23 de mayo de 2016

Operacion masacre, de Rodolfo Walsh

Vivimos en un frágil equilibrio, de suerte que cuando hay un exceso de ficción, aparecen los Hrönir que soñó Borges, y cuando la que se excede es la realidad, lo que aparecen son los libros. Tengo por la literatura testimonial una profunda desconfianza. Tal vez sea una desconfianza fundada en su pretensión de verdad. El hecho de que finja que no finge me molesta, para qué voy a decirlo de otra forma. Cualquiera sabe que la verdad es discursiva. Los hechos son mudos. Y no vale más un discurso que otro por su supuesta adecuación al mundo, a un mundo que andá a saber por dónde empieza. Ha llegado a tanto mi rechazo, que a veces con que digan “basado en hechos reales” me basta para huir ¿Qué se pretende con ese comentario si no es dotar al texto de un plus que deja a todos los demás –al Quijote, pienso, a Flaubert, a Salgari- como simulacros, de moral aguada; tristes gestos que, digan lo que digan, huelen a mentira. No leí muchos textos “basados…bla bli blu”. Los pocos que abordé, una de dos: o me parecieron buenos textos o no. Del mundo que mentaban nunca quise acordarme. Pero Operación Masacre es otra cosa. Porque es un hecho en sí mismo. Es un libro, más que un texto. Un acontecimiento. Sin exagerar, uno muy importante de nuestra  historia contemporánea. Y como todo acontecimiento, es profuso y de bordes nebulosos. Dónde comienza ese libro, dónde acaba. Imagino a Walsh escribiéndolo, febril, indignado y con miedo, y esa imagen, lo sé, es parte indisoluble de las páginas que firma. Lo imagino atravesado por los balazos en el ’77, y es lo mismo. Todo eso es Operación Masacre, no sólo la investigación de los fusilamientos de León Suárez. Es un libro denuncia, un libro testimonio, un libro que juzga, un libro que condena. Walsh produce un acontecimiento tan potente, que su fuerza, paradójicamente, lo expulsa de cualquier canon argentino. Operación Masacre queda solo, libro monstruo, y todos los demás lo contemplan y lo odian por ser tan absoluto. Echeverría escribió y se lo dejó guardado,  Sarmiento escribió desde el exilio, Hernández se acomodó a las circunstancias. Los otros son apenas tibios. El gesto de Walsh me recuerda el de aquel personaje “pobre diablo” que “se lo tomó demasiado a lo serio”.  Y arruinó la carrera futura de muchos escritores comprometidos. No debería recomendar su lectura. Todo lo que se haga o diga después de Operación Masacre con pretensión de compromiso social, es un remedo infantil. Lo leí por primera vez durante las cuatro horas de un teórico de lingüística que Martín Menéndez había convertido en un bonito café-concert; y las risas que se sucedían me empujaban cada vez más lejos, cada vez más adentro de un libro que me disminuía como miembro de la sociedad. Cuando lo terminé entendí que un libro como ese es una especie de Hrönir en el universo de Tlön, una anomalía que revela la espantosa continuidad de los parques.

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