19 de agosto de 2008

PROYECTO DE NOVELA






El nudo




Últimos dos capítulos






XI


Elsa hace la pausa más larga de toda la tarde y mide mi expectativa, va a entrar en el nudo, el corazón de su historia. “Te lo cuento porque sos vos, que la conociste mucho a Lidia”, dice, “solamente porque creo que merecés saberlo. Después de que ustedes se mudaron, después de que ella ya no te tuvo más, andaba como perdida. No era la chica de siempre. Yo me di cuenta enseguida, imaginate, tantos años de verla crecer y hacerse mujercita...y además ya te conté que hablé con ella algunas veces. Me contó cosas sueltas, pedazos de su vida que no me dijeron demasiado; cosas de su mamá, del padre...le pregunté por su tío y me contó que el padre hablaba de él cuando estaba borracho pero que ella no lo conocía y pensaba que era todo un invento. Ahí me enteré también de lo mal que le había hecho que vos te fueras. No me lo dijo así, pero me di cuenta. Ella había pensado que se iban a ir juntos, a hacer una vida juntos. Pero, bueno, las cosas pasaron de otra manera. Yo me acuerdo que la miraba, la miraba...¿vos te diste cuenta de la mirada que tenía esa chica? Triste ¿no? Muy triste, de eso me acuerdo. Quería irse, lo decía todo el tiempo, pero no se iba; se quedaba en ese galpón, ¿te acordás? Al final no fue por unos meses, se terminaron instalando ahí, nomás ¿Dónde iban a ir, si no tenían nada? Pero ella no quería más. Igual, dónde iba a ir a parar si no tenía a nadie, pobrecita”, dice Elsa y me mira para ver si ha logrado conmoverme, aunque más no sea con la culpa que debería sentir por haberla abandonado, porque esa es la palabra que evita todo el tiempo decir. “¿Dos meses, más o menos?”, pregunta y asiento porque ya sé a qué se refiere, “Sí, dos meses, más o menos, después del incendio, ustedes se fueron. Fue muy repentino. Los trabajos son así ¿no? Yo pensaba por un lado qué suerte y por el otro dejar todo... Pero sé que les fue bien y después, cuando supe que dabas clases en la escuela dije volvieron, pero ya se instalaron en otra parte. Bueno, al final ellos se terminaron quedando mucho tiempo ahí; si habían perdido lo poco que tenían. El padre no se hizo mucho problema, vos viste, se sentía como en casa. Pero ella le siguió diciendo el galpón, no quería habituarse. Igual no te voy a contar cosas que ya sabés”, dice Elsa que se pierde y trata de recuperar el hilo tenso de su historia, porque nota que mi atención decae. “Al final Lidia y yo nos hicimos medio amigas; es un decir, porque ella era más bien cerrada y no hablaba mucho. Venía cada tanto a verme al local de la ONG y me cebaba mate. De vos no hablaba, ni de su padre. En realidad no decía casi nada y yo tenía que darme cuenta de lo que le pasaba por gestos que hacía o por palabras que decía cuando le preguntaba o le contaba algo. Si no, venía, saludaba, preparaba el mate y se sentaba a cebar. Después supe que se venía para el local cuando el padre llevaba alguna puta al galpón. Pobrecita, tener que ver esas cosas.”
Hace una nueva pausa y da un profundo suspiro antes de continuar.
“Un día la vi con un chico”, dice Elsa y espera alguna reacción mía; “obviamente no era un amigo porque con los amigos no se hacen ciertas cosas” se explaya, por si no entendí. “No lo vi muy de cerca, pero parecía un chico bastante lindo, bien vestido, bueno” dice y vuelve a establecer relaciones de causa-consecuencia; “¿querés que te diga la verdad? Me puse contenta, ¿para qué te voy a mentir? Me alegró que Lidia volviera a confiar en sí misma, que volviera a soñar, ¿viste? No era una chica para estar sola. No sería una diosa de esas de la tele pero tenía su encanto. Bueno, vos sabés” dice. “Estuve un tiempo tratando de que ella viniera y me lo contara, pero las pocas veces que ella apareció no dijo nada. Raro, una chica de ¿cuántos? ¿dieciocho? Que ande escondiendo un novio. Además, por lo que hacían en pleno día no me quiero imaginar de noche” dice Elsa y se ríe y se sonroja y se pone seria. “Al final, con tirabuzón tuve que sacarle la novedad. Ahí me contó que el chico ése era un amor y que la adoraba y que la iba a ayudar a irse. La vi con tanto entusiasmo que no quise decirle que nunca confiara mucho en promesas de varones, que una vez que consiguen lo que quieren, si te he visto, no me acuerdo” dice, sin ninguna intención. “La dejé que mantuviera la esperanza porque una no es quién y a lo mejor...¿viste? Pero se me ocurrió preguntarle si el padre sabía algo de todo eso. Y ahí sí que la vi de otra manera, como nunca me hubiera imaginado. Ahí me di cuenta de que ella era capaz de cosas grandes, que tenía una voluntad de hierro, que era realmente especial. Casi miedo me dio. Me miró a los ojos y me dijo: ‘Es el único al que le quiero mostrar que no estoy sola’. Vos decime si yo entendí mal, pero esa chica venía tramando algo desde hacía tiempo.”



