21 de diciembre de 2015

El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad

¿En qué reside el secreto de una gran novela? La pregunta tiene una respuesta imposible o una respuesta insignificante. En el medio, muchas otras insuficientes, aunque, tal vez, jugosas. El corazón de las tinieblas tiene ya un título magnífico (yo balbuceo títulos pésimos y  peco empecinadamente de ampuloso), atípicamente metafórico en Conrad, más dado al dato seco: Lord Jim, Nostromo, El duelo, El negro del Narciso. Y por supuesto, el relato confirma la atinencia de la metáfora. Lo que Marlow narra mientras va cayendo la noche en la bahía, es un viaje a lo profundo del África. Aquí no hay altamar, tifones y naufragios, apenas un viaje que no se aleja demasiado de la costa, como si a ciegas se tanteara la pared a fin de no perder el rumbo. Y en el avance se van los personajes alejando no sólo de su tierra. La frase “abandonar la civilización” significa mucho más que alejarse del país, es desvertirse paulatinamente, dejar el cuerpo escaso de cultura. En esta novela, Marlow se interna por un río que cruza la selva del Congo  y penetra en una zona cada vez más irreal. Y si digo irreal es porque así debe llamarse lo imposible-imaginario. Por más fantástico que pueda parecer, lo conocido participa de lo real. Pero en su viaje tras las huellas de Kurtz, Marlow cruza las fronteras que lo mantienen a salvo de lo inconcebible. La desnudez rotunda. Impregnado con las miasmas de lo Otro, el cuerpo sin cultura, en medio de un universo en el que ninguna de sus certezas significa nada, padece una transformación que se resuelve en locura. Todos parecen estar locos. Más locos cada vez.  El horror del que hablará Kurtz está en comprender que se puede dejar de ser humano sin morir, porque lo humano es una coordenada, un santo y seña que nos damos quienes compartimos un mundo. En medio de la selva, adonde Kurtz se ha convertido en una divinidad para los nativos, entregado al delirio sensual que la civilización no puede absorber ni atenuar, Marlow mete los pies en el agua negra de nuestra propia animalidad. Es tal vez el aspecto más aterrador de El corazón de las tinieblas, un espanto metafísico alentado por una naturaleza depredadora. Con una brevedad que Lord Jim envidiaría, Conrad escribe una novela intensa, en la que el avance es un descenso hacia la profundidad de lo que llamamos humano. Y es también una aventura en el sentido más clásico del término. Kurtz es el enigma y el destino, y Conrad, con su habilidad para el aplazamiento, va arrastrando al lector hacia la oscuridad del corazón. Acaso en esta capacidad de conjugar idea y acción se encuentre a fin de cuentas el secreto de este libro perfecto. Libro de su tiempo, lo llaman algunos para disculpar el eurocenrismo que destila, no sólo la novela sino todo Conrad. Yo creo que nuestro eurocentrismo queda, con ese comentario, a salvo. Tras la muerte de Kurtz, mientras las últimas palabras más célebres de la literatura (“¡El horror! ¡El horror!) resuenan por todos lados, Marlow comete un piadoso acto de vileza. Acaso no tenemos derecho a desnudar frente a los otros experiencias tan definitivas. Resultarían imposibles de sobrellevar, o insignificantes.

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