16 de agosto de 2008

PROYECTO DE NOVELA

El nudo





X


“No me mires como si te estuviera echando la culpa de algo” dice Elsa y lo hace sin rencor: naturalmente, se diría, sin cambiar en nada el tono confidencial con el que viene contándome todo, “no te culpo de nada, vos te fuiste porque no te quedaba otra, eras chico todavía y tus padres no te iban a dejar quedarte. Pero cuando ustedes se fueron dije pucha, qué va a ser de esta chica ahora. ¿Cuánto tiempo había pasado del incendio? ¿Dos meses? Nada, casi”, dice Elsa, “hacía poco que me había ido de la Municipalidad, así que me enteré como vecina, como todos, y sólo tuve datos de vecina, ¿entendés?”. Hace una pausa como para organizar mejor sus ideas. Se queda mirando hacía ningún lugar y da un profundo suspiro antes de seguir. “Después de que te fuiste”, dice Elsa y se detiene y se corrige, “después de que se fueron ustedes, yo me acerqué a Lidia. La paré una vez que la vi pasar por aquí, por el frente, y le dije que yo te conocía y que ahora trabajaba en una ONG y que si necesitaba algo que me viniera a ver, le dije los horarios, el lugar y todo. Ella parece que al principio mucho no me confió, pero al final vino. Vino a verme y me contó un poco de su vida. No mucho, no creas, supongo que a vos te habrá contado más cosas. Pero me contó cosas y yo me di cuenta enseguida que le pasaba algo feo que no sabía explicar...Mirá, te juro que por un momento pensé que pasaba algo con el padre, que el borracho ése la tocaba o le hacía cosas...” Ahora la voz de Elsa se crispa levemente y hace una pausa realmente grande, tanto, que por un momento parece haber olvidado para qué estoy acá. “Disculpame”, dice, “disculpame; me quedé pensando...No te imaginás cuántas veces le di vueltas al asunto. La gente con la que trabajaba, en ese momento y con la que sigo trabajando, me decía que no, que no había nada de lo que yo pensaba, que no me hiciera tanto problema...y también tenían casos mucho más graves que atender. Siempre hay cosas más graves pero para mí era grave ver a esa chica como trabada, viste, como trabada en algo que, desde que te fuiste, nadie iba a poder destrabar” dice Elsa y se ríe repentinamente, con una risa corta y nerviosa, “parezco la curandera del arroyo, Tenés una traba, m’hija”, se ríe Elsa y yo la acompaño por cortesía.
“Pero lo que quería contarte pasó más tarde, como uno o dos años después de que ustedes se fueran”.






Cada vez que pienso en mi debut sexual no puedo dejar de estremecerme levemente; tan intenso fue, y no es porque nunca después haya tenido experiencias objetivamente –si puede haber objetividad en esto- más intensas, sino porque mi primera vez con Lidia fue también la última y porque era ella y no otra.
Esa noche, después del amor, nos habíamos quedado abrazados, en silencio, transmitiéndonos aún el temblor de nuestros cuerpos, que no acababan de entender del todo la dulce violencia a que los habíamos sometido. Ella tenía su cabeza apoyada sobre mi pecho y yo podía oler el perfume de su pelo, en el que quería hundirme y desaparecer: ésa era la sensación exacta.
-Ya no sé cuánto hace que quería hacer esto- dijo de pronto, en un susurro apenas audible.
-Yo también- le respondí-, pero vos no me dejabas.
Se irguió un poco y me miró.
-Tenía mucho miedo de desearlo, porque siempre pensé que era algo horrible- dijo.
Pensé en ese momento, recuerdo, en su padre y en la mujer grosera con la que lo habíamos visto esa tarde. No supe qué decir y preferí quedarme callado, no me sentía con ánimos de invocar a su padre en aquel momento y ya el sólo hecho de haberme acordado de él me irritaba.
Permanecimos así como una hora. Cuando salimos, abrazados como por primera vez, caminamos lentamente hacia su casa. Sentía que algo se había desanudado en ella, que ahora estaba menos tensa, como si hubiera soltado de pronto algo a lo que se aferraba tenazmente. Ni remotamente pensé que un nudo fuerte se estaba atando en mí.
Caminamos otra vez por las calles de tierra y como el viento había cambiado de dirección no tardamos en oler el humo. Llegaba de lejos y a poco que miramos vimos el resplandor que se erguía como una cúpula luminosa en medio de la noche, detrás de los árboles. Lidia intuyó inmediatamente de dónde venía.
Me soltó y echó a correr como enceguecida, yo la seguí como pude, mientras barajaba en mi mente las posibilidades de lo que podía haber ocurrido. No necesitamos llegar del todo para ver, espantados, que la casa de Lidia era una sola cosa de fuego y humo negro, más negro aún que la noche.
Los recuerdos que tengo de ese momento son confusos. Gritamos, corrimos en busca de ayuda, regresamos una y otra vez para ver, impotentes, el horrible y bello espectáculo de las llamas victoriosas que competían con la humareda en caracoleos caprichosos, a merced de un viento que no sólo no se detenía, sino que aumentaba su fuerza, creciendo como una tormenta marina, como esforzándose por llevar al paroxismo la visión cautivante que nos ofrecía. Los vecinos no vinieron o llegaron demasiado tarde y nada hubieran podido hacer. La precaria construcción se deshizo en pocos minutos, disuelta, más que consumida, por las llamas. Nada quedó. Aunque decir nada es exagerar, siempre hay algo en un sitio, aunque pueda decirse de eso: no es nada; las cenizas se amontonaban a un lado y otro, en cúmulos humeantes, en montículos de brasas de los que, aquí y allá, surgía algún hierro retorcido e incandescente. Los que se habían acercado miraban enmudecidos, eran como mojones en el medio del campo, apenas señalaban el lugar de la catástrofe. Lidia, que había caído de rodillas y que miraba sin rezos en sus labios lo que había sucedido, tenía las mejillas mojadas por las lágrimas más silenciosas que he visto nunca. Todos los que estábamos allí, de pie, señalábamos el lugar de su tragedia.
El primero que fue a revolver, impasible, entre las cenizas, fue Tancredo.

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