermo corazón”; de manera que, aunque de poca relevancia, se vuelve relevante en el montón y “son legión los enfermos corazones”. Oración y vigilancia. “Y sus chanchullos, bajo la sotana”, concluyó. Y todos asintieron, algunos con vergüenza. No todos, porque Berenjeno estaba ausente; parece que a esa hora estaba dando clase.


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De Berenjeno tienen, los Hermanos, una imagen algo ambigua. Lo juzgan tan Quebracho como ellos, pero excéntrico, si así puede decirse. El Hermano Berenjeno enseña literatura. España y su poesía son sus temas predilectos. La belleza de la lengua bien escrita le pone la piel de gallina con frecuencia. Y en todo está Dios, según lo enseña, de manera que si Bécquer dice "poesía eres tú", se lo está diciendo a Él. Pero notan los alumnos un dejo de falsedad en las clases del Hermano. La mirada se le pone como la de quien no ve al Espíritu, sino a un cuerpo bien concreto, con turgencias, con tibieza y vellos suaves como seda. Berenjeno tiene ojos para el mundo, pareciera, y los alumnos comentan su pasión tan mal disimulada. No deja de ser severo, sin embargo, y cuando advierte las risitas se pone rígido y sanciona como debe un profesor. San Juan de la Cruz, Berceo, Fray Luis de León y los Salmos Quevedianos no faltan nunca en sus antologías. Las Rimas son lo más moderno. La belleza, intemporal como Dios es, dice con becqueriana influencia. No ha de ser esta verdad la que lo lleva a preferir la juventud.


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En la escuelita de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio, cuando los profesores faltan, los alumnos tienen permiso de usar el parque. Se comprende que es mejor dejarlos sueltos por ahí, al aire libre, que haciendo  ruido en los pasillos. Sobre sacarlos bajo lluvia o temprano en pleno invierno, hay opiniones divididas. Lo cierto es que en momentos como esos los alumnos hacen su talante, y a veces las hermanas andan por ahí, de manera que conversan y se enteran de las cosas más curiosas. Hace pocos días, libres de la profesora de inglés, los chicos y chicas de quinto año andaban bajo el sol, conversando o disfrutando la luz de sus celulares, y la hermanita Prístina pasaba por allí. Últimamente anda rara, más torpe que de costumbre. Al pasar junto al roble vio sentada a la sombrita a una de las nenas (hasta que tengan su primer nene, toda mujer es nena para las hermanitas). Leía un libro grande, la alumna. Prístina, de leer, sabe muy poco, pero le  sorprendió la atención que la alumna demostraba. Al preguntar qué leía, la chica le mostró la tapa. El título rezaba, en letras amarillas: Mi novio no es un carbohidrato. Prístina sintió un cosquilleo bajo el hábito. Esas dos palabras juntas, no supo por qué, la humedecieron o la hicieron sudar. La alumna se dio cuenta y se rio por dentro. “Le presto el libro, hermana, si usted quiere”, le ofreció. Prístina no supo qué decir, pero aceptó ruborizada y siguió su camino con urgencia, como si llegara tarde a misa o al toilette.


20

La misma comisión de disciplina que escribió los grafitis por la noche condena al día siguiente el vandalismo de los desconocidos, seguramente negritos de la escuela pública que está cerca, gente sin Dios y sin auto. Las Hermanas tratan de sofrenar la indignación de los alumnos, que hasta parece sobreactuada, pero se complacen en tener chicos tan bien criados. La hermanita que pasaba justamente por ahí cuando con aerosol dibujaban los bigotes de la madre superior, no puede abrir la boca. No venía de visitar enfermos, la hermanita, que Prístina se llama. Pero a decir verdad no piensa en los grafitis, ni en la hipocresía de los jóvenes bandidos. Piensa que debe ser en adelante más cuidadosa, porque un paso en falso significaría la pública vergüenza. Y después se pregunta por qué pensar así, si ya no habrá otra vez. Se lo ha jurado una y mil veces, aunque después haya caído. El Señor la ayudará, aunque se muestre en ocasiones tan abstracto. Y si no, el Hermano Berenjeno, que la quiere mucho también y está más cerca, y si habla se lo escucha de verdad, si mira se lo siente; y si toca ni digamos.


21

En el Colegio de los Hermanos Máximos del Santo Quebracho se organizan encuentros religiosos donde lo primero es comer bien. Beber bien es lo segundo, y los hermanos y curas en grande se lo pasan con la excusa de atender asuntos serios. No es la pura chacota, desde luego, aunque se le parezca. Los espacios de reflexión son cosa grave, aunque después del almuerzo toda flexión resulte peliaguda. El último fin de semana se celebró un encuentro al que asistieron figuras prominentes como el obispo Lapello, amigo inseparable del peceto a la Mostaza. Pero a quien se esperó con más expectativa fue al cardenal Terrajo, prelado aspirante a suceder al Papa. Terrajo no habló mucho, o no dijo grandes cosas en público, pero sí en privado, en particular con algunos sacerdotes a quienes conocía de otros tiempos más felices. Vigilancia y Oración, parece que les dijo, en clara sintonía con Penazzo. Al hermano Berenjeno en un momento lo llamó, con sorpresa y envidia de los otros. De qué hablaron, no se sabe, pero sí de qué se le informó. Sería destinado por dos años al convento de las Esclavas del Amor, como director espiritual. La expresión de Berenjeno no traslucía emociones. Las caras verdes de los otros sí, posiblemente. Al que tiene, se le dará aún más, dijo el Señor, que dijo cosas para todos.


