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Pensó en lo que había escrito, involuntariamente, como si de repente el recuerdo, salido de dónde, se le hubiera presentado ante los ojos. Y lo que veía era extraño. Desde luego no se había olvidado de su relato -llamarlo novela sería abusar del término-, de esa historia un poco descuidada en la que un hombre, o acaso dos, buscaban unos cuantos kilos de droga robados por una mujer. No había tenido, quizá, tiempo de asombrarse del todo de la similitud del asunto con lo que a él mismo le había pasado. Pero hay miles de historias que comienzan con una mujer que roba y era sin duda apenas una coincidencia -feliz, como lo son todas- el hecho de que a él, una mujer llamada Vera, le hubiera robado un manuscrito.
Ahora pensaba que había escrito esa historia impulsado por su deseo de dotar a una existencia con poco brillo un poco de emoción, un brillo suplementario o mediatizado, como el que da la luna, femenina al fin, como había dicho Joyce, que sólo puede obtener un brillo de la existencia de otra fuente lumínica.
Con la ingenuidad de un niño había contado una historia cualquiera, en la que él mismo podía haberse sentido cómodo: con intrigas y persecuciones, con traiciones y con muerte. Pero seguramente, en una historia así, él ocuparía un lugar secundario. Pocas eran las cosas que en verdad le habían ocurrido y su existencia cotidiana era demasiado semejante a sí misma, como para que las puntas sueltas de los acontecimientos la rozaran. La había escrito como si se tratara de un sueño, apenas inducido por el deseo de contar, de dejar constancia en la materialidad de la escritura, de una vida imaginaria más -entre las interminables que conocía y entre las que no-, en la que seguramente no tendría parte.
Pero eso había sido todo. Lejos estaba de los planteos intelectuales que en su primer juventud le quitaban el sueño.
Suele decirse que hay un placer en el contar. Él había querido experimentarlo en su modo más extremo, poniendo, como se dice, el cuerpo: escribiendo.
El trabajo le había resultado gratificante en el esfuerzo de la construcción, en la exigencia de la distribución coherente de los hechos, en la lucha frecuente por dar con la frase justa, que se acomodara a los designios del deseo, mucho más que a los del pensamiento.
Y allá se habían ido sus papeles, sus personajes que seguirían siendo palabras hasta que alguien, nomás por la lectura, los convirtiera en cosa nueva. Vera quizá a esta altura ya lo había leído y andaría ahora con los restos de la historia zumbándole en la cabeza, o se reiría de él, de su estilo desprolijo y novato.
Pero si era verdad que ella había leído ya el manuscrito, resultaría entonces que estaba enterada de la pequeña trama que había tejido, donde, como ella, una mujer se hacía con algo que no le pertenecía, en un acto que podía bien ser la pura gratuidad, bien la respuesta a una necesidad imperiosa, animada por motivos ocultos o tal vez claros y distintos.
Pensó que tal vez el robo absurdo que ella había perpetrado, y el encuentro casual con ese hombre, Ángel, al que había dejado de ver siendo aún un adolescente, eran de las pocas cosas que habían venido a interrumpir la mansa corriente de su monotonía, eran, sin duda, una forma del acontecimiento.
Como sea, ahora estaba sentado en ese bar, esperando a Angelito que había ido al baño y ya se demoraba más de lo usual, o acaso a él le había ocurrido vivir en un tiempo más ancho, diferente del que marca el reloj, tan monótono en su exactitud.
Cuando lo vio salir, Angelito todavía estaba subiéndose el cierre del pantalón y le sonreía con una expresión estúpida que era al mismo tiempo de complicidad y de pudor.
Tipo raro, Angelito, siempre había dado la impresión de estar guardando un gran secreto, una carta matadora, no se sabe para qué; tal vez lo único que pasaba es que aún no había encontrado el juego apropiado en el que mostrar su talento y estaba a la espera del momento oportuno. De algún modo ese encuentro casual en un bar una noche cualquiera, podía ser el preludio de algo mayor.
En el momento en el que Ángel se sentaba, el mozo traía los whiskys en una bandeja. Los colocó sobre la mesa negligentemente, como si no le importara atenderlos bien. De hecho, el vaso de Angelito hizo un ruido desmedido al ser puesto, como dejado caer, frente a él. El gesto que se dibujó entonces en la cara de Ángel no tenía ninguna relación con su nombre. Se diría que literalmente se transformó. No fue solamente una mueca de desagrado o de desaprobación, sino más bien la forma exacta del desprecio. Él nunca se hubiera imaginado que el pibe que había conocido hacía tantos años, un poco torpe y hasta ingenuo, fuera capaz de dejar escapar un expresión como aquella. Fue muy fugaz, tanto, que ni siquiera el mozo, que se retiró con la misma displicencia, se dio cuenta. En un instante, la cara de Angelito fue la misma de un momento antes.
