17 de mayo de 2009

La liebre, de César Aira


César Aira (Coronel Pringles 1949) cumple, este año, sesenta. Es oportuno echar, a esta altura, una mirada retrospectiva sobre uno de los escritores más prolíficos, polémicos e insoslayables de la literatura argentina de los últimos veinte años. Durante ese tiempo, en efecto, la producción de Aira representó un cambio de rumbo en las consideraciones acerca de lo que significaba hacer literatura en nuestro país y, más específicamente, hacer novelas. Más allá de las controversias, es posible afirmar que su influencia ha sido enorme. Como ocurre en casi todas las artes, la relevancia de una obra se mide por su incidencia en el campo al que pertenece, incidencia que puede calcularse en términos de “influencia”, entendida como el muestrario de lecturas, relecturas, apropiación y transformación de los sentidos puestos en juego por la propuesta estética que tal obra suscita. Pero a su vez, cualquier producción artística tomada en su conjunto estimula un recorte, mediante el cual se condensen los elementos considerados y se permita, de este modo, la elaboración de ciertos parámetros valorativos.
Aunque el concepto mismo de “mejor novela” no tenga cabida en el universo de ideas de Aira, es inevitable que con el paso de los años esta noción se vaya imponiendo paulatinamente. De hecho, son muchos los escritores que lucharon contra ella y fallaron, y no son menos quienes optaron por considerar como su mejor trabajo lo que los años y las sucesivas lecturas acabaron por relegar a un lugar subalterno. En una obra tan vasta como la de Aira, hablar de su “mejor novela” parece no solo difícil, sino incluso inconducente; por un lado, porque esa misma vastedad condena a los lectores a la enorme dificultad de abarcarla; por el otro, porque su programa narrativo es totalizador, y se podría decir que excluye de sí la idea de que un autor pueda escribir su “gran novela”. Hasta la noción tradicional de obra es cuestionada por Aira, puesto que su enorme producción, realizada sobre la base de la velocidad, de la improvisación y de lo imprevisto, de lo sorpresivo y lo sorprendente, diluye la noción enquistada de proyecto estético, tan cara a la modernidad literaria, y convierte en cierto sentido el medio en fin: no se trata de utilizar la publicación como medio para el desarrollo de un proyecto personal de escritor, sino de convertir ese medio en el fin mismo: publicar sin detenerse y escribir a toda velocidad, en una especie de apuesta existencial, que hace preceder la existencia a la esencia.
Sin embargo, la tiranía de los lectores acaba por imponer con el correr de los años una jerarquización inevitable en la producción de todo artista, eligiendo unas novelas antes que otras, prefiriendo la relectura de esos textos y no de los restantes.
¿Qué es una mejor novela? Hay al menos dos perspectivas a considerar: la del autor y la de los lectores. Es decir lo que el autor considera su mejor trabajo y lo que los lectores impondrán al fin en un sistema literario futuro. Cada una de estas perspectivas abre caminos interpretativos diferentes, según sea el criterio adoptado. Es posible que el autor evalúe sus textos por aproximación a un ideal de obra; pero también por la pericia con que ha sorteado las dificultades de escritura que se le presentaban, por la ambición del proyecto elegido, por una afinidad especial con tal o cual aspecto textual, etc. Por su parte los criterios de los lectores pueden incluir cuestiones como la representatividad –cierta forma “clásica” en el conjunto de la obra de un autor-, la valoración de lo “novedoso”, la repercusión –por vía de las resignificaciones- del texto dentro del sistema literario, el siempre inasible gusto personal; todo esto, como es evidente, incluye tanto a la crítica como a los lectores en general. Pero además, con todo, sin importar el punto de vista, con frecuencia los mismos criterios resultan en elecciones diferentes.
Se ha dicho que La liebre es una de las mejores novelas de Aira (cierta timidez nos dificulta, tratándose de un escritor como Aira, que aún se encuentra en plena producción, hacer aseveraciones absolutas). Como este trabajo no persigue objetivos polémicos, sino que apenas busca determinadas constantes, o mejor, plantear una pregunta hacia el futuro (¿qué se leerá de Aira a la hora de las selecciones antológicas?), y también por cuestiones prácticas, asumamos que tal afirmación sea verdadera, y adoptemos el criterio de la representatividad. Es decir, tomemos La liebre como un texto destacado en el conjunto de las novelas de Aira; no solo porque se trata de una novela que presenta una estructura y una lengua perfectamente reconocibles en el universo aireano, sino porque además, se realizan en ella ciertas operaciones de resignificación de varios presupuestos que funcionan dentro sistema literario argentino, instalados por sus textos fundadores.
Recordemos que La liebre narra el viaje de un naturalista inglés, de apellido Clarke, al desierto (poblado de indios) en busca de una especie rara de liebre, la liebre legibreriana. Para ello deberá obtener primero el permiso de Rosas y enfrentar más tarde una serie de dificultades propias de su encuentro con los indios. Sin embargo resultará triunfador en ambas empresas, aunque no así en la que lo convocaba, es decir el hallazgo concreto de la liebre que había venido a buscar. Por supuesto que además, en un final típico de Aira, lleno de sorpresas y de situaciones desopilantes e insólitas, el inglés descubrirá la importancia personal –y tal vez inconsciente- de ese viaje a las tierras de Cafulcurá.
En la novela pueden distinguirse con claridad dos momentos diferenciados: el momento previo al viaje de Clarke y el viaje propiamente dicho.
La liebre se inicia con el despertar del Restaurador, una tarde de verano, luego de la siesta, con los resabios de una pesadilla que lo mantienen aún en un estado de excitación. Despertar es como renacer, o mejor, recrear. El mundo disuelto durante las horas del sueño se actualiza, reaparece con toda la potencia de su circunspección. Despierta el Restaurador e intenta de inmediato conjurar el terror provocado por la pesadilla con acción, con movimiento. Es interesante notar cómo ya desde la primera página se manifiesta un imperativo: el del movimiento, que con el correr de las páginas se irá convirtiendo en velocidad. Pero también la libertad que promueve esta “creación” de un universo autónomo, regido por reglas inherentes a la ficción que no tienen por qué corresponderse con las que utilizamos para comprender el mundo en que vivimos. La literatura como “el mundo del revés”, el ámbito donde todas las posibilidades son la condición de posibilidad de la misma literatura.
La imagen de Rosas que se nos ofrece de entrada sorprende no sólo por lo insólito de la descripción de sus ejercicios, sino principalmente por la lucidez con la que el narrador, asumiendo los pensamientos del Restaurador, reflexiona acerca de la relación que se establece entre Rosas y el antirrosismo. Éste último es quien tiene el lenguaje, quien domina la escritura y por lo tanto construye simbólicamente una realidad difícil de modificar.

