13 de agosto de 2015

La llamada de lo salvaje, de Jack London

Por esos días leía salvajemente. Me recuperaba de una operación sencilla que resultó complicada y mejoraba con lentitud. Me sentía bien, pero debía guardar reposo muchas horas y leía y leía. Había pasado fugazmente por unos best-sellers que encontré en casa y otros que mi tía me había prestado. Tiburón, La aventura del Poseidón, Un beso antes de morir, El solitario. Todos me parecían geniales y, alguno que otro, me dejaba pensando un buen tiempo. Un amigo que vivía a pocas cuadras me prestó, por esos días -ya no recuerdo si porque se lo pedí o porque comprendió que me había vuelto loco-, una edición de El llamado de la selva. En realidad lo titulaban La llamada de lo salvaje y era de Hyspamérica, de esa colección maravillosa olvidada injustamente que fue Mis libros. Como me ocurre todavía hoy, quedé fascinado por la tapa. Un perro de rasgos lobunos tenía la cabeza apoyada sobre las patas delanteras y miraba hacia arriba, como hacia el amo, con los ojos muy tristes, y como si le preguntara algo. Por qué estaría triste ese magnífico animal. Recuerdo que lo leí con lentitud. Me perdía con facilidad porque tenía un lenguaje que hasta entonces yo no había encontrado en los best-sellers. Pero el libro traía ilustraciones y eso me ayudaba a comprender los largos tramos reflexivos. Me impresionó el sueño de Buck. Como recordarán, en un momento él se sueña junto a una especie de hombre de las cavernas, que se calienta frente a una enorme fogata prehistórica. Era un desconocido pero a la vez su cercanía era familiar. Buck estaba sorprendido: algo había dentro de sí, que había dormido por mucho tiempo, y era anterior a él mismo. Lo que había allí era una identidad, y la identidad se busca más allá de los límites de la propia vida. Ese puente con el pasado me sorprendió. Años más tarde entendí por qué Borges decía que un solo hombre es todos los hombres. Un solo perro es todos los perros, me había dicho ya London, aunque yo no lo había comprendido cabalmente. Tuve ese ejemplar mucho tiempo en casa. Varias veces pensé quedármelo, pero mi amigo tenía otros libros y yo quería leerlos, así que debía devolver este. Lo regresé, pero la mirada de ese Buck se me quedó grabada para siempre. Años más tarde volví a leerlo en una versión que se titulaba La voz de la sangre, traducción bastante libre y de resonancias naturalistas. Volví a sentirme atraído por ese sueño antediluviano. Hace unos meses encontré, en un kiosco de diarios, el ejemplar de Mis libros, nuevo, cerrado. Desde 1982, año de su edición, nunca nadie lo había abierto. Era mío, lo supe enseguida, era el libro que London me enviaba desde 1903, pasando por los años ochenta y toda mi infancia para traérmelo hasta acá. Como Buck, me sentí anterior a mí mismo. El llamado permanecía intacto. Ahora, además de leer escribo. Nunca se vuelve uno lo suficientemente salvaje, ni termina de encontrar su identidad.

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