-Este tipo es bastante mal educado, ¿no te parece?- dijo, pero ya el tono de su voz acompañaba su cara bobalicona.
-Dejalo, qué le vas a decir- dijo él con cautela, no sabía si inducir con algún comentario propicio la expresión que había observado, aunque optó por no hacerlo.
-Verdad- definió Angelito, y dio el asunto por terminado.
-Verdad- ratificó él.
El murmullo del bar sobrevolaba todo el ambiente, no había resquicio adonde no llegara y él pensó que era un buen lugar para establecer algún tipo de diálogo con alguien, que uno podía explayarse a sus anchas sin miedo a ser escuchado, sin necesidad de estar cuidando las palabras a fin de no atraer miradas indiscretas. Angelito, sin embargo, parecía pensar diferente.
-Este lugar es una mierda- dijo, rotundo.
-¿Sí?
-Tomemos esto, que es lo único que vale la pena, y borrémonos. Yo te voy a llevar a un lugar bueno de verdad.
Cuando salieron a la calle un frío intenso le golpeó en la cara inesperadamente. Caminaron derecho y en silencio durante unos diez minutos. Después, Angelito comenzó a doblar en casi todas las esquinas, siguiendo una dirección que aparentemente no tenía ningún sentido. Por un momento se le ocurrió pensar que estaba tratando de desorientarlo, como si fuera necesario que él no tuviera claro dónde quedaba exactamente el lugar adonde iban. Se dijo que si Ángel lo conociera mejor, sabría que daba igual; nunca se había ubicado con facilidad en ninguna parte, sus recorridos estaban generalmente hechos de memoria y moverse en la ciudad había sido para él más una cuestión instintiva que racional.
-Es acá a la vuelta- dijo Angelito de pronto, haciendo un vago gesto con la cabeza que podía señalar cualquier dirección.
Doblaron aún dos veces más y finalmente llegaron a una puerta, insignificante a no ser por el discretísimo letrero de neón rojo que rezaba: Bar.
-Cuidado al entrar.
No entendió lo que Ángel quiso decirle, hasta que tropezó. Angelito lo tomó oportunamente del brazo.
-Cuidado, flaco.
Entonces se dio cuenta de que el bar se encontraba en un sótano, al final de una larga y estrecha y oscura escalera.
Pensó en lo que había escrito, involuntariamente, como si de repente el recuerdo, salido de dónde, se le hubiera presentado ante los ojos. Y lo que veía era extraño. Desde luego no se había olvidado de su relato -llamarlo novela sería abusar del término-, de esa historia un poco descuidada en la que un hombre, o acaso dos, buscaban unos cuantos kilos de droga robados por una mujer. No había tenido, quizá, tiempo de asombrarse del todo de la similitud del asunto con lo que a él mismo le había pasado. Pero hay miles de historias que comienzan con una mujer que roba y era sin duda apenas una coincidencia -feliz, como lo son todas- el hecho de que a él, una mujer llamada Vera, le hubiera robado un manuscrito.
Ahora pensaba que había escrito esa historia impulsado por su deseo de dotar a una existencia con poco brillo un poco de emoción, un brillo suplementario o mediatizado, como el que da la luna, femenina al fin, como había dicho Joyce, que sólo puede obtener un brillo de la existencia de otra fuente lumínica.
Con la ingenuidad de un niño había contado una historia cualquiera, en la que él mismo podía haberse sentido cómodo: con intrigas y persecuciones, con traiciones y con muerte. Pero seguramente, en una historia así, él ocuparía un lugar secundario. Pocas eran las cosas que en verdad le habían ocurrido y su existencia cotidiana era demasiado semejante a sí misma, como para que las puntas sueltas de los acontecimientos la rozaran. La había escrito como si se tratara de un sueño, apenas inducido por el deseo de contar, de dejar constancia en la materialidad de la escritura, de una vida imaginaria más -entre las interminables que conocía y entre las que no-, en la que seguramente no tendría parte.
Pero eso había sido todo. Lejos estaba de los planteos intelectuales que en su primer juventud le quitaban el sueño.
Suele decirse que hay un placer en el contar. Él había querido experimentarlo en su modo más extremo, poniendo, como se dice, el cuerpo: escribiendo.
El trabajo le había resultado gratificante en el esfuerzo de la construcción, en la exigencia de la distribución coherente de los hechos, en la lucha frecuente por dar con la frase justa, que se acomodara a los designios del deseo, mucho más que a los del pensamiento.
Y allá se habían ido sus papeles, sus personajes que seguirían siendo palabras hasta que alguien, nomás por la lectura, los convirtiera en cosa nueva. Vera quizá a esta altura ya lo había leído y andaría ahora con los restos de la historia zumbándole en la cabeza, o se reiría de él, de su estilo desprolijo y novato.