“A él le faltaba el auténtico genio inventivo, la agilidad poética (...) de donde sacar el talento para transmutar la negatividad fantástica de los escribas de Montevideo a la realidad, a la vida, a lo argentino.”

Esta falta de la que se lamenta Rosas es en sí misma la puesta en escena de un origen: el de la literatura argentina. Aira abre La liebre con un posicionamiento bien concreto. No es impertinente que la novela se inicie con esta escena.
Podría decirse que la literatura argentina tiene una innegable vocación realista; es esta vocación –o limitación- la que es puesta en cuestión desde el comienzo. Claro que Aira no recurre a las herramientas de la narrativa fantástica que, o bien se evade en juegos mentales, o bien destruye cualquier universo referencial con la irrupción de lo sobrenatural. La liebre invita a repensar, en clave no-realista, esa pasión –histórica- por situarse en el plano de la referencialidad.
Si es posible decir que con Rosas –o con sus detractores- comienza la literatura argentina, será preciso situarse en el mismo universo simbólico para refundarla.
Ese regreso a las fuentes es, sin embargo equívoco. Los llamados “escribas de Montevideo”, entre los que se encontraban Echeverría, Mármol, Alberdi, no están individualizados. Una novela situada en plena época de Rosas parecería exigir al menos una referencia más clara. Pero Aira los ignora y en cambio hace participar tres figuras situadas por completo en las antípodas de aquellas: Manuelita, Rosas y Prilidiano Pueyrredón. De Manuelita se dice que:

“Esperaba de pie mientras él sorbía con un ruido chocante. Rosas no encontraba ni amena ni inteligente a su hija favorita; más bien estaba persuadido de que era idiota. Idiota y snob: eso era Manuelita. Lo peor era su falta de naturalidad. Una marioneta de bofe.”

La hija del Restaurador formará un triángulo con su padre y el pintor Prilidiano Pueyrredón, que aparecerá retratado de un modo también irónico, pero cuya aparición permitirá introducir otro elemento en juego en la constelación de sentidos de la novela. ¿por qué introducir a un pintor en un texto que no vuelve a nombrarlo prácticamente nunca más? Pueyrredón es de algún modo la cifra de una particular concepción de literatura: la que la ve como universo completo, absolutamente abarcable y cerrado en sí mismo. Universo reducido, podría decirse. De hecho el pintor practica una suerte de repetición del mundo. Pero ese mundo no está en absoluto detenido, es un mundo en movimiento. El cuadro en el que Pueyrredón se encuentra trabajando secretamente intenta representar dos momentos consecutivos de su ama de llaves Facunda: durmiendo y levantándose. Esa continuidad fija un movimiento que pone en cuestión la continuidad misma: ¿se trata de una o de dos mujeres? Por otra parte, a lo largo de La liebre las ideas de continuo, repetición, duplicidad, velocidad y movimiento tendrán una importancia mayor. De modo que este momento en el que aparece Pueyrredón, además de permitir una serie de comentarios muy inteligentes en torno al arte del momento y a la necesidad de pensar la pintura argentina como una excentricidad respecto de la europea, funciona como puesta en abismo que tematiza las nociones que regirán los sentidos de toda la novela.
Pero el pintor es también el tercer vértice de un triángulo en el cual Rosas actúa como gran bastonero, director de la danza de los acontecimientos futuros.

“Se sintió tan feliz, tan pleno, que tomó al punto algunas determinaciones fundamentales, que lo habían tenido cavilando: primero, encargarle al hijo de Pueyrredón un retrato de cuerpo entero de Manuelita; segundo, prestarle al inglés su caballo Repetido para que hiciera el viaje; y tercero, hacer lugar al pedido que recibiera el día anterior de la madre de Carlos Álzaga Prior, joven aprendiz de acuarelista, y recomendarle a Clarke que lo llevara consigo. Todo coincidía, todo formaba sistema...Quedó momentáneamente suspenso, en la contemplación de su propia grandeza.” (subrayado nuestro)

A partir de aquí se instala un suspenso ¿Por qué Rosas toma todas esas determinaciones, con qué fin secreto? Y al mismo tiempo, en una suerte de juego borgeano, toda la novela se condensa en ese párrafo con que finaliza la primera parte de La liebre: en la noción de sistema. Hacer sistema significa posibilitar la interconexión, la combinación de elementos diversos, no importa cuán retorcido puedan parecer los resultados parciales de esa combinatoria: finalmente se caerá en la cuenta de que en un sistema “todo cierra”. Es lo que le ocurre al lector de Aira. Habitualmente la novela se expande en sus posibilidades narrativas hacia extremos que pueden parecer delirantes, pero que no dejan de formar nunca parte de ese sistema cerrado que es la novela, de modo que los finales resultan siempre sorprendentes, debido a que cada elemento, cada componente, parece encontrar su lugar exacto, lo cual es en definitiva una ilusión, porque se trata de una posibilidad de combinación, no necesariamente la única. Allí podría encontrarse el sentido que Aira da a su afirmación de que escribe sin saber adónde va: lo que no sabe es el resultado final de la combinatoria.

