26 de diciembre de 2020

 

El hijo

 

En mi casa armábamos todos los años el arbolito. Teníamos uno viejísimo que les habían regalado a mis padres con motivo de su primera Navidad, y que, a juzgar por ciertos comentarios, no era de primera mano. Pero mi papá odiaba las fiestas, y sobre todo la Navidad. Siempre me pregunté cuáles serían los motivos, y las respuestas fueron siempre insuficientes. Supongo que sucede así, y que para él no era diferente. Detestaba en realidad muchas cosas, que las así llamadas Fiestas,  en esos días calurosos, de un calor insoportable a decir verdad, implicaban, cuando, además del cansancio propio de todo un año de trabajo, había que someterse a la locura colectiva. Las dos fiestas, pero sobre todo la Navidad. Recuerdo que, las semanas anteriores a la nochebuena, mientras con mis hermanos y mi mamá armábamos el arbolito y hacíamos colgantes con vasos de yogur y papel glasé, mientras hacíamos el pesebre y mamá volvía a decir que su primer hijo había nacido rubio, y nos reíamos porque era algo difícil de creer, y colocábamos las imágenes de yeso, sin el niño Jesús -porque él llegaba a la hora del brindis-, papá, que muchas veces nos ayudaba con el establo, porque sentía por la madera y la carpintería un amor genuino, volvía de trabajar todos los días malhumorado. Sus comentarios, que hacía entre mate y mate, cortando o clavando maderitas, indefectiblemente, tenían que ver con los precios de las cosas, que aumentaban hasta lo inverosímil; con el oportunismo de los comerciantes, raza vil que sólo piensa en acumular; con la crispación de las señoras, que volvían, como mi papá, de trabajar, cargadas de paquetes de regalos baratos –livianos pero voluminosos- y alborotaban el colectivo con sus maniobras; con los parientes que vendrían, si es que vendría alguno, a festejar, simulando un afecto para la ocasión, y a los que había que hacer regalos, comprados o a mano como nuestros vasitos de colores. Tarde o temprano, los mandatos del consumismo hacían estallar a papá.

Pero a mí me parecía que su enojo exagerado pretendía disimular otros motivos, que sospechaba más hondos. “Por qué no nos dejarán en paz”, se quejaba él; “Si no hacés lo mismo que todos, te miran raro”.

Ése era el asunto. Porque ser mirado como un “raro”, ser mirado de mala manera, a pesar de que uno tuviera la convicción de estar haciendo lo correcto, era la génesis de todos los males. Mi papá sabía de eso. Él, que no había conocido a su padre biológico, debió ser, durante toda su infancia, el mal mirado; el hijo bastardo que recibió la gracia de un hombre superior, su padre de crianza, al que no le importó su origen, y le dio su apellido y su cariño hasta donde pudo, porque murió muy joven. Ese pecado, original no por insólito sino por haberlo cometido sin moverse, sin hacer, de hecho, nada, ese pecado original había marcado a mi papá para siempre. No había bautismo que pudiera borrarlo. El drama de venir de una madre díscola y de un hombre oscuro, de condición y de piel, de haber tenido que sufrir, todos los días de su infancia, frente al espejo, un rostro parecido al de un perfecto extraño, y soportar en la calle la miradas de los otros, eran cosas de las que mi papá no podía hablar; hacía apenas algunas referencias inconexas, cada tanto. Esas cosas yo las había ido averiguando a instancias de mamá, que me las contaba en voz baja, cuando él estaba ausente.

Quizá por eso mi papá tenía tan alta valoración de la paternidad. Se jactaba de haberse cuidado siempre para no tener por ahí “pedazos” de sí mismo, creciendo en soledad y vituperio. Por eso haber traído al mundo a sus propios hijos, haberlos traído y aceptado y criado y querido  era para él la oportunidad, si no de redimirse, al menos de evitar la perpetuación de la falta ¿Y qué fecha más sensible para un padre que la Navidad?

Papá nunca fue católico, o lo fue vagamente, pero conocía, desde luego, la historia que sus hijos recreábamos en el pesebre año a año, con ese Jesús bebé, ausente hasta la nochebuena, su madre, la virgen María, y su papá, José.

Su papá José, que no era, hablando claramente, “su papá”, sino uno que lo recibió, como un hombre superior, y le dio su protección y su amor y le legó, años después, su oficio. Pero ese niño, rubio en el pesebre, circundado por una María rubia, como él, y un José moreno y putativo, conocía muy bien a su propio Padre, creador de los padres y los hijos, creador del mundo, la Navidad y los comerciantes, creador, para decirlo breve, de todo. Ese niñito, como hijo de dios, nada tenía de bastardo, ningún pecado original lo manchaba, ningún destino de obrero negro malpago le esperaba, sino el poder y la gloria eternos, no importa que un poco tuviera que sufrir, quién no. Ese niñito nunca se parecería a mi papá.

Era a José a quien él observaba atentamente, ese obrero de verdad, algo mayor, anónimo y pobre, que se vio un día casado con una mujer cuya primera infidelidad lo hizo padre; José, el carpintero, al que quisieron consolar con el cuento del espíritu santo y blabliblú. Ese carpintero agitaba en mi papá un terror propio, que ya debía haberse sosegado, pero que la Navidad actualizaba: el miedo a la estafa, y peor, a la obligación de aceptarla sin chistar, como pago de la deuda con su padre adoptivo.

Porque aunque sus hijos estábamos ahí, sobre una vieja alfombra, haciendo adornos para el arbolito; aunque él acompañó a su mujer, ya no virgen, durante cada embarazo y asistió a los nacimientos, el primogénito, cuyo pelo por fortuna se fue oscureciendo y ondulando, después de haberlo obligado a dar enojosas explicaciones frente a las señoras en la calle, que cuestionaban su paternidad, ese primer hijo había nacido, para ocasionarle tristes reflexiones, un veinticinco de diciembre; y la mamá de ese niño, su mujer tan modosita, había barajado, para el niño navideño, entre otros menos rotundos, el nombre de Jesús, un nombre que mi papá podía interpretar como señal nefasta, como acertijo ladino, que lo obligaba a colocarse en el lugar de José, el carpintero engañado, que ya mismo podía ir tallando su cornamenta en madera de peteribí.

Los terrores, quién lo duda, son insensatos. En eso radica su condición aterradora. A veces, cuando uno consigue nombrarlos, se aplacan, disminuyen o se van. Mamá, por suerte, ingenuamente, ayudó a papá a espantar el miedo, accedió a sus ruegos y cambió el nombre poderoso de Jesús por el Ariel más prosaico. Qué nombre más insulso, habrá pensado mamá; no significa nada, no tiene ningún significado para nadie.