XII


Nunca supimos qué había causado el incendio. Pero el último que había estado en la casilla era el padre de Lidia, que apareció a las horas –cuando muchos lo creíamos calcinado- deambulando por la calle, hablando solo, a los gritos, borracho como siempre, y no pudo responder ni en ese momento ni en otro. Así que nos convencimos de que había sido algún descuido mínimo lo que causó tamaño desastre. De cualquier manera no importaba, no hubo que lamentar vidas y en cuanto a las pérdidas materiales, la solidaridad de los vecinos alcanzaría para cubrirlas holgadamente.
Pero algo extraño ocurrió en Lidia cuando se enteró de que su padre no había muerto. Yo la había sacado pronto de la escena escalofriante que estábamos viviendo para llevarla a un lugar a resguardo de los curiosos y de las cenizas. No recuerdo quién nos acercó una manta con la que la cubrí. Me quedé junto a ella, sentados los dos en una vereda cercana, mientras los vecinos, seguros de que nada podía hacerse ya y de que había que madrugar al día siguiente, regresaban lentos y bostezando a sus casas. Estuvimos un largo rato sin decir palabra. Yo la abrazaba para consolarla, pero Lidia no estaba llorando. Finalmente alguien llegó corriendo hasta donde estábamos, para contarnos, entre sorprendido y excitado, que el padre de Lidia estaba a cuatro cuadras, lo más bien o, bueno, borracho como siempre, pero bien, que era lo más importante, según dijo. Ella recién entonces comenzó un llanto lento y profundo, que venía de muy lejos y que fue creciendo hasta convertirse en un verdadero caudal de lágrimas incontenibles. No supe bien qué pensar, o no atiné, más bien, a pensar nada en ese momento en que la cubrí y la abracé con mayor fuerza, de alguna manera feliz porque ahora mis brazos realmente la estaban amparando. De algo estaba seguro, ese llanto no era motivado por una única causa, era un llanto complejo, intrincado, y brotaba a borbotones, venciendo resistencias diversas.
Después de eso nos vimos poco, apenas lo necesario para ayudarla a acomodarse en el viejo galpón con su padre y su donado mobiliario, pobre, pero que todos veíamos, en su escasez, riquísimo. De esa jornada lo que recuerdo con más impresión es la imagen del perpetuo borracho a quien veía casi por primera vez sobrio. No parecía un mal hombre y más bien transmitía un infinito desamparo. No daba la impresión de ser muy conciente de lo que les estaba pasando, era como si acabara de despertar de un largo sueño y se moviera aún como un sonámbulo. Y además había en él rasgos que, más que coincidir con los de Lidia, tenían otro parecido, uno que yo no acertaba a develar, pero que sin duda conocía.
Entre Lidia y yo se produjo durante ese tiempo un silencio incómodo. Lo atribuí al principio a una suerte de pudor tardío por lo que habíamos hecho juntos, pero luego me convencí de que la razón estaba en otro lado, quizá en el hecho de que yo la viera llorar aquella noche como había llorado, tal vez se había sentido, o eso creí, verdaderamente desnuda, mucho más que cuando suspirábamos enredados, apenas un momento antes.
De cualquier manera, no tuve realmente tiempo de hablar con ella sobre todo eso. Papá había conseguido una oportunidad única en el extranjero, de esas que un hombre sin estudios no puede rechazar, y debíamos marcharnos cuanto antes. Debo confesar que le oculté cuanto pude la noticia a Lidia, en parte porque ella estaba con suficientes problemas, en parte porque yo mismo no quería aceptar la partida.
Menos de dos meses después de lo del incendio –y habiéndola confesado sólo tres días antes- partimos con toda mi familia y ya no volví a ver a Lidia nunca más. Porque son tristes, dolorosas y hasta patéticas, prefiero no hablar de la despedida.