Pero si era verdad que ella había leído ya el manuscrito, resultaría entonces que estaba enterada de la pequeña trama que había tejido, donde, como ella, una mujer se hacía con algo que no le pertenecía, en un acto que podía bien ser la pura gratuidad, bien la respuesta a una necesidad imperiosa, animada por motivos ocultos o tal vez claros y distintos.
Pensó que tal vez el robo absurdo que ella había perpetrado, y el encuentro casual con ese hombre, Ángel, al que había dejado de ver siendo aún un adolescente, eran de las pocas cosas que habían venido a interrumpir la mansa corriente de su monotonía, eran, sin duda, una forma del acontecimiento.
Como sea, ahora estaba sentado en ese bar, esperando a Angelito que había ido al baño y ya se demoraba más de lo usual, o acaso a él le había ocurrido vivir en un tiempo más ancho, diferente del que marca el reloj, tan monótono en su exactitud.
Cuando lo vio salir, Angelito todavía estaba subiéndose el cierre del pantalón y le sonreía con una expresión estúpida que era al mismo tiempo de complicidad y de pudor.
Tipo raro, Angelito, siempre había dado la impresión de estar guardando un gran secreto, una carta matadora, no se sabe para qué; tal vez lo único que pasaba es que aún no había encontrado el juego apropiado en el que mostrar su talento y estaba a la espera del momento oportuno. De algún modo ese encuentro casual en un bar una noche cualquiera, podía ser el preludio de algo mayor.
En el momento en el que Ángel se sentaba, el mozo traía los whiskys en una bandeja. Los colocó sobre la mesa negligentemente, como si no le importara atenderlos bien. De hecho, el vaso de Angelito hizo un ruido desmedido al ser puesto, como dejado caer, frente a él. El gesto que se dibujó entonces en la cara de Ángel no tenía ninguna relación con su nombre. Se diría que literalmente se transformó. No fue solamente una mueca de desagrado o de desaprobación, sino más bien la forma exacta del desprecio. Él nunca se hubiera imaginado que el pibe que había conocido hacía tantos años, un poco torpe y hasta ingenuo, fuera capaz de dejar escapar un expresión como aquella. Fue muy fugaz, tanto, que ni siquiera el mozo, que se retiró con la misma displicencia, se dio cuenta. En un instante, la cara de Angelito fue la misma de un momento antes.
-Este tipo es bastante mal educado, ¿no te parece?- dijo, pero ya el tono de su voz acompañaba su cara bobalicona.
-Dejalo, qué le vas a decir- dijo él con cautela, no sabía si inducir con algún comentario propicio la expresión que había observado, aunque optó por no hacerlo.
-Verdad- definió Angelito, y dio el asunto por terminado.
-Verdad- ratificó él.
El murmullo del bar sobrevolaba todo el ambiente, no había resquicio adonde no llegara y él pensó que era un buen lugar para establecer algún tipo de diálogo con alguien, que uno podía explayarse a sus anchas sin miedo a ser escuchado, sin necesidad de estar cuidando las palabras a fin de no atraer miradas indiscretas. Angelito, sin embargo, parecía pensar diferente.
-Este lugar es una mierda- dijo, rotundo.
-¿Sí?
-Tomemos esto, que es lo único que vale la pena, y borrémonos. Yo te voy a llevar a un lugar bueno de verdad.
Cuando salieron a la calle un frío intenso le golpeó en la cara inesperadamente. Caminaron derecho y en silencio durante unos diez minutos. Después, Angelito comenzó a doblar en casi todas las esquinas, siguiendo una dirección que aparentemente no tenía ningún sentido. Por un momento se le ocurrió pensar que estaba tratando de desorientarlo, como si fuera necesario que él no tuviera claro dónde quedaba exactamente el lugar adonde iban. Se dijo que si Ángel lo conociera mejor, sabría que daba igual; nunca se había ubicado con facilidad en ninguna parte, sus recorridos estaban generalmente hechos de memoria y moverse en la ciudad había sido para él más una cuestión instintiva que racional.
-Es acá a la vuelta- dijo Angelito de pronto, haciendo un vago gesto con la cabeza que podía señalar cualquier dirección.
Doblaron aún dos veces más y finalmente llegaron a una puerta, insignificante a no ser por el discretísimo letrero de neón rojo que rezaba: Bar.
-Cuidado al entrar.
No entendió lo que Ángel quiso decirle, hasta que tropezó. Angelito lo tomó oportunamente del brazo.
-Cuidado, flaco.
Entonces se dio cuenta de que el bar se encontraba en un sótano, al final de una larga y estrecha y oscura escalera.
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