19 de mayo de 2016

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De entre las sábanas gastadas, el hombre emerge. La luz de la mañana se acurruca en los rincones. El cuerpo desnudo se pone de pie sobre un par de pantuflas. El asco también. Con pasos rápidos que intentan conjurar una urgencia, el hombre va al baño. Orina largamente. Después se mira en el espejo. Nada ha cambiado, pese a todo. Siente una súbita paz, un alivio frágil que  la voz que viene de la habitación resquebraja.
-Juan, ¿qué hora es?- dice la mujer con la voz opacada al otro lado de la puerta.
-¿Juan?- insiste.
-Estoy en el baño- contesta con impaciencia.
El silencio largo que sigue a sus palabras no lo calman.
Abre la llave de la ducha y espera de pie, con frío, a que el vapor del agua  le avise que puede meterse. Al entrar en la bañera siente de golpe la lluvia caliente. Se le pone la piel de gallina. Luego se jabona enérgicamente, tratando de lavar todos los resabios de sudor, de saliva y de otros humores que le manchan la piel y le dejan un resabio de cosa definitiva. Luego frota el jabón entre las manos hasta formar un nido de espuma. Lo coloca debajo de su sexo como si de un pájaro herido se tratase. Al contacto, tiene una leve erección. Recuerda la boca de la mujer. Trata de borrar ese recuerdo. Más que borrarlo, sepultarlo en lo profundo. Por un rato al menos.
Hoy voy sin falta.
Termina de bañarse. Se seca con una toalla limpia y blanca. Es importante sentirse como hace dos días. Ser quien era hasta hace dos días. Sale del baño con la toalla atada a la cintura. La mujer se ha levantado y ha salido hacia el living. Abre el placard y busca algo de ropa limpia. Mientras se sienta sobre la cama deshecha, para calzarse las medias y los pantalones, echa una ojeada furtiva al cajón de la mesa de luz, donde anoche mismo ha puesto el portarretratos, a las apuradas.
No debí haberme ido.
-Juan- la voz de la mujer, desde el living, lo urge a salir del cuarto.
La ve recostada en el sofá, fumando con los ojos entrecerrados. Una camisa suya no logra cubrir la desnudez. Es hermosa, joven aún y llena de vigor y de salud.
-Juan- dice la mujer-, calenté café. Vení. Sentate acá.
Con leves palmaditas la mujer le indica el espacio libre que ha dejado junto a ella. Sobre la mesa ratona, una bandeja sostiene la cafetera humeante y dos tazas.
-Tengo que irme- alcanza a decir él, pero de inmediato reconoce que es inútil, y es francamente mentira.
Ella sonríe como quien escucha la tontería de un niño. Él sonríe también, descubierto.
-Hace tanto que nos buscábamos. Al final nos animamos.
Hoy voy, seguro.
Se acerca a la mujer, que le sonríe. Va a tomar un cigarrillo pero ella lo frena.
-Tomá del mío- dice.
Fuman. Está nuevamente excitado. Está sano, su cuerpo responde lleno de vigor, rápidamente. No quiere reconocerlo, pero no es necesario. La mujer lo sabe. Él  siente a la vez asco y deseo. Eso la mujer no puede percibirlo.
Toman café.
-Tenemos todo el día para nosotros. Creí que nunca me lo propondrías
-Yo también creí eso- dice él.
-¿Cuánto hace que no me llamabas? ¿tres años, puede ser? Una eternidad.
-Una eternidad.
-Tengo el mismo número de milagro.
Solo un milagro...
La mujer se incorpora levemente y comienza a mordisquearle el cuello. Él siente cómo su sexo se pone rígido y se humedece.
-Fue una casualidad increíble que mi marido estuviera de viaje. Pero habría encontrado la forma. Habría venido igual.
El hombre se relaja, se afloja y tomando la cara de la mujer entre las manos la besa y saborea el amargo del café y del cigarrillo.
Voy más tarde, pero voy.
Ella lo desnuda, urgente; él apenas debe entreabrirle la camisa. La blancura del cuerpo de la mujer no es palidez; el calor del cuerpo no es fiebre; los latidos del pecho y la agitación no son taquicardia.