Elsa me despide desde la puerta, no me acompaña por el caminito hasta el portón de salida. Nos saludamos con cierta distancia, como si lo que acaba de contarme, y que ahora compartimos, nos hubiera alejado en lugar de acercarnos. Intuyo que ella sabe como yo que no volveremos a vernos ni a hablar.
Apenas doy unos pasos oigo cerrarse la puerta detrás de mí. No con violencia, con un dejo de culpa, tal vez. Es curioso lo que los ruidos que hacen los demás pueden decirnos.
Antes de atravesar el portón vuelvo a ver al gato, que se pasea por la medianera ignorándome por completo, como si yo no fuera del todo real, como si formara parte de una ficción confusa que lleva ya muchos años sin decidirse a terminar. Enseguida, por supuesto, comprendo que estas ideas son mías y no del gato, que vive en el mundo real, libre de ataduras, o atado apenas a las exigencias de su instinto de libertad, animales que siempre nos recuerdan que el presente es lo único que existe. Me detengo a mirarlo un instante, pero la voz de Elsa, despreocupada, súbitamente cotidiana, llamando a su hija, hace que me sienta ya un estorbo allí; mi historia en esa casa se había terminado. Somos reales durante momentos tan breves.
Salgo a la vereda y camino por donde llegué. Aún flota en mi imaginación la figura del gato, perezoso y eterno. Si esto fuera literatura, sin duda ese gato tendría una densidad insospechada. Prefiero construirle una breve historia en la que sus dueños han partido hace tiempo hacia otras latitudes y lo han dejado abandonado a su suerte en un barrio perdido del conurbano. Él ha tenido que despertar todos sus instintos, dormidos por la domesticidad, y ha debido sobrevivir. Y si lo ha logrado es sólo porque, más allá de los cuidados humanos, más allá de toda circunstancia accidental –del cariño, incluso, del amor-, ha sabido mantener sus impulsos primeros, los que lo hacen ser lo que es.
Pero muy pronto el exterior me reclama, porque veo, al llegar a la esquina, al policía que viera desde mi lugar en la vereda del almacén. Lo miro apenas y vuelven a mí las palabras de Elsa, que había terminado de contarme todo de un modo cada vez más acelerado: “Ese chico después se hizo policía. A veces anda por el barrio.” No puedo evitar pensar que el muchacho que tengo ante los ojos, más hombre ya que joven, es aquel que, como yo, amó a Lidia; y puede que también, como yo, haya sido querido por ella. Pero ahora todo se me confunde, porque lo que Elsa dijo fue para mí más revelador de lo que esperaba. “Tramaba algo, esa chica” había dicho y me resuenan sus palabras, “algo desde hacía tiempo. Terminé de confirmarlo cuando pasó lo del padre. Parece que el muchachito la llevaba a su casa, cuando los padres no estaban. Bueno, somos grandes, no hace falta decir qué pasaba ahí, ¿no?”, había dicho, “Pero un buen día ella lo empieza a invitar al galpón, imaginate, donde se habían instalado. El chico no quería saber nada, lógico, ese lugar no era seguro, cualquiera podía entrar en cualquier momento, sobre todo el padre de Lidia. Esto me lo contó él mismo, después. Parece que Lidia se ofendió; así; no quiso verlo más, sólo porque él no quería ir a encamarse al galpón. Vos perdoname”, había dicho y casi puedo oírla, ahora, mientras camino y paso junto al policía, “que lo diga de esta manera. Es que a mí misma me parece cosa de locos y no se me ocurre otra forma de contártelo. Así que este chico se queda solo”, había dicho, descuidando ya la forma de su relato, tan medido hasta ese momento. “Ella no quiso saber más, se había encaprichado con que se encontraran en el galpón y como el chico no quería, lo dejó. Pero ahí no termina la cosa”, había dicho, “porque un buen día le mandó una nota. Después de no sé cuántos meses le mandó una nota al muchacho. Esto me lo contaba él después. Imaginate, ese pobre chico que la quería tanto de repente recibe una nota de ella en la que le pide que vaya al galpón a tal y tal hora, que quiere decirle tal y tal cosa. El pibe ni lo piensa. Tenía tantas ganas de volver a estar con ella que no lo pensó dos veces y fue”, había dicho Elsa, que se agitaba más con cada frase. “Bueno y...yo no sé si ella sabía o si fue casualidad o qué, pero