22

Extracto de Mi novio no es un carbohidrato, Capítulo 3: “…nací para cumplir con mi destino de mujer: ser feliz a como dé lugar. Todo lo que se interponga en mi camino me hará fuerte como el más fuerte de los hombres, sin que mi belleza y femineidad pierdan una pizca de vigor, ni se me caigan las tetas ni las nalgas se me arruguen. Soy un ser de luz, y brillaré; soy una guerrera del amor, y te machacaré si te me obstinas. Hoy elijo que seas mi novio, pero no mi adicción; mi amigo, pero no mi contacto de Facebook; mi fuerza, pero no mi constipación. Hoy elijo ser tuya sin dejar de ser mía, como eres mío en ti sin tú en su”. Aunque al final se perdió un poco, lágrimas vierte la lectora al subrayar con fluorescente este fragmento.


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La hermana Prístina va a buscar al hermano Berenjeno. Muchas cosas tiene que contarle, que no pueden permanecer ocultas. Sale de la casa bien de mañana, porque a la luz del sol anda el que está limpio. Ella por las dudas se bañó, aunque sigue muy nerviosa. Es la primera vez que van a encontrarse a pleno día. En un morral, que lleva cruzado como si llevara dinero de la escuela,  va Mi novio no es un carbohidrato, texto perturbador, que a la hermanita le ha costado lágrimas y no pocos sobresaltos. Por lo demás, el cielo está celeste, como cuadra a la casa de Dios. En el camino se cruza con padres de la escuelita, que la reconocen y la saludan. Ella se pregunta, se pregunta, si las pruebas del Señor continuarán, porque no puede mentir que va camino del Colegio de Penazzo. A sus hermanas les dijo que estaba organizando un campamento, y que el hermano Berenjeno es un experto en vida al aire libre. Ya dos mentiras tan temprano le han aflojado las tripas, y se concentra para que no le ocurra una desgracia. Con ampuloso respeto la reciben, pero un hermano le avisa de la ausencia del buscado. “Berenjeno está de viaje”, le informa, “Algo magnífico habrá hecho” y no dice nada más. Teme Prístina indagar, no sabe si le hablan en serio o con sarcasmo, se ruboriza toda. Sabrán en lo que andaban, conocerán ya todo. Da las gracias y se vuelve. Llora y reza en el camino, a la Virgen, a Jesús y al patrono de la castidad que es San José (que se casó y lo sonaron). Ya no piensa en Berenjeno sino en ella; y en qué hará con Filomeno en adelante.


24

Los domingos, tras la misa, las hermanas comen pastas. Sorrentinos, tallarines, raviolones, se sirven siempre con salsas bien cargadas. Acompañan el almuerzo con algún vino añejado, y a la hora del cognac, después del postre, alrededor de la mesa, hacen bromas y permiten que el alcohol haga lo suyo. Cuentan chistes que, por verdes, prefieren llamar ecológicos, y con humor santo se ríen, olvidadas por un rato de atenerse a los rigores de la vida religiosa. Viene lo humano y lo aceptan. La hermanita Mérida cuenta de una monja que lloraba por las picaduras de una avispa; otra cuenta de una monja que reía con las picaduras de un obispo. Habla la hermana Campánula del violador con principios, al que le “daba pecado” atender a la Madre Superiora, y cuya culpa metiche resultó en que la Madre lo rajara  hasta que aprendiera que “aquí somos todas iguales ante Dios y las visitas”.  Se extiende la sobremesa hasta el ocaso; se van algunas temprano a escuchar el partido del domingo, y otras se duermen sin más frente a la mesa, cansadas de reír y hacer la digestión. Los domingos lo humano no les cuesta a las hermanas, al contrario, lo disfrutan y así pagan su cuota semanal. Mañana será lunes y el rigor ha de volver. Prístina no pudo compartir la alegría general; se retiró en seguida, por el libro que la tiene confundida y que no puede abandonar. Hay que tomar decisiones.


25

Es como un Edén el convento al que llega Berenjeno. Un parque inmenso con fuentes y caminos, con flores de toda estación y hasta ardillas en los árboles. Las Esclavas del Amor casi no salen. Se confiesan día a día y mortifican el cuerpo. Como nuevo director espiritual necesita conocerlas, de manera que le ofrecen una cena especialísima a la que asisten todas. A Berenjeno le sorprende la juventud de las hermanas. No pasarán de los veinte y usan hábitos ceñidos. Todas se muestran felices de tenerlo en el convento, y con risas y grititos, que no reprimen el gozo, se presentan: Sor Teodora, Mesalina, Sor Lulú, Madre Bolena, Salomé, y una larga cola de hermanitas que una a una se adelantan y con ojos encendidos lo saludan. El hermano del Quebracho suda bajo la sotana. Sólo pide que su cuarto esté muy lejos de la casa.


