Cuando mi abuela me regaló los cuatro primeros libros de la
colección Mis libros, que empezaba a salir en los quioscos, yo tenía ocho años.
Eran la primera entrega y venían envueltos en nailon como en un pack de
galletitas. Cuando llegó a la luna,
cuando aprendió a encender el fuego, cuando entendió que moría, el hombre
experimentó, ante todo, azoramiento; después, seguramente, pasó por la alegría,
el miedo, el éxtasis, para caer en un abatimiento circunspecto. No exagero si
digo que pasé en ese momento por sensaciones semejantes. Era la primera vez que
alguien me regalaba semejantes libros. Libros de verdad, de tapa dura, con
cientos de hojas, con pocas ilustraciones; libros pesados, con cuerpos capaces
de abultar portafolios. Eran El mundo perdido, de Conan Doyle; El rojo emblema del valor, de Crane; Primer
amor, de Turgueniev, y Las minas del Rey Salomón, de Haggard. Cuatro saludables
mamotretos (no eran tan grandes, pero me lo parecían). Conté muchas veces cómo,
invocando mis “derechos de hermano mayor”, me quedé con los dos primeros,
porque era inevitable compartir, y aquellos títulos –si bien dejaba atrás el
promisorio título de Haggard- me aseguraban inimaginables aventuras. Cedía
magnánimamente los otros dos a mi hermano menor, a quien Turgueniev no
entusiasmaba mucho, pero la vida es injusta y yo debía enseñarle esta lección.
Esos libros fueron a ocupar un lugar privilegiado en el estante donde algunos
manuales y libros de mecánica y carpintería tenían para mí más polvo que
interés. Rutilantes, esos lomos me parecían la entrada a una vida diferente,
hecha de puro placer. Es raro que nunca antes me compraran libros así, pero
según el pragmatismo de mi papá, los libros eran para leer, tenerlos no era lo
importante. Tenerlos, para mí, era ya un poco leerlos. Me apropié de esos lomos
blancos, de esos títulos, de la textura de esas tapas, del olor de la tinta en
la hoja nueva. Pude, literalmente, habérmelos comido, porque esa era la
sensualidad que me despertaban. Después de rubricarlos con mi nombre en tinta
china –calcaba así los mapas- me dispuse a leer El mundo perdido. No fue tan
simple como había creído. El viaje a aquella meseta en el Brasil, donde
sobrevivían dinosaurios y bestias del jurásico, se me hacía cuesta arriba.
Pasando con machete a través de la flora tupida de esa prosa decimonónica,
alcanzaba a espiar sus escenas, a oír la voz tonante de Challenger, la
aflautada vocecita de Summerlee; confusamente hacía el recorrido de los
expedicionarios…y me detenía siempre en el mismo capítulo: “Mañana nos perdemos
en lo desconocido”, tras lo cual me ganaba la pereza y el aburrimiento. Algo me
unía al Profesor Challenger: a él lo consideraban un farsante y no mentía; yo
mentía mi furia lectora y todos lo ignoraban. Iba con el libro a todas partes y
me daba aires de intelectual; después de todo nadie conocía mi drama interior,
mi dificultad de abrir las puertas de ese capítulo, entrar y seguir hasta el
final. Cinco veces lo intenté. Fracasé todas. Pero la sexta vez crucé el umbral
y ya nada me detuvo. ¿Qué había cambiado? Posiblemente yo. Conquistaba el mundo
perdido y comprendía, con el temblor que provoca lo definitivo, que nunca
volvería al mundo ramplón de las certezas. Desde ese lado ordeno estos
recuerdos.
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