cuando estaban lo más bien, revolcándose, el pibe feliz, cayó el padre de Lidia. Con una puta venía. Riéndose a lo grande venían los dos. Y los encuentra. A la hija y al muchacho este. Haciendo ya sabemos qué” había dicho y puedo recordar hasta los detalles más pequeños de su expresión entre agitada, excitada, satisfecha y maliciosa. “Todo terminó en una confusión tremenda: el padre a los gritos; la puta, en el suelo, de la risa; el chico vistiéndose como podía, llorando y corriendo hacia la salida, tratando de esquivar al viejo, que quería matarlo. Lidia no sé. Esto me lo contó él después. No se acordaba de lo que había hecho Lidia en ese momento, pero estaba seguro de que el único que lloraba era él”. Y ya no escuché los demás comentarios de Elsa, meros agregados que le quitaban al final del relato su rotundidad de caída. Ese policía –que ahora ha quedado a mis espaldas, alejándose tanto cuanto yo me alejo, sin detenerme- pudo haberla conocido y haberla amado, tal vez. Ese policía, que tiene una edad aproximada a la mía, pudo haber sido como yo, porque la tuvo en sus brazos y la quiso para sí. Pero si esto es verdad, no lo es menos el hecho de que fue más auténticamente mía, pienso; porque ella no me utilizó, como a él, para un objetivo meramente egoísta, para una venganza un poco cínica –ingenua también, si bien se mira- contra la vergüenza que su padre podía provocarle. A mí me quiso de otro modo.
Lo último que Elsa había dicho, antes de despedirme, fue que después de ese episodio entre escandaloso, cruel y grotesco, Lidia se marchó. Sola, partió durante la noche, probablemente, sin que nadie la viera, y no volvió a saberse de ella. Su padre, desde ese día, dejó de beber y murió a los pocos meses. El galpón fue vaciándose de a poco, por brazos furtivos que se llevaron lo que había dentro. Después alguien colocó un candado en el portón. Fin.
Debo confesar que la historia de Elsa no me pareció al principio más que un chisme de barrio, no porque no creyera en ella, sino porque la juzgaba destinada a alimentar mi propio morbo, en la misma proporción en que Elsa alimentaba, contándola, el suyo. Pero después tuve la necesidad de verla de otro modo, como ahora la veo. Porque, si bien es la historia que yo había venido a buscar, para cerrarla de una manera menos abrupta o, mejor, para cerrarla definitivamente, me he situado todo el tiempo en un lugar equivocado. Pensaba que aquella vez mi viaje había coincidido con el momento culminante, con el clímax, diríamos, y yo no había podido quedarme para protagonizar el desenlace; así, el héroe abandonaba el campo de batalla y la historia ya no podía concluir. A darle fin había venido después de tantos años. Esta era, hasta hace apenas unos momentos, mi interpretación de los hechos.
Pero lo que Elsa me ha contado me devuelve –sin que ella misma lo sepa- al lugar que verdaderamente me corresponde. Toda esta historia, la que vengo contando desde el principio, no es mía, sino de Lidia; es sólo ella la protagonista. No vine, pues, como creía, semejante al héroe que retorna y da, con eso, forma cerrada a un relato. Vine sólo como narrador, a contar su historia. En ella soy apenas un personaje periférico, un pedazo del nudo. Como Elsa. Como el policía. Como el padre, incluso.
Veo que mis pasos me han conducido nuevamente hasta la entrada del galpón. La tarde va declinando con pereza. La calle está llena de gente que vuelve al hogar reparador. En la vereda del frente está Tancredo, eterno, con sus bolsas llenas de vaya a saberse qué. Yo vuelvo a sentarme en el mismo lugar en que ayer nomás esperara a Lidia. Ahora sé que es inútil, pero no quiero irme así, como huyendo. Ya no tengo nada de qué huir. Va a hacerme bien respirar una vez más el aire fresco, cargado de aromas de este lugar. Ahora sí estoy seguro de que es la última vez que vengo. Ya no hay nada que me haga volver. Seguiré, como siempre, mi trabajo en la escuela, llegaré todos los días hasta los límites mismos del barrio, pero no voy a entrar. No es necesario. Cuando tuvimos que irnos, con toda mi familia, con toda nuestra casa, se diría, a otra parte, sólo pensaba en el momento del regreso, en que no pasara el tiempo hasta