Vivimos en un frágil equilibrio, de suerte que cuando hay un
exceso de ficción, aparecen los Hrönir que soñó Borges, y cuando la que se
excede es la realidad, lo que aparecen son los libros. Tengo por la literatura
testimonial una profunda desconfianza. Tal vez sea una desconfianza fundada en
su pretensión de verdad. El hecho de que finja que no finge me molesta, para
qué voy a decirlo de otra forma. Cualquiera sabe que la verdad es discursiva.
Los hechos son mudos. Y no vale más un discurso que otro por su supuesta
adecuación al mundo, a un mundo que andá a saber por dónde empieza. Ha llegado
a tanto mi rechazo, que a veces con que digan “basado en hechos reales” me
basta para huir ¿Qué se pretende con ese comentario si no es dotar al texto de
un plus que deja a todos los demás –al Quijote, pienso, a Flaubert, a Salgari-
como simulacros, de moral aguada; tristes gestos que, digan lo que digan,
huelen a mentira. No leí muchos textos “basados…bla bli blu”. Los pocos que
abordé, una de dos: o me parecieron buenos textos o no. Del mundo que mentaban
nunca quise acordarme. Pero Operación Masacre es otra cosa. Porque es un hecho
en sí mismo. Es un libro, más que un texto. Un acontecimiento. Sin exagerar,
uno muy importante de nuestra historia
contemporánea. Y como todo acontecimiento, es profuso y de bordes nebulosos.
Dónde comienza ese libro, dónde acaba. Imagino a Walsh escribiéndolo, febril,
indignado y con miedo, y esa imagen, lo sé, es parte indisoluble de las páginas
que firma. Lo imagino atravesado por los balazos en el ’77, y es lo mismo. Todo
eso es Operación Masacre, no sólo la investigación de los fusilamientos de León
Suárez. Es un libro denuncia, un libro testimonio, un libro que juzga, un libro
que condena. Walsh produce un acontecimiento tan potente, que su fuerza,
paradójicamente, lo expulsa de cualquier canon argentino. Operación Masacre
queda solo, libro monstruo, y todos los demás lo contemplan y lo odian por ser
tan absoluto. Echeverría escribió y se lo dejó guardado, Sarmiento escribió desde el exilio, Hernández
se acomodó a las circunstancias. Los otros son apenas tibios. El gesto de Walsh
me recuerda el de aquel personaje “pobre diablo” que “se lo tomó demasiado a lo
serio”. Y arruinó la carrera futura de
muchos escritores comprometidos. No debería recomendar su lectura. Todo lo que
se haga o diga después de Operación Masacre con pretensión de compromiso social,
es un remedo infantil. Lo leí por primera vez durante las cuatro horas de un
teórico de lingüística que Martín Menéndez había convertido en un bonito
café-concert; y las risas que se sucedían me empujaban cada vez más lejos, cada
vez más adentro de un libro que me disminuía como miembro de la sociedad.
Cuando lo terminé entendí que un libro como ese es una especie de Hrönir en el
universo de Tlön, una anomalía que revela la espantosa continuidad de los
parques.
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