13 de agosto de 2008

PROYECTO DE NOVELA

El nudo



IX


Había algo que por esos días me inquietaba, aunque para mí fuera algo que apenas tomaba la forma de una pregunta, cándida casi: ¿Por qué el padre de Lidia no había conseguido otra mujer en todos los años que llevaba separado? Entonces me decía que probablemente se debiera a que no quería enredarse con nadie que terminara dejándolo como había hecho su esposa, o que no podía conseguir a nadie en el estado lamentable en que solía encontrarse, o que simplemente estaba mejor solo. Estuve una vez a punto de preguntarle a Lidia, pero después de lo que ella me dijera, que no hablara de su padre sin conocerlo como ella lo conocía, supuse que lo mejor era quedarme con la duda. Pero una vez pasó algo que me hizo entender un poco más todo.
Estábamos en la plaza, recostados a la sombra de un árbol. Las clases habían empezado hacía poco y el clima aún era cálido. Yo me había adormecido, la cabeza apoyada en su regazo; ella me acariciaba la cabeza como se haría con un niño y pensaba en algo. Pero de repente me despabilaron sus dedos, que dejaron de acariciarme y se paralizaron de un modo tal que yo pude sentir la tensión enredarse en mi pelo. Me incorporé y vi, tras el velo de la somnolencia, una pareja que pasaba por la vereda del frente. Como me detuve a mirar a la mujer, gorda y desaliñada, vestida con colores estridentes y que daba risotadas explosivas, no observé que el hombre se tambaleaba, borracho, y que era el padre de Lidia. Entonces volvió a mi mente automáticamente la pregunta que venía haciéndome y sólo atiné a sentir un breve alivio, porque juzgué que lo que veía me daba una respuesta, aunque en verdad no hubiera podido darle forma. No pensé en Lidia, que miraba para otro lado y hacía como si no viera nada. De cualquier manera, la tensión se adivinaba sin mucho esfuerzo y entonces, más despierto, traté de manejar la situación lo mejor que pude. No dije nada y me acurruqué contra ella como si estuviera desperezándome, buscando las partes blandas de su cuerpo, los huecos más tibios. Ella aceptó mis caricias al principio, y se fue relajando un poco; pero yo, que sentí crecer mi deseo, intenté llevar las cosas más lejos, traté de tocarla y de besarla en zonas que hasta entonces me estaban vedadas. Por un instante sentí que ella me lo permitiría, por un instante estuve seguro de que por fin llegaba el momento en que Lidia sería mía por completo –ni se me pasó por la mente que yo podría ser suyo- y avancé. Pero ella volvió a tensarse de súbito, me apartó, se levantó y se fue corriendo, alejándose violentamente de mí, del lugar en el que estábamos y de lo que acabábamos de ver.




“Ese tipo”, dice Elsa, “era el hijo de puta más grande que vi en mi vida. Una larva como no te imaginás. Date cuenta que vivía de la guita que la ex-mujer le mandaba para la hija y a la pobrecita la tenía de sirvienta. Decían algunos que de tanto en tanto llevaba al rancho roñoso que tenía, alguna puta vieja. Esa pobrecita debió haber visto cada cosa. Así que, como te decía, venía al municipio a reclamar por ese hermano que nunca supimos quién era, que seguramente era un invento o un delirio suyo. Una vez un compañero se cansó y quiso sacarlo a patadas pero, mientras se le acercaba, el tipo se vino abajo del pedo. Al final hubo que sacarlo a las rastras. Primero te daba bronca y después lástima.”
“Vos imaginate”, dice Elsa, “que a mí me preocupaba la chica. Las asistentes sociales tenían cada caso de violación, abuso, violencia y qué sé yo qué más que no tenían tiempo de ocuparse de este problema que, la verdad, era nada en comparación con los otros; porque borrachos hay en todos lados, ¿entendés?. Pero yo pensaba en Lidia porque la conocía del barrio y siempre me pareció una chica tan sufrida, tan buena”, dice Elsa y se queda en silencio como para marcar una relación de causa-consecuencia entre los términos. “Chicas así ya no se ven, las de ahora son unas locas; están perdidas; casi todas las que están en la miseria se quedan ahí para siempre, lo único que saben hacer es embarazarse. Tenés que verlas”, dice como si yo fuera un turista al que se le explican las curiosidades del lugar, “ya no tienen conciencia de nada; están en otro mundo. Pero a mí siempre me pareció que Lidia era diferente, no sé. Una chica con un futuro mejor, ¿ves? Estaba para otras cosas, no para enterrarse para siempre en la miseria que tenía alrededor. Yo me daba cuenta de sólo verla, que ella era muy inteligente, muy despierta, no estaba embrutecida como éstas que te digo. No, Lidia era muy gauchita y a mí me partía el alma ver que nadie le tendía una mano para sacarla del rancho ése, donde vería cada cosa. Por eso, cuando me fui a la ONG, lo primero que pensé fue en ayudarla de alguna manera. Yo vi que vos y ella se habían puesto de novios y para serte franca me alegré. Vos no sos como ella, vos tenías claro desde el principio que no ibas a quedarte en el mismo lugar que tus viejos aunque vivieras cómodo, que tenías que progresar. Por eso me alegré, porque sabía que le ibas a mostrar a Lidia que se puede pensar en serio en otra manera de vivir, que la ibas a ayudar mucho. De todas manera quería tirarle una soga desde la ONG. Pero al final resultó que necesitaba una ayuda que no podíamos darle”, dice Elsa y noto que ese nosotros me incluye también a mí.