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Extracto de Mi novio no es un carbohidrato, capítulo 8: “Cuando hablamos esa tarde él me dijo algo que siempre llevaría conmigo: ‘¿Sabes lo que nos hace vulnerables? ¿Tienes idea de qué es lo que más nos coloca frente al paredón de los temores, condenados al fusilamiento de la realidad, que arrojará sus balas contra nuestro pecho cual semillas de muerte? El pan ¿Te ríes? Pues, verás: si das oportunidad al pan de que él sea tu Señor, acabarás creyendo que el amor es una baguette entre tus manos, porque la harina se volverá azúcar dentro de tu boca, ¿comprendes?’. Se me quedó mirando con sus ojos azules, húmedos de emoción por sus propias palabras. ‘Lo que no entiendo’, dije yo, ‘es por qué me hablás así, Beto, sabés que soy celíaca’. No me contestó, pero me dio una tarjeta, donde tenía ya anotado lo que acababa de decir. ‘Consérvalo’, agregó, hablando así como un tarado. Guardé sus palabras muy profundo en mi bolsillo; siempre olvido tirarlo”.


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La primera noche del hermano Berenjeno en lo de las Esclavas del Amor es de pasión, no  la de los libertinos sino la de Cristo mismo, porque el Cáliz que tiene que beber, tal vez Dios los querría para sí, aunque es a Berenjeno a quien le toca. Apenas instalado en su cuartito, terminada la oración de la noche, oye que llaman a la puerta. Es Mesalina que viene a preguntar cómo se encuentra, si está cómodo y contento. Él responde a todo eso que sí, no puede sentirse mejor (“¿Pero por qué viene usted en camisón?” querría preguntar también, o “¿Ese escote recatado debe ser tan transparente?”). Mesalina se sonríe y ágilmente pestañea. Pero el Hermano es de hielo (o se derrite por dentro). Se marcha con risitas y sin sacarle los ojos de encima. Cierra Berenjeno, y vuelve a sonar la puerta. Pero ahora es Sor Teodora, quien, con todo y rima, le sonríe en el umbral. Pregunta si el gran Consolador, el Espíritu Paráclito, vendrá a ella en forma de lengua –de fuego, se comprende- o habrá de presentarse como un pájaro, cosa que prefiere largamente. El flamante director espiritual no sabe qué decir; o sí, y lo calla. “Por la mañana hablaremos” propone, balbuceante; “Prefiero por la noche”, dice ella. “Tal vez pueda”. En un lapso de una hora, cinco hermanas pasan por su cuarto. Berenjeno está confuso y transpirado y turbado como nunca. Se resiste pero luego se resigna. Dios sabrá.  Ha de ser justo castigo, se convence, por andar escondiendo cosas complicadas.

28

“Mi adorado Filomeno: triste estoy, desde hace días, por no poder tenerte en mis brazos. Mi condición lo prohíbe, ya lo sabés, pero el amor lo puede todo. Más el amor que te debo, que hasta la muerte será. Confío en volver a verte pronto y abrazarte con ardor. Te envío besos eternos y te suplico paciencia. Son tiempos tormentosos; yo deseo que confíes: hasta lo imposible haré para tenerte conmigo. Dios entiende –quién si no- cuándo el amor no es un juego. Voy a enviarte notas breves, por ahora. Berenjeno fue apartado y todo se hace más difícil. Algo han visto, algo notaron. Todo cambio es un castigo para alguien. Te encomiendo hacer silencio, Filomeno de mi alma.” Con el punto final besa la carta y la cierra. Una lágrima purísima se desprende de sus ojos; no de ambos, sólo de uno. Son las seis, llaman a misa.


29

“Vendrá esta noche”, dice, “tienen que estar preparadas”. Es que el hermano Berenjeno ha decidido poner coto al acoso persistente de las Esclavas del Amor. Al terminar la cena anuncia la llegada del Consolador para esa noche. “Pasará dejando su marca en cada una, Ángel del cielo, con la ardiente espada presta, la flamígera, flamberga de ondulante hoja”. Escuchan las Esclavas y sus ojos delineados se abren y humedecen. Pregunta Sor Lulú si ha de esperarlo con algún traje especial o con ninguno. “No es eso lo importante”, aclara Berenjeno; “La oscuridad ha de ser completa y han de esperarlo recogidas en el lecho, así sabrá el ángel por dónde pasar”. Perspicaz, inquiere Sor Teodora “¿La puerta sin trabar?”. “El ángel tiene espada, no llave ni ganzúa”. No se dice más. Esa misma noche, una a una cae como herida por el amor del ángel, quien como un Azrael entra sólo donde la señal oscura lo invita. Por fortuna la casa está en el centro del jardín: a los plebeyos del barrio no les llegan esa noche los sonidos, canturreos, los grititos de alegría o de dulce sufrimiento celestial. Por la mañana hay cantos y alabanzas y las Esclavas se muestran redimidas. Hasta entrada la tarde no despierta Berenjeno.