“Todo lo que sucedía, aislado y observado por el juicio interpretativo, o la mera imaginación, se volvía elemento pasible de una combinatoria. Era el ingenio personal el responsable de construir la estructura abarcadora que los justificase como unidades. Por supuesto, él no se molestaría en hacerlo...pero podía jurar, a priori, que había otros cuentos, además del de Gauna, una cantidad innumerable, disponibles. Más aún, de un cuento a otro, incluso de uno pronunciado realmente a uno virtual, oculto e inengendrado en una fantasía perezosa, no había un hiato, sino un continuo. La existencia de tal continuo, que en ese momento se le apareció como una verdad indiscutible, creaba una multiplicidad natural en la que la historia de Gauna mostraba que era apenas una más.”

Así, la novela funciona como un artefacto afinadamente cerrado en donde las posibilidades narrativas no están dadas por ningún tipo de referente externo sino por las piezas que participan de la combinación. El efecto de lectura de las novelas de Aira se asemeja, a veces, al juego conocido como “Tetris”, en tanto se comprueba que, no importa las construcciones fantásticas que puedan ir apareciendo, al final, en una magistral jugada, se organiza el bloque compacto que disuelve por completo la pesada arquitectura. Es lo que ocurre en La liebre, de modo ejemplar. Esa especie de proemio fundamental se echan las fichas sobre el tablero: Clarke, la liebre, repetido, Alzaga Prior, los indios.
A partir de aquí, las piezas comienzan a moverse. Para hacerlo se recurre a los artificios combinatorios que siglos de narración han ido aportando, de ahí que tanto de hable de “lo novelesco” en Aira. Porque no se trata del recurso a los trucos narrativos de la vanguardia, que principalmente pasan por el trabajo sobre el punto de vista, la voz narradora o las anacronías extremas. La liebre, en ese sentido, despliega un desconcertante estilo “clásico”: un narrador omnisciente que hace foco en su personaje protagonista y organiza a partir de él los acontecimientos que se suceden; todo eso con un lenguaje que apela a cierta transparencia que nunca es puesta el tela de juicio. Es decir que, más allá de la carga reflexiva de ciertos pasajes –que Aira ha afirmado querer conjurar con la escritura de ensayos-, la historia fluye suave y veloz hacia el final, esto es, el momento en que las combinaciones producen un nuevo ordenamiento similar o por completo diferente al del comienzo. Y para que esa organización final sea efectiva, es necesario que exista una confluencia de elementos. En el caso de La liebre tal confluencia ocurre en la sierra de la Ventana, donde todas las piezas alcanzan su significación, por más excéntrica que pueda resultar.
Pero además de “modelo de construcción” de la novela, La liebre también realiza, a nivel temático, una serie de intervenciones que resultan de invertir algunos de los presupuestos más vigentes en la historia de la literatura argentina, como el del enfrentamiento entre civilización y barbarie, la xenofilia intelectual del siglo XIX, la figura histórica –como ya hemos dicho- de Manuelita Rosas, la supuesta candidez –por vía roussoniana- del indio, etc. Todo lo cual convierte a La liebre, en tanto emergente de la escritura aireana, en una novela imprescindible de las últimas décadas.
Tal vez, dentro de muchos años, cuando se realicen los balances y las luchas por la constitución del canon de la literatura argentina del siglo XX, esta novela de Aira ocupe un lugar más que destacado, no sólo en el conjunto de la producción del escritor de Pringles, sino en el sistema literario argentino.
Se ha dicho que no es fácil escribir sobre César Aira, o más precisamente, escribir sobre sus textos tomados de manera independiente, puesto que la coherencia de su producción obliga a la permanente referencia a otras novelas. Es notable cómo los artículos que circulan construyen corpus particulares que incluyen y excluyen muchos trabajos del escritor. Es posible que haya algo de inasible en la novelística de Aira, pero también –hemos querido demostrarlo- es posible siquiera intentar aproximaciones más puntuales, como ésta lo ha querido ser de La liebre.

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