La noche del mismo día en que vimos a su padre con esa mujer, Lidia vino a casa, tarde. Yo estaba por acostarme y oí que llamaban desde la vereda con tres palmadas y supe de inmediato que se trataba de ella. Quise hacerla pasar pero prefirió quedarse afuera y me preguntó si no podíamos hablar un poco. Me pareció raro pero avisé que Lidia había venido y que íbamos a dar una vuelta y salí.
Que ella estuviera allí a esa hora era atípico. No porque hubiera venido de noche, sino porque se aparecía después de haberse ido esa misma tarde sin despedirse, repentinamente, como enojada. Tampoco era la primera vez que hacía una cosa así. Pero nunca antes había vuelto. Siempre la buscaba yo, incluso cuando peleábamos y era ella la que terminaba pidiéndome disculpas. Lo cierto es que su aparición nocturna me hizo pensar que algo realmente grave había sucedido –estaba por suceder, en rigor, pero eso no lo sabíamos- y que ella venía a compartirlo conmigo.
Caminamos unas cuadras en silencio. Ninguno de los dos decía nada. Había en el aire un olor confuso de árboles, polvo y comida caliente. La luna estaba creciente, pero unas nubes la taparon y quedamos al amparo de los escasos faroles que algunos vecinos colgaban de los postes de luz. Además de algunos perros aquí y allá, nada más había en la calle. De tanto en tanto, un ráfaga corta de viento levantaba breves nubes de tierra que a veces se arremolinaban haciendo volar en espiral algunas hojas secas.
Todo era súbito, inesperado, y duraba lo que un suspiro. Yo tenía la sensación de que no había lógica en lo que observaba, estaba como atontado por los fragmentos de lo real que me llegaban inconexos y, acaso, más verdaderos. Incluso el rostro de Lidia era su rostro y luego su pelo revuelto y sus pies acompañando mis pasos y la tibieza de su mano envolviendo la mía.
Confundido, no me di cuenta de que habíamos llegado a la entrada del galpón abandonado. Estaba como siempre, con su portón de madera abierto de par en par, con sus cajas misteriosas apiladas en el interior, y nada más.
Entramos de la mano, ella como arrastrándome al interior, como si tuviera urgencia por decirme algo importante. Nos sentamos en el rincón más profundo y oscuro. Había allí unas bolsas de arpillera vacías, fláccidas, desparramadas sobre el suelo de tierra.
Lidia parecía a punto de hablar, pero callaba, no se atrevía a decir lo que quería y yo no sabía cómo alentarla a hacerlo. De repente comenzó a llorar, no sé si de tristeza o de bronca o de miedo. Me dispuse a consolarla con abrazos y con besos, como siempre. Pero ella respondió a cada caricia de un modo inesperado. Casi podría decir que se abalanzó sobre mí, aún llorando, y me besó con una ansiedad que no le conocía, mientras sus manos me tocaban sin ningún pudor.
Es curioso lo egoístas que podemos ser; durante todo el tiempo que estuve con ella lo único en que pensé fue en saciar mi propio apetito, dejando de lado con insólita facilidad el torbellino de preguntas que se me agolparon en la mente, conteniéndolas tras un dique que tenía la forma de una sólida respuesta: Lidia y yo haríamos el amor por primera vez.

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