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A la escuelita de las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio llega desde Italia la reliquia de la Santa Fundadora de la Mínima Incidencia, y hay revuelo. Todos los niños y niñas harán procesión por el barrio, cantando y llevando en andas la reliquia¬¬¬¬¬¬¬¬, de la que tomarán gracia uno por uno, tocando el relicario con la punta de los dedos o la punta de los labios. Se suman fieles de la comunidad y de otros lados. Hay alegría y esperanza, porque se esperan milagros. Espléndido sol de invierno regala Dios a todos. Alguien pregunta si el relicario contiene un trocito de mortaja, de hueso o de cabello. “Cabello”, le confirman (aunque al verlo tan rizado, el feligrés no elije dar un beso y tiende los deditos). La itálica Santa Fundadora, Madre Pichina (apellido de indecisa pronunciación), dicen las mujeres que es muy buena para infecciones urinarias, aunque a las Hermanitas no les gusta la visión curanderil de la santidad. Mucha gente y mucha algarabía y monjitas atareadas. Entre los fieles, sin embargo, hay uno en el que nadie repara. Se llama Filomeno y tiene aspecto desvalido, francamente intrascendente. En medio de la multitud, es una mancha de amargura. Es muy joven, jovencísimo, imberbe y con mirada de añoranza cosmológica. Esa mirada busca y busca, una pista, una señal, un hábito querido, una monjita que no está, que no aparece. Casi lloran esos ojos, de nostalgia o de tristeza. Aparte de todo ese tumulto, en su cuarto, en la casa de las hermanitas, Prístina llora también, porque sabe que la observan. Las mentiras tienen patas cortas. Mínimas.


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Después de la tormenta, calma, dice el poeta. Y también, que cualquier mitigación del sufrimiento, para nosotros es ya felicidad. Pero cuando sucede lo contrario, cuando hemos rebosado de abundancia, cuando hemos visitado el país de la leche y de la miel, y debemos regresar, traemos escondidas en la alforja –palabra peregrina- las inminencias del hambre. Así las Esclavas del Amor, después de la visita del Ángel, saciadas que fueron, volviéronse de a poco codiciosas. Al tercer día, pensaron en resucitar de entre los muertos al cacique de la henchida cornucopia; y allí fueron, promesantes, a buscar a Berenjeno, a quien dejaron solo, sepultado en lo profundo de la casa. Pero al llegar de madrugada comprendieron que ya no estaba allí. La puerta estaba abierta y adentro, sobre el lecho, las sábanas, desordenadas y vacías. Una nota, sin embargo, daba cuenta de la ausencia: “Subí a los cielos, Hermanas del Amor, pero regreso ahora a mi convento. Mi lugar está con los Hermanos del Quebracho. Queden en paz”. Hasta el final de la tormenta, no hay consuelo para quien queda a la intemperie.


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Las Mínimas son siempre celosas del recato, sin embargo no se inhiben si entre ellas van luciendo lencería (decorosa, claro está). Pero poco pudor más afamado que el de Prístina; incluso ha suscitado comentarios entre las hermanas. Como ahora, que entre Cíclica y Campánula, después de la celebración de la reliquia, vuelven al tema por casualidad en un pasillo de la casa, por la noche. Campánula comenta que hace menos de una hora vio a Prístina vestirse, y así cayó en la cuenta de que jamás desnuda la había visto. La Madre Cíclica suspira y chista: esta Prístina anda dando malos pasos, “Le pedí hoy que no asistiera a la fiesta, y resultó que no me equivoqué”. Campánula, que algo se intuía, finge sorpresa y desconcierto: “¿Pero qué ha pasado, Madre, en qué la ha visto usted?”. “Todavía nada grave, un muchacho con el que se ha encontrado varias veces fuera de la casa; hay que cortar esas cosas de raíz”. “Me cuesta mucho creerlo de Prístina, Madre…yo quería solamente… hablarle de la cicatriz que le vi hace un rato…pero esto que usted cuenta parece más importante, por supuesto”. Se frunce el ceño de Cíclica y, eléctrico, un dejo de placer recorre el cuerpo de Campánula. Dejan de hablar, ya están frente a sus cuartos. La casa está en reposo. La casa y nada más.


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“Me han dicho que es usted muy bueno en esto”. “Me dicen el mejor, pero no me vanaglorio”. “¿Vanagloria? Qué palabra”. “He tenido cristiana educación”. “Ah, no me diga, ¿dónde?”. “En la escuelita de las Mínimas, hace de esto muchos años, cuando llegó la Madre Cíclica…
…¿Por qué se calla, usted?”. “Disculpe, asuntos míos, volvamos a lo nuestro; lo necesito con urgencia”. “Usted dirá”. “Estoy metido en un brete”. “Brete, qué palabra”. “Soy argentino como el locro”. “Continúe, por favor”. “Estoy metido en un brete, le decía, y es asunto serio”. “No soy caro, pero tampoco me regalo”. “No hay problema, cuando le dé detalles me dirá; algo más, ¿cuál es su nombre?”. “Luisito”. “¿Así, con el diminutivo?”. “Así, Luisito”. “¿Me asegura que está capacitado para esto”. “Le muestro y evalúe”. “No es necesario, por favor; me pareció un nombre contradictorio con su fama”. “Mi nombre es un sarcasmo; y dígame, ¿usted cómo se llama?”. “Puede llamarme Gladiolo, estamos en confianza”.