que yo pudiera volver y ver a Lidia y tenerla para mí definitivamente. Y hubiera regresado de no ser por ella, por la forma en que me miró el día que nos despedimos. Algo se esfumó, irrecuperable, de lo que fluía entre nosotros o, para ser exacto, de lo que ella dejaba fluir hacia mí. Recuerdo que tuve la sensación de haberme caído, de haber sufrido algún tipo de desplazamiento en el mundo de Lidia y supe de pronto que algo de lo que sentía por mí –no su amor, no su amistad, no su deseo- se había perdido. Algo de lo que la unía a mí. Lo confirmé al día siguiente, cuando nos acompañó a la estación; parecía la de siempre, afectuosa y reservada, cálida; pero estaba claro que ya me había colocado en la zona en la que se amasan los recuerdos, por más entrañables o perturbadores que sean. Sentí que, al dejarla, era su libertad, paradójicamente, la que se resentía. La besé por última vez sintiéndome ya un fantasma, y no me creí –aunque no dejara de decirlas- las promesas de reencuentro. Cuando a los tres años volvimos al país y nos instalamos en la ciudad, ya no me atreví a buscarla; y ahora sabía que hubiera sido en vano. Trabajar en la escuela me devolvió de algún modo a este lugar: pero en el límite del barrio Lidia era apenas una gravitación.
Sin embargo, todavía no puedo entender la nota; ¿por qué habría pasado Lidia por la escuela a dejarla? Para qué. ¿Fue realmente ella? Es suya, sin duda, y está dirigida a mí. ¿Existirá ese famoso tío? En medio de estos pensamientos, meto la mano en el bolsillo y vuelvo a sacarla. La despliego para ver si leí bien, si no se trata de la misma nota que, según Elsa, le dejó al chico con el que estuvo más tarde. No. Me nombra y dice lo que sé de memoria, que me espera y que tiene ganas de verme y de hablar. Aunque la hoja tiene un aspecto que no le había notado. Es vieja. La tinta misma está gastada y el papel amarillea ya bajo el peso del tiempo. El azul se ha puesto ligeramente verde.
¿Es posible? ¿Es acaso una nota que ella quiso darme antes de mi partida? Si es así, lo que hizo con el muchacho aquel, quiso intentarlo conmigo antes.
-No se gaste- la voz de Tancredo me salva momentáneamente de mis propios pensamientos.
Lo miro y guardo la nota rápidamente, como si temiera que el linyera me haga preguntas que no quisiera responder.
-¿Todavía espera que le abran?- dice, irónico.
-No. Estoy echando una última mirada. Ya me voy.
-Quédese todo lo que quiera, por favor- dice, aprieta los labios y abre grande esos ojos en los que vuelvo a ver a Lidia-; a mí no me molesta.
-¿Puedo hacerle una pregunta?- digo de pronto y ya sé que no hay vuelta atrás.
-Cómo no- me dice con una sonrisa que puede significar cualquier cosa, menos sorpresa.
-¿Usted me llevó una nota a la escuela?
Sonriendo sin despegar los labios y dando un suspiro corto y rápido, levanta una de sus bolsas y la abre delante de mis ojos.
-¿Qué ve acá?- pregunta y no espera mi respuesta-. Papeles. Yo junto papeles. De todo tipo. Grandes, chicos, nuevos, viejos...Vendo la mayoría y con eso como, ¿ve?. Algunos los guardo. Revuelvo la basura y saco los papeles. De toda la mugre que hay, el papel es lo más limpio. Revuelvo los tachos y los saco. Los levanto cuando los encuentro en la calle. A veces la gente me los da, también. Diarios, revistas, boletas...¡papeles! ¿Sabe? La gente es más buena de lo que parece. Es dura la vida, ¿qué hago si no me dan una mano? Ya ni parientes me quedan por acá. Así que, ¿qué le parece? ¿Tengo cara de cartero yo?
Lo último no lo dice como un reproche, sino como algo divertido que debo tomar casi con complicidad. Se da la vuelta y comienza a marcharse tranquilo, seguro de que no voy a decirle ni a preguntarle ya nada más. Tiene razón.
Me quedo hasta que se haga de noche, hasta que la luna asome e ilumine con su delicadeza este lugar, con su luz que lo muestra todo de otra manera. Mañana retomaré el curso cotidiano de los días, del que me he apartado por un corto plazo para deshacer un nudo de años. Y hasta es probable que encuentre cambiada, siquiera levemente, la vida que conozco. No es sólo uno el que se transforma cada vez que emprende un viaje.

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