Afuera el día declina; es más largo y tibio desde hace quince días. El hombre lo ha ido comprobando cada tarde, al regresar.
Va a ser en plena primavera. En la primavera todo desborda de vitalidad.
Lo injusto de algunas cosas.  Demasiado, la última crisis.
Había buscado el número de la mujer –escondido en algún libro que no olvidó- y había llamado, sin esperanzas al principio. O con esperanzas de no hallarla. Pero ella respondió y lo hizo con  un entusiasmo tan excesivo que  él se sintió obligado a seguir adelante. Lo deseaba y lo temía.
La peor de las traiciones. Esperar unas semanas. Va a suceder, de cualquier manera.
Se encontraron justo después de que él saliera de hacer su guardia cotidiana.
No sé si mañana vengo. Bueno, vengo, te prometo.
La mujer sonrió complacida apenas lo vio entrar en el bar.
Sonrisas tan diferentes.
Le había preguntado por qué citarse en ese bar, siempre  lleno de gente desesperada, tan cerca de un sanatorio. Él no encontró mejor cosa que decir que trabajaba cerca.
-¿Y tu mujer?- había preguntado ella.
-Me separé- fue la respuesta automática.
Ella hizo una mueca: lo felicitó por haberse decidido a hacer algo que ella no se atrevía a hacer.
-Pero hablemos de nosotros- cambió de tema y él  dijo que estaba de acuerdo, que no convenía traer recuerdos amargos.
Todo había sido rápido. Después del café se fueron al departamento, donde él ya había borrado cualquier rastro; igual debió esconder de apuro el portarretrato de la habitación.
Ahora la mujer está vestida para irse. Ya es de noche y ambos han quedado agotados. Ella se despide con la mirada tierna, casi enamorada. Él representa como puede su papel de amante convencido.
-Te envidio- dice la mujer-. Yo nunca te hubiera llamado. Gracias. Espero que vuelvas a hacerlo. No esperes demasiado.
Esperar unas semanas. Va a suceder, de cualquier manera.
Le da un beso tierno y prolongado. Lo abraza y le mordisquea el cuello y suspira.
-Fue maravilloso.
Voy en un rato.
Ella se va y él cierra la puerta. Se siente satisfecho y hasta orgulloso. Y ha sentido poca culpa, a decir verdad. El placer es un gran consuelo.
Vuelve a sentarse sobre el sofá. Prende un cigarrillo y fuma dando profundas pitadas.
Nunca fumó ni nada.
Después de apagarlo contra el fondo del cenicero lleno de colillas, va a darse otro baño. No tiene sensaciones más allá del cuerpo. Se viste, se abriga y baja a la calle.
Ya voy.
La noche está tan agradable que podría ir caminando. Pero de pronto se siente apurado. Es un poco tarde.
¿Y si no me dejan entrar?. Sabe que, siendo quien es, puede pasar a cualquier hora.
Convendrá aparecer por la mañana, temprano. Por las veredas hay parejas caminando de un lado a otro, abrazados; o parados en las esquinas, besándose.
 Es injusto, pero tal vez no pueda entrar.
Baja del taxi dos cuadras antes de llegar. Prefiere caminar esos metros, aspirar el olor de la noche fresca de fines de invierno.
Va a ser en primavera.
Unos veinte metros antes recuerda que en una agenda vieja, una que tiene guardada detrás de una fila de libros, está anotado el número de Andrea. ¿Se acordará de él? Fue hace tiempo, pero siente que tal vez tenga una oportunidad.
Prometí que vendría. Pero no quiero.
Andrea, sí, la recuerda. Y tal vez tenga el mismo número aún.
La peor de las traiciones.
Pasa sin detenerse delante de las puertas corredizas de la clínica, rápido. Hace fuerza para no pensar, pero piensa. En el departamento está la agenda con el número de Andrea, que se va a acordar de él, que tiene el mismo número desde hace años y es bella y joven y está llena de vida. Es bueno que la clínica esté en esta parte de la ciudad porque siempre hay taxis disponibles.



Ariel 16-6-2008

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