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“Amado Filomeno: lo que fue para nosotros, al principio, La Alegría, se ha convertido en peligro. ¿Cómo verte en estas circunstancias? Lejos está Berenjeno, y no puede ayudarnos; cerca, la Madre Superiora, y recela; a un paso, las sospechas de otras…Campánula, de quien te hablé, por ejemplo, se llama Dora en realidad; su sonoro apelativo se lo dieron de alcahueta (no es palabra que me guste, pero es la que le cabe). Sé que estuviste en la fiesta de la Santa, sé que me esperaste en vano. Amor, amor, amor, te ruego me disculpes. Tengo miedo. Temo que descubran lo nuestro. Las breves notas que te mando cesarán; te encomiendo igual prudencia. No rondes por la escuela, por la casa, no te acerques al barrio por un tiempo. Oh, mi Filomeno, mi dulce y joven joven Filomeno. Estamos los dos en momentos trascendentes. Yo por dejarlo todo y vos promediando el secundario. Sólo te ruego: no me olvides, no me dejes de querer, no descuides tus tareas, no andes en malas compañías y no olvides sumar frutas a tu diario desayuno. Pronto nos abrazaremos y hablaremos sobre tu futuro. Saludos a Adelina. Te amo siempre”. Firma y se contiene. No llora porque ya tiene los ojos hinchados. Mañana despachará el mensaje. Y tal vez hable con la Madre Cíclica. Presiente que la sinceridad precipitará un desenlace. Las historias con verdades a la vista no prosperan.


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“¿Cuándo hemos de hacer esto?”. “No se impaciente”. “Pero rechazo trabajos muy bien pagos, por esperarlo a usted”. “Es importante, Luisito, que me entienda: no estamos hablando de personas del común. Hacerlo mal podría terminar en un escándalo, le soy franco”. “Entiendo, pero quiero precisiones”. “Aquí tiene”. “¿Por escrito?”. “Allí está todo dicho, el lugar, la hora, los planos, los nombres…quiero que sea perfecto”.  “Perfecto es mi apellido, así me dicen”. “Conozco su historial, por eso lo llamé”. “¿Puedo también yo serle franco, Gladiolo? No creo que usted se llame así realmente”. “Es el nombre que está en mi corazón, el que debí llevar…y no digamos más”. “Como quiera: usted pagó, usted manda”. “Le pido discreción, fidelidad, Luisito”. “Por supuesto, Hermano, yo nunca seré un Judas”. “Sea un Sansón contra los filisteos, pues”. “Aunque del burro no sea la quijada lo que empuñe”. “Luisito, me sorprende”. “Buen colegio, el de las Mínimas, Gladiolo, creamé”.


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Después de la misa vespertina, la Madre Cíclica invita a Prístina a “tomar un té en mi despacho”. Mientras se hace la hora de la cena, las demás hermanitas, en la sala de TV, miran las noticias y discuten con algún calor los resultados del prode o del test de embarazo de la actriz. Hace frío y oscurece. Prístina tiembla y suda, porque siente acercarse el fin de todo, que para ella no es más que la verdad sobre la mesa. Pero ha venido meditándolo. Cuando se sufre mucho, la muerte es lo mejor. Decir ahora su verdad es también como un morir, a la hermanita que fue y ya no será. A su memoria regresan las palabras del libro que estuvo leyendo: “No seré más yo, a partir de ahora. Seré un yo nuevo. Para dar un paso al frente debo morir al pasado. Mi novio no es un carbohidrato y yo no soy un aderezo”. Entra al despacho de la Madre. Aunque brumoso, en el ambiente hay un amable olor a sándalo, porque a la Madre los sahumerios la ayudan a no volver a fumar. Toman su té, al principio en un silencio tenso. Cíclica pone cara de querer preguntar pero Prístina se le adelanta, quiere tomar la iniciativa, quiere evitar que las preguntas juzguen sin que importe la respuesta, sabe que preguntar primero es ya tener control de la verdad: “Madre, ¿por qué me sugirió quedarme? ¿Estuvo linda la recepción de la reliquia? ¿Sabía que tuve una tía del pueblo de la Santa? ¿Conoce a una mujer del barrio llamada Adelina?” Pero la Madre primero dispara y pregunta después: “Tenés una cicatriz ¿me la podés mostrar?”. Si la verdad está en el cuerpo, ninguna retórica la encubre.

