13 de junio de 2015

Marta Riquelme, de Ezequiel Martínez Estrada

Encandilados por la prosa ensayística de Martínez Estrada, no creo que haya nadie que no se viera sorprendido por su prosa narrativa. La inundación, por ejemplo, es uno de los mejores cuentos que se han escrito en este país, y sin embargo, qué lejano parece, cuán perdido. Otros, como Examen sin conciencia o Juan Florido, kafkianos universos, permiten también la admiración y acaso la pregunta de por qué a Martínez Estrada se lo conoce casi solo por Radiografía de la pampa. Pero es Marta Riquelme el relato del que quiero hablar, ese prólogo a las Memorias de una mujer que ha desaparecido y cuyos originales -lo sabe muy pronto el lector- también se han perdido para siempre. Ese libro de Martínez Estrada permaneció para mí mucho tiempo perdido en la nube de libros con nombre de mujer que se han escrito en Argentina, en donde Amalia, Elvira, Soledad, Nacha Regules, más o menos célebres, imponen sus defectos formales y nos alejan de títulos así (lo mismo ocurre con Stella, para despedirnos del todo). Marta Riquelme es, se recordará, el prólogo a una obra inexistente, una crítica minuciosa que es a la vez una reflexión sobre la traducción, sobre la crítica y sobre la condición de la literatura, que está escrita y se traduce en el lector para volverse, otra vez, escritura con la crítica, y así. Una espiral ciega, sin rumbo como el tiempo, y como nosotros, grumos al fin de ese líquido incesante. Pero Marta Riquelme es también, más puntualmente, una reflexión sobre la literatura escrita en la llanura. Porque hay una literatura de lo llano, que nada tiene que vez con lo prosaico, y sí con el vacío. En la llanura no hay sólido que el aire desvanezca, sino materia evanescente que intenta echar raíces. Como vestigio entrecortado de que el hombre habita, resisten caseríos, que en sí mismos son un mundo, fijo en la inmensidad, amenazados permanentemente por la nada. Esos pequeños mundos aislados, en donde las pasiones más oscuras crecen como yuyos, y donde un lugar se parece a todos, son acaso también una metáfora de la deriva, como si se movieran, esos pueblos, por un mar interminable, aislados e implosivos. Es vieja la imagen de la llanura como mar, no más vieja que la del mar como infinito. “Si por lo general los pueblos se forman por derramamiento de las gentes de una casa hacia los alrededores, en nuestro caso ocurrió lo contrario: los alrededores fueron estrechándose y al fin la casa vino a ser todo el pueblo resumido, condensado”, escribe Marta sobre La Magnolia, según refiere el prologador. Ese repliegue, ese pánico a lo demasiado grande, símbolo de toda población de la pampa, encuentra una salida, a pesar de todo, hacia arriba; es el tronco del magnolio, el árbol que crece en el centro de la casa, del pueblo, del mundo. No hay figuraciones religiosas y sin embargo la imagen -salir de un laberinto sin muros por arriba- resulta metafísica. “Todo lo que sigue es sencillamente estupendo”. La última frase del relato, escrita después de transcribir el final de las Memorias nos recuerda que toda lectura comienza después del punto final.

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