11 de diciembre de 2020

 

En la casa


Tenemos la suerte de que la casa sea grande. No podríamos imaginar la vida que llevamos de otro modo. Vemos lo que ocurre en los edificios cercanos, y bendecimos nuestra buena estrella. Tres plantas, un patio, terraza y mirador. Es mucho más de lo que se puede pedir en esta ciudad. Será por eso que llevamos el encierro con cierto alegre alivio. Antes de todo esto teníamos un vínculo, convencional y negligente. Sin embargo, aceptamos la convivencia y aprendimos a domesticarla. Distribuimos los espacios, establecimos normas de buen uso, colgamos cartelitos de las puertas, ajustamos los horarios. Todo lo hicimos según las necesidades individuales, siempre complicadas. Hubo roces, pero el tiempo hizo lo suyo y en estos largos meses moderó las pasiones, estrechó los lazos, los ajustó hasta suavizar nuestras diferencias. El roce cotidiano raspó la epidermis y abrió nuestros poros como brazos. En el verano pasado se apagaron las últimas manías, y así, deseos y necesidades confluyeron en un estuario común. Por fortuna, la casa produce una sensación de confort que vuelve todo más simple, como si no hubiese puertas, corredores, escaleras, y un único salón no envolviera.

Igual que a muchos, al principio el confinamiento obligado nos trajo cierta exaltación, causada por la novedad; por más insólita que sea, una novedad siempre emociona. Pero a los pocos meses el entusiasmo entró en un lánguido declive, y después, cuando toda actividad se hizo más lenta, una molicie se apoderó de todo, y la dejamos extenderse.

Pero todavía queda lugar para la sorpresa. A veces, cuando la chispa se enciende, del juego, de la risa o el amor, sentimos que se despabila algo, algo para lo que no tenemos nombres, parecido a la ansiedad por cosas dulces. Pero es efímero y pronto nos vemos otra vez dando vueltas por las galerías, entregados a minucias que no nos brindan ya mayor consuelo, mirando los carteles de las puertas, con esos nombres -Emilia, Dioneo, Marcia- que podemos leer pero que ya no sirven para llamarnos.

Pasamos muchas horas en las ventanas altas, contemplando la ciudad sombría y, cuando no podemos dormir, prestamos atención a los sonidos de la madrugada, en busca de un pliegue en la uniformidad, que nos recuerde el tiempo: un grito, un disparo, un cambio en la voz de los megáfonos, un suicida que salta de su balcón. Ahora es difícil que estas cosas nos conmuevan, pero a veces ocurre, y ese movimiento interior es dulce, no importa si produce risa, angustia o miedo; pero no tenemos con quién compartirlo, porque estamos solos en la casa, nadie entra y no salimos a comprar más que lo indispensable, con la mirada baja y los pasos ágiles.

La mayor parte del tiempo, para qué negarlo, estamos tristes. Aunque si la noche es clara y la brisa anima un poco el brillo natural de las estrellas, subimos al mirador de la casa a oler el aire, a sentirlo puro en medio del contagio, a endulzar la pena.

La radio nos conecta con la amargura cotidiana: el colapso sanitario, las terapias fallidas, la cifra de muertos; pero también nos ha permitido conocer los rumores: se dice ahora que la estabilidad de la plaga permite abrigar esperanzas; que esto se termina, se dice; que se prevé el fin del encierro para dentro de unos meses. Un nuevo entusiasmo fácil corre de balcón a balcón, como ha ocurrido tantas veces por cosas diferentes. Conocemos lo que sigue, y no compartimos el fervor general.

Se habla mucho de volver, de recomenzar, cuando esto se termine. Algunos han usado sin pudor la palabra renacer. Creen demasiado en una vida que llaman suya, como si fuera un sendero, trazado de antemano, que quedó por ahí, escondido pero el mismo de siempre, amarillo y seguro.

En cambio, nosotros no sabemos ya qué vida es la que hay que recuperar, porque la que tuvimos se disolvió. Nadamos en un barro chirle, más parecidos a grumos que a peces. Pero algunas noches, en el mirador, cuando la luna sale y está llena, nos da por recordar los nombres, que siguen colgando en las puertas de los cuartos –Emilia, Proteo, Neifile-, los viejos nombres con los que amigos y padres nos conocían; entonces los repetimos en voz alta, con nostalgia; pero también con esperanza: que el día que volvamos a salir los recuperemos sin mezclarlos; que podamos abrazarlos para volver a decir “yo”; que ninguno se interne sin brújula en la tierra inexplorada.

Acá lo leo