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“Voy a contarle, Madre, si usted me lo permite, la historia de esa cicatriz. Es conocido mi amor por los enfermos; no he dejado de estudiar y he atendido a más personas que muchos que se jactan de curar. Hace unos años –era yo mucho más joven- se me acercó una de nuestras alumnas. Una amiga suya pasaba por un trance muy difícil. Esperaba un hijo de un perfecto extraño, de quien nunca supo más. Un horror de los suelen suceder, germinado en la miseria. Me compadecí enseguida, como puede imaginarse; yo también he sido pobre, y de no ser por la congregación me hubiera visto mal como tantas mujeres. Si nada le informé, fue por piedad. A veces el secreto guarda y no esconde, usted lo sabe. Era una niña de trece, que iba ya por el octavo mes. Con peligro ocultaba su estado bajo una faja ceñida. Había huido de la casa y vivía al amparo de una anciana, vieja como el siglo, ciega y medio sorda, que no podía darle más que techo y preguntaba todo el tiempo “¿Y cómo son lo’ colore’?”. Durante semanas la fui a ver todos los días. Ordenaba mis labores en la casa y me marchaba a reunirme con la niña. Ella tenía un plan terrible: iba a vender a su criatura para marcharse lejos y comenzar otra vida. Su desesperación la enceguecía. Le supliqué que me diera a su hijo, que hallaríamos quién le diera amor y también la ayudaríamos a salir del trance, pero que no vendiera a su hijo como a un ponchito tejido en su panza. Fue difícil convencerla, pero al cabo prometió entregármelo. Llegado el parto, estuve allí. Fue espantoso. El niño y la niña corrían peligro. El hijo luchaba por salir de un cuerpo que no era el de una madre. En un lugar sin nada, con la anciana preguntando “¿Y cómo son lo’ colore’?”, en medio de la noche, debí practicar una cesárea. Era eso o perderlos a ambos. Abrí el vientre, manó sangre y del fondo de ella vino el niño. La niña se desmayó y luché para salvarla. Recé, me encomendé al Señor y él obró el milagro ¡Salvó su vida! Pero todo terminó del peor modo. Apenas se sintió con fuerzas la niña desapareció con el recién nacido. Se marchó lejos. Supe por una carta que me envió que había vendido al pequeño, que igual me agradecía, que entraría en un convento y, como yo, se haría monja; algún día buscaría al hijo para pedirle perdón. Cuando él mirara esa sonrisa dolorida en el vientre, la llamaría mamá, así pensaba. Y así fue, así fue todo. Nada queda por decir.” Llora Prístina al terminar su relato, sin consuelo. La Madre Cíclica se ha conmovido, pero aún no entiende. “Sigo sin entender”, murmura. Espasmódica, Prístina concluye. “¿No lo ve? ¿No ve que llevo la marca de mis pecados en el cuerpo? Le he contado así la historia para que usted la oyera hasta el final. Yo vendí a mi hijo rompiendo la promesa que le hice a aquella mujer que me ayudó. Yo soy esa niña. Ahora desprécieme”.


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Sale a correr tras su deseo, como tras un fantasma, quien no quiere aceptar lo que sus ojos ven. Las Esclavas del Amor organizaron la búsqueda de Berenjeno a los minutos de leer su breve y contundente despedida. Aún no amanecía en las conciencias de aquellas mujeres despechadas, ni en el horizonte el alba sonreía. Salieron con sus perros a buscarlo entre los matorrales, las casitas pobres de los alrededores y los baldíos arbolados, con sus caniches ruidosos, con linternas y bastones para hurgar entre los yuyos. Pero del Máximo Benefactor –como le habían llamado- ni rastros. Los vecinos se espantaron con aquella estampida de hábitos, apariciones poco celestiales, pandilla excitada de gritos y lamentos en plena madrugada, clamando el berenjeno nombre del Consolador. Desconsoladas volvieron, sin embargo, aceptando la divina voluntad con regañinas. Sucias de lodo y hojarasca optaron por bañarse todas juntas para darse mutuos desahogos y contar bajo las duchas los detalles del encuentro con el Ángel, al que llamaron con justicia Esclavador, pues ahora se sentían más que nunca Esclavas. “Del Amor, con A de Enorme”, comentó Lulú y agregó “Ah”.


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Al Colegio de los Hermanos Máximos del Santo Quebracho llega un albañil, muchacho joven de buen ver. Se llama Reinaldo y egresó hace pocos años del mismo Colegio. El Padre Penazzo lo recibe con efusión aburrida: con frecuencia un exalumno se presenta a devolver tantos años de inversiones, sobre todo los becados, que regresan puntualmente a saldar deudas morales, aunque a éste no le importe presentarse pelilargo y con colita. Pues bien, el tal Reinaldo es buen trabajador, y no por derrochar juventud mezquina seriedad, y un sentido de la oportunidad bien criterioso: ayer apareció una grieta en la pared y hoy llega, casualmente, silbando y enfundado en ropa Ombú. Ya lo había recomendado Berenjeno, tiempo atrás, cuando el arreglo de la capillita. Reinaldo la había dejado impecable y trabajó contento aquellos días, con silbido y tarareo. Cuando lo llevan a ver la pared que se rajó, su atención profesional se enciende como un sol. Examina con celo algo pomposo, y cada tanto pregunta por las cosas del colegio: que si la profesora tal, que si los cuales viajes, que dónde el contador y por qué la mujer del secretario. Le informan, displicentes, los hermanos que aprovechan a Reinaldo para no volver al seminario que dicta Parada sobre la calvicie de Sansón y su poder lujurioso. Entre una cosa y otra, entre la plomada y el nivel y el presupuesto balbuceado, Reinaldo pregunta por el hermano Berenjeno. Le dicen secamente, mientras piensan a coro en las Esclavas del Amor: ”Pasó a mejor vida sin morir”.


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Después de la proeza, el héroe se refugia en el reposo, a restaurar las fuerzas y sanar heridas. El brazo decidido que empuñó la espada vibra aún; y cuando no es el brazo, pues la espada se sostiene sola, es mayor la lasitud. Cuelga, bamboleante, perezosa, aunque se alista, alegre, para las revanchas.  El campeón descansa y piensa. Escondido para la pausa, sueña ya con regresar a la batalla. Porque el calor de la cancha, el torbellino del campo de la lid son su alimento. No hay humildad en el titán: la arrogancia es condimento primordial del heroísmo. Allá en el campo, el dulcísimo enemigo, tembloroso, yacerá, esperando con pavor y con deseo el contraataque. Conoce el paladín la dimensión de su gesta, la desproporción de la aventura y se murmura entre sonrisas que ha tocado el cielo con las manos (“y con la espada también”, sonríe). Y pensar que desconfiaba del encargo, que lo juzgó sacrílego y perverso. Nunca se pierde en estas pugnas la capacidad de asombro. Las Esclavas del Amor con mucho sobresalen de expertísimas amantes. “Ayayay, Luisito”, se repite, “hay que volver”.


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La fisura era pequeña al principio. Nada de importancia. No hay vieja construcción que no presente grietas. Pero se abrió en lo hondo, y al asomar ya había socavado gran parte de la casa. Penazzo no deja de dar gracias al Señor por este chico Reinaldo que pica y pica y trabaja, que pone al descubierto la rotura que amenaza la edificación. No hay metáfora en la lengua, reflexiona Penazzo, sino en la realidad. Ayer abrían el colegio y hoy los tiempos son aciagos. Traer al hermano Berenjeno fue un error. Los que son de humilde origen y tienen aspiraciones y leen a los clásicos; los que, cultivados, no pierden su color de barrio aunque hayan ido a Roma, son como cizaña, yuyos en el arreglo floral de la iglesia, donde hay lugar para todos, mientras se respeten las sillas numeradas. No queda más, piensa Penazzo, que dejar que el río corra. Berenjeno huyó de las esclavas, pero al colegio no ha vuelto. Prístina, la Mínima, ha confesado un pasado espantoso, según la Madre Cíclica. La rajadura se está reparando, pero es delicada. Buen muchacho, este Reinaldo. Pensar que Berenjeno lo recomendó. Berenjeno. Penazzo recuerda que lo obligó a tomar ese nombre. El que quería era inaceptable. Inútil todo. Ahora comprende que en el berenjenal florecen los gladiolos.


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“Le ha ido muy bien, me lo dice su sonrisa”. “Gladiolo, la verdad, mejor de lo esperado. Admirado estoy, y sorprendido. Pero tengo algunas preguntas”. “Pregunta menos Dios e igual perdona, usted lo sabe”. “Permítame; si no quiere no responda”. “Escuchemos”. “¿Era a usted al que esperaban?”. “Esperaban a un Ángel…si usted quiere verme así…”. “No me embrome, Gladiolo, esas mujeres desesperaban y usted les prometió y no les cumplió”. “Usted, Luisito, lo cumplió por mí, ¿cuál es la diferencia? No me juzgue, yo no lo hago”. “Es verdad, disculpemé… pero no creo que lo hayan frenado sus votos de castidad”. “No son para mí esas cosas”. “No se hable más, Hermano, lo comprendo ¿volverá? ¿O las dejará con la ilusión?”. “Me marcho, tengo otros planes…y otros deseos”. “Mis deseos son de tener más”. “Ha cumplido en todo, Luisito; pasado un tiempo prudencial podrá volver. Venga a verme, haré una carta anunciando a las Esclavas el regreso del Paráclito”. “Y volverán a creer que las visita usted”. “¿Le parece?”. “Me repetían un nombre; el que usted, Gladiolo, no me ha querido decir”. “Un nombre revela y oculta, depende quién lo use”. “Calle, Berenjeno, y vaya en paz”. “Quedemos amigos, Luisito”. “Con la promesa de su carta, soy suyo…es sólo un modo de decir, no se entusiasme”. “Esté tranquilo; ya hablaremos…y sígame llamando Gladiolo, es más real”.


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Adelina recibe carta de su hermano. En ella él le informa que pronto se verán, que la visitará en su casa. Se disculpa, también, porque viviendo tan cerca es poco lo que se hablan. No hay ningún rencor, ningún impedimento, y sin embargo están distantes, dice él. Tal vez ahora que el niño está más grande, agrega, a pesar de que todo haya cambiado en pocos meses, será tiempo de encontrarse y aclarar cosas del pasado. Adelina se conmueve y se repite que más allá de las desavenencias, más allá de los disgustos que este hermano le ha traído, su carta es como un bálsamo. Lo necesita. Ha pasado últimamente por trances muy violentos. Sola, una mujer no debería sufrir tanto. Pero el hermano, su hermanito, promete venir pronto. Filomeno, ya está grande, como él dice; y se ha reencontrado con su madre. A Adelina nunca dejará de pesarle haber pagado por él un buen dinero, como si fuera mercancía; pero en el tiempo en que todo sucedió su desesperación no tenía límites. Una mujer como ella, que no puede tener hijos, y cuyo prometido, al enterarse, la abandona, cerca está de lo peor. Lo hizo para ella, eso es verdad, fue un acto vil, también es cierto. Pero no fue vil ni fue egoísta la vida que llevó con ese niño, a quien nunca le ocultó su verdadera identidad. Ahora que la madre regresó, y que después de la aprensión ganó confianza; ahora que Adelina se repite hasta el convencimiento “pagué por él para evitarle males”, ahora, tal vez pueda enderezar su vida. Filomeno y su madre arreglando sus asuntos. Su casa como lugar de encuentro. Su hermano al alcance del abrazo. Y ella, sola al fin, pero sin culpa. Relee las últimas palabras: “También debo salir de la mentira, Adelina, y hablar claro: amo a un hombre”. Hay cosas que una hermana no juzga. Los dos somos iguales, se dice. Nuestra sangre termina con nosotros.


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El rumor es la forma habitual de la noticia entre las Mínimas y los del Quebracho. El rumor y la maledicencia. Y la comunidad se ha hecho al uso. Alguien ve una cosa, la juzga y la comparte, es sencillo y aprender a compartir es esencial. Nada se ve si no se ve la huella del Señor o del Malvado. Determinada la malignidad o bondad de la cosa, se reparte en voz bajita durante un desayuno o al cruzarse en un pasillo o almacén. El albañil del colegio vive en el pecado. Punto. Nadie ha visto nada, pero muchos han oído. Quejas y risitas que sólo pueden venir del amor. No es un pecado el amor, pero sí toda variación, y del exceso de alegría conviene desconfiar. Hay un problema con el timbre de las voces que se oyen. Una mujer de grave voz acaso no sea tan extraño, pero a Reinaldo, el albañil, nadie le ha conocido novia hasta ahora. Desde que murió su madre -tan joven, la pobre, qué va a ser-, el muchacho está distinto. Siempre fue lindo pero ahora canta y silba y habla seguido por teléfono. Es comprensible, quien se ve solo se procura compañía. En pocos días se escribe en el aire del barrio la historia de Reinaldo, de boca en boca como un beso de la paz. Si el muchacho supiera lo que se comenta, sonreiría. No porque todo sea invento, sino porque no le importa. Sabe bien que es mejor tener delicadezas y no aparecer desafiante. Pero sabe también que su vida ha cambiado para siempre; que al volver de su trabajo, donde antes lo aguardaba el amor de su mamá, lo espera ahora el amor de su hombre. Un albañil repara, pero también construye.


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A resguardo, en una habitación pequeña, Berenjeno toma mate. Entra el sol frío de las ocho y la radio parlotea información. Son momentos de solaz, para el Hermano. Momentos en que vaga el pensamiento, resbala en superficies de cosas y conceptos, de personas y deseos. Entre Prístina y Penazzo se desliza; sobre el jardín de las Esclavas sobrevuela y no se queda; va acariciando la traducción del Cantar, y los poemas de Fray Luis; Filomeno y Adelina. Semejante al autor de un vasto libro, ve cada en mínima cosa la imprecisa creatura de un dios más impreciso aún, menor; porque a su alrededor nada es ya “sí mismo”, sólo la idea que ha cobrado cuerpo y nombre, y habla, a veces, como un Golem, palabras rudas. Porque se sabe responsable del derrumbe de sucesos de los meses últimos, despeñados sin querer: confusiones, traspiés, malentendidos. A Dios se le volcó la leche en la cocina y echó a rodar la creación, ¿cómo pararla? Sus pensamientos acaso son heréticos, pero no se aferra a nada. Mate a mate se desprende del entorno y considera que ha llegado el tiempo de dar cierre a la cadena de tergiversaciones en que se ha convertido todo desde que supo la existencia de Prístina y Filomeno, y el lazo indestructible que los ata para siempre. No hubiera querido revelarlo, pero no pudo resistirlo. Acaso ya su condición de religioso estaba en trance de mutar. Su amor puro, de repente, su amor por el Señor, se llenó de deseos de la carne, y fue y probó y lo echó todo a perder; o a ganar, según se mire. Chupa la bombilla con fruición y lentamente. Se siente en casa. Por primera vez crecen por dentro los ambientes de un hogar. Lo quieren y es querido. Una sólida casa para Berenjeno, para no